– Va a ser divertidísimo tener otra hermana -le aseguró Vanessa, que decidió hacer oídos sordos a su intención de no casarse con Stephen-. Tengo dos cuñadas de mi primer matrimonio y tres por parte de Elliott, pero siempre hay sitio para más. No hay nada más maravilloso que la familia, ¿verdad?
Empezó a pensar con cierta melancolía que no lo había. Las hermanas de Stephen no se atosigaban entre sí. Cada una tenía su propia vida y residían en diferentes partes del país, salvo en primavera, cuando se encontraban en Londres durante las sesiones parlamentarias y la temporada social. Sin embargo, tenían una relación tan estrecha que se le encogía el corazón de envidia y anhelo.
Durante esa semana conoció a la vizcondesa de Burden y a la condesa de Lanting, cuñadas de Vanessa y de Katherine respectivamente, y ellas también declararon estar ansiosas por darle la bienvenida a su extensa familia.
Sí, la familia y la fraternidad eran bienes muy valiosos.
Y la vida era muy ajetreada.
Ni siquiera en casa tenía tranquilidad.
William era un hombre rico. Además de lo que había recibido como herencia por parte de su padre, a lo largo de los años pasados en Canadá y Estados Unidos había amasado una considerable fortuna gracias al comercio de pieles. Y estaba preparado para sentar cabeza. Quería comprar una propiedad, convertirse en un caballero con tierras, acompañado por Mary y por la familia que ya habían creado.
Sin embargo, Mary se negó en redondo a marcharse. Según ella, habría estado vagando por los caminos de Inglaterra sin un techo bajo el que cobijarse o habría acabado en prisión por vagabunda de no ser por la amabilidad de lady Paget, que aunque bien sabía Dios que apenas tenía para cubrir sus necesidades cuando se marchó de Carmel House, se las había llevado a Belinda y a ella (por no hablar de Roger). Añadió que no iba a abandonar a su señora de un día para otro solo porque Billy hubiera regresado; o al menos que no lo haría hasta que estuviera casada con lord Merton, que era un caballero de los pies a la cabeza a pesar de lo que había hecho cuando la conoció… aunque apostilló que todo fue porque se enamoró de ella, porque ¿quién no se enamoraría de lady Paget con lo guapa que era? En su opinión, el conde había expiado sus pecados de sobra. Y si lady Paget decidía no casarse con el conde, aunque sería absurdo que no lo hiciera y ella no era nadie para juzgar a sus superiores, mucho menos para llamarlos tontos, se quedaría con ella hasta que recibiera su dinero y se hubiera mudado a otra casa con buenos criados. Eso sí, dejó bien claro que quería ver a esos criados con sus propios ojos antes de nada, porque a saber qué clase de gentuza había en Londres que se creía capaz de cocinar y de limpiar para una dama. De modo que decidió quedarse donde estaba y le dijo a Billy que si no le gustaba y quería irse en busca de tierras antes de que ella estuviera lista para marcharse con él, que lo hiciera.
Cada vez que Mary soltaba esa parrafada o alguna variante, acababa con la cara tapada con el delantal, hecha un mar de lágrimas, y William le ofrecía un hombro sobre el que llorar mientras le daba palmaditas en la espalda, sonreía y le aseguraba que no pensaba irse a ningún sitio antes de que Cassie tuviera el futuro resuelto. Después le decía que era tonta si pensaba que iba a marcharse sin ella.
El caso de Alice era muy parecido. Regresó de Kent con diez años menos encima. Le brillaban los ojos. Al igual que las mejillas. Toda ella brillaba.
– Cassie -dijo su antigua institutriz a los diez minutos de entrar en la casa-, Alian tiene una familia maravillosa. Son un grupo muy unido, pero me han abierto los brazos y me han ofrecido su amistad. De hecho, mucho más que amistad. Me han tratado como a una más de la familia.
Así que Alian… pensó ella.
– Me alegro muchísimo -le dijo-. ¿Eso quiere decir que vas a seguir viendo al señor Golding?
– El muy tonto quiere que me case con él -contestó Alice.
– Desde luego que es tonto -convino-. ¿Has aceptado?
– No -respondió Alice, que dejó la taza en el platillo con un golpecito antes de habérsela llevado siquiera a los labios.
– ¿No?
– No -repitió Alice con firmeza-. Le he pedido un poco de tiempo para meditar mi respuesta.
– Supongo que por mi culpa -aventuró ella tras soltar la taza y el platillo en la mesita auxiliar que tenía al lado.
Alice apretó los labios, pero no negó sus palabras.
– Alice, si Mary y tú me obligáis a casarme con Stephen -le dijo con una severidad que no tuvo que fingir-, no os lo perdonaré en la vida.
La expresión de su antigua institutriz se tornó aún más obstinada.
– Por supuesto, cualquiera de las dos negará haber hecho algo así -continuó-. Solo estáis posponiendo vuestro futuro, incluso rechazándolo de plano, por si yo no me caso con él. No pienso permitir semejante tiranía. Os lo aviso, y lo hago muy en serio. Si ese es el caso, os despido a las dos.
– ¿Que vas a despedirnos? -Replicó Alice-. ¿Cómo? No he recibido un sueldo desde hace casi un año. Creo que eso quiere decir que ya no trabajo para ti, Cassie. Solo soy tu amiga. No puedes despedir a tus amigas. Y si intentas librarte de Mary, se limitará a echarte un buen sermón antes de ponerse a llorar como una Magdalena, y acabarás sintiéndote fatal. Después, se empecinará en quedarse y no aceptará que le pagues, y tú te sentirás todavía peor. Y el señor Belmont se quedará con ella porque, y eso lo honra, está enamorado de la muchacha… y quiere mucho a Belinda. Y te pasarás el día tropezándote con él mientras arregla todos los desperfectos de esta casa. Una tarea interminable, que lo sepas. Al final, te sentirás tan mal que no podrás dormir por los remordimientos, que lo sepas.
Meneó la cabeza al escuchar a Alice y cogió de nuevo la taza y el platillo.
– Voy a mudarme a una casita con un solo dormitorio donde solo habrá sitio para mí -le dijo.
Y después de decir la última palabra, apuró el té con cierta satisfacción.
¿Por qué Alice y Mary se habían puesto de repente de parte de Stephen cuando apenas dos semanas antes lo veían como al mismísimo demonio? Claro que eso había sido antes de conocerlo. ¿Cómo iba a resistirse una mujer a ese aire angelical una vez que lo veía de cerca? ¿Cómo iba a resistirse una mujer cuando utilizaba su encanto con ella? Stephen jugaba sucio. Porque cada vez que iba a la casa a verla, y lo hacía a diario, charlaba con Mary y le sonreía, y después hacía lo mismo con Alice.
Stephen jugaba muy sucio. Porque ella también tenía que ver su apostura todos los días y todos los días estaba expuesta a su encanto. Y además contaba con recuerdos de algo más que su apostura y su encanto.
En el fondo de su mente se repetía constantemente la misma pregunta: ¿por qué no casarse si estaba loca e irremediablemente enamorada de él?
No había matado a Nigel y Stephen lo sabía. No era tan tonta como para seguir creyendo que todos los hombres tenían el alma podrida. Había tenido la desgracia de casarse con uno aquejado de una triste enfermedad, tan destructiva para sí mismo como para los que lo rodeaban. No había sido culpa suya que Nigel no se recuperara de su enfermedad. Como tampoco habían sido culpa suya las palizas recibidas, si bien a lo largo de su matrimonio se había culpado.
No había un motivo concreto por el que no debiera casarse con Stephen y buscar un poco de felicidad tras años de aflicción. Salvo que se sentía utilizada, sucia y cansada del mundo, y Stephen parecía todo lo contrario. Era incapaz de convencerse de que al casarse con él no le estaría haciendo daño de alguna manera. De que no le estaría robando un poco de su luz.