– Te he querido casi desde el primer momento -confesó ella-. Pero, Stephen, es tan injusto que…
Volvió a besarla con brusquedad y después la miró con una sonrisa.
Ella se la devolvió, aunque de forma un tanto trémula.
– ¿Te ha visto algún médico? -le preguntó Stephen.
– No.
– Mañana, entonces -dijo-. Le diré a Meg que te acompañe.
– Se escandalizará cuando se entere -protestó.
– No conoces a mis hermanas muy bien, ¿verdad? -replicó él.
Cassandra apoyó la frente en su barbilla.
– Cass -dijo, abrumado de nuevo por el pánico-, te mantendré a salvo, te lo juro.
Una promesa absurda cuando sería ella quien tuviera que pasar el embarazo y, si todo salía como él esperaba, el parto.
Con razón muchas mujeres tildaban a los hombres de ser criaturas desvalidas e inútiles.
– Sé que lo harás -la oyó decir mientras lo abrazaba-. ¡Ay, Stephen! No quería que las cosas fueran así, pero te quiero. Y me esforzaré para que no te arrepientas de nada.
Volvió a besarla.
La cabeza le daba vueltas. Ya estaba hecho. Y nada había salido según lo planeado. No lo había aceptado como consecuencia de su insistente cortejo, sino porque hacía ya más de un mes se había dejado seducir una noche por ella y había accedido a ser su protector porque ella estaba desamparada y él enfadado.
Un comienzo poco prometedor.
Un comienzo que había dado lugar a una nueva vida.
Un comienzo un tanto sórdido gracias al cual habían descubierto el amor y la pasión.
La vida era extraña.
El amor lo era todavía más.
Cass iba a convertirse en su esposa. Porque estaba embarazada. Y porque lo amaba. Iban a casarse.
Se echó a reír, la aferró por la cintura y la levantó en vilo para hacerla girar hasta escuchar sus carcajadas.
CAPÍTULO 22
Cassandra llegó a Warren Hall, la casa solariega de Stephen en Hampshire, un soleado y fresco día de julio. Hasta el día de su boda se alojaría en Finchley Park, una de las propiedades del duque de Moreland situada a unos cuantos kilómetros, pero Stephen quería llevarla en primer lugar a Warren Hall. Quería enseñarle el que sería su hogar.
Cassandra se enamoró en cuanto el carruaje pasó entre los altos pilares de piedra que marcaban la entrada a la propiedad. El camino atravesaba una espesa arboleda, y por un instante la asaltó una sensación de paz y tranquilidad, y, por extraño que pareciera, también tuvo la impresión de que había llegado a casa. Quizá fuera porque tenía los dedos entrelazados con los de Stephen y la felicidad de este por estar allí era obvia.
– Ha sido mi hogar durante ocho años -dijo él con la atención dividida entre el paisaje que iban dejando atrás y ella-. No crecí aquí. Pero experimenté una inmediata sensación de… afinidad cuando vi la casa por primera vez. Como si me hubiera estado esperando toda la vida.
– Sí. -Volvió la cabeza para mirarlo con una sonrisa-. Creo que también me ha estado esperando a mí, Stephen, o espero que lo haya estado haciendo. Tengo la impresión de que he estado aguardando todo este tiempo a que mi vida comenzara, y ahora, a la avanzada edad de veintiocho años, me asalta la extraña sensación de que por fin lo está haciendo. No está a punto de empezar, sino que está empezando. Hablo en presente, no en futuro. ¿Te has parado a pensar que gran parte de nuestra vida sucede en el futuro y, por tanto, no es una vida real?
Solo con Stephen podía hablar de esa manera y estar segura de que la entendía. El futuro había sido la única faceta de su vida que parecía tolerable. Sin embargo, en algunas ocasiones incluso el futuro se había visto truncado y ella se había quedado sin esperanza. Sumida en la desesperación. Pero eso se acabó. Por una vez en la vida estaba viviendo el presente y disfrutándolo a cada paso.
Stephen le dio un apretón en la mano.
– A veces parece que todas las cosas buenas de la vida suceden debido a la desgracia de otras personas -comentó él-. Jonathan Huxtable tuvo que morir a los dieciséis años y Con tuvo que nacer ilegítimo para que yo heredara el título.
– ¿Jonathan era su hermano? -le preguntó.
– Padecía una especie de… enfermedad -dijo Stephen-. Con me confesó una vez que su padre lo llamaba imbécil. Pero también me dijo que Jonathan era puro amor. No me refiero a que quisiera mucho a la gente, Cass, sino a que era el amor en sí mismo. Ojalá hubiera podido conocerlo.
– Lo mismo digo -le aseguró ella, que le devolvió el apretón-. ¿Cómo murió?
– Mientras dormía -contestó Stephen-. La noche de su decimosexto cumpleaños. Al parecer ya había sobrepasado la esperanza de vida que pronosticaron los médicos. Con dice que Jonathan me habría querido… a mí, a la persona que ocuparía su lugar cuando él muriese. ¿A que es raro?
– Creo que empiezo a comprender que el amor siempre es raro -replicó ella.
Sin embargo, no tuvieron tiempo de seguir debatiendo esa idea. El carruaje había dejado atrás la arboleda y cuando Cassandra miró por la ventanilla alcanzó a ver la mansión, un enorme edificio de planta cuadrada y color gris, con una cúpula, un gran pórtico y unos escalones de piedra que conducían a la puerta principal. Delante de la mansión se extendía una especie de terraza delimitada por una balaustrada de piedra desde la que descendía una escalinata a través de la cual se accedía a un espacioso jardín de floridos parterres, rodeado por senderos y setos bajos.
– ¡Oh! -exclamó-. Es preciosa.
¿Sería posible que esa casa fuera a convertirse en su hogar? A su mente acudió el fugaz recuerdo del esplendor apabullante de Carmel House, que siempre le había parecido algo lóbrego y opresivo, incluso durante los seis primeros meses de su matrimonio. Desterró los recuerdos. Ya no tenían la menor importancia. Los recuerdos eran el pasado. Y ella estaba viviendo el presente.
– Lo es, ¿verdad? -Replicó Stephen, que parecía complacido y nervioso a la vez-. Y dentro de dos semanas tendrá una nueva condesa.
Stephen había comprado una licencia especial para no tener que esperar a que corrieran las amonestaciones. Sin embargo, había propuesto que esperasen dos semanas en vez de casarse de inmediato. Tal vez deberían casarse sin más dilación dadas las circunstancias, pero él quería que su boda fuera un momento memorable, quería celebrarla rodeado de familiares y amigos. Y también quería, si a ella no le importaba, casarse en la capilla de Warren Hall en vez de hacerlo en Londres o en la iglesia del pueblo.
A ella no le había importado la espera, aunque le apenaba la escasez de familiares y amigos por su parte. Claro que los pocos que tenía la acompañarían ese día. Wesley iba a asistir; de hecho, se había marchado directamente a Finchley Park con los duques y se verían esa noche. Alice y el señor Golding, al igual que Mary, William y Belinda, llegarían la víspera de la ceremonia.
Todos los familiares de Stephen iban a asistir a la boda. También lo harían la madre del duque de Moreland, su hermana menor acompañada de su esposo y sir Graham y lady Carling, además de la hermana de lord Montford y su marido. Y el señor Huxtable, por supuesto. Y sir Humphrey y lady Dew, que llegarían desde Rundle Park, una propiedad cerca de Throckbridge, en Shropshire, acompañados de sus hijas y sus yernos, y del vicario de Throckbridge, que había sido el tutor de Stephen hasta que cumplió los diecisiete años.
Según él, los Dew habían sido como de la familia para los Huxtable mientras vivieron en Throckbridge. Le habían permitido montar los caballos de sus establos. Vanessa había estado casada con el hijo menor durante un año, hasta que murió de tuberculosis. De hecho, consideraban a los hijos de Vanessa como sus propios nietos.
– Una nueva condesa -repitió ella-. La condesa de Merton. Será un placer deshacerme del personaje de lady Paget, Stephen. Es el único motivo por el que me caso contigo, por supuesto. -Lo miró a los ojos y se echó a reír.