No sabiendo a donde ir, las calles me llevaban, como cuando me dejo llevar por una vereda en el campo. Frente al jinete de bronce arrancaba una calle larga y recta que terminaba en la cúpula, también de bronce verdoso, de una iglesia con letreros dorados en latín y estatuas de santos, de guerreros y de individuos con levitas en las cornisas. La iglesia se parecía a esas iglesias barrocas de Roma tan iguales entre sí que tienen un aire antipático de sucursales de algo, de oficinas vaticanas y bancadas de la gracia de Dios.
Pero una de las estatuas que se erguía sobre aquella fachada era indudablemente la de Sören Kierkegaard. Jorobado, como al acecho, con las manos a la espalda, no tenía esa actitud de elevación o de inmovilidad definitiva que suele haber en las estatuas. Después de muerto, al cabo de siglo y medio de habitar en la inmortalidad oficial, de codearse con todos aquellos solemnes héroes, santos, generales y tribunos del panteón histórico de Dinamarca, Kierkegaard, su estatua, seguía manteniendo un ademán transeúnte, fugitivo, huraño, un desasosiego de ir caminando solo por una ciudad cerrada y hostil y de mirar de soslayo a la gente a la que despreciaba, y que lo despreciaba todavía más a él, no sólo por su joroba y su cabezón, sino por la extravagancia incomprensible de sus escritos, de su furiosa fe bíblica, tan desterrado y apátrida en su ciudad natal como si se hubiera visto forzado a vivir al otro lado del mundo.
Busqué el camino de vuelta al hotel. Al cabo de menos de una hora el editor -a quien en realidad tampoco conocía demasiado- vendría a recogerme. En una calle larga y burguesa, con tiendas de ropa y de antigüedades, vi un tejadillo que sobresalía más bien absurdamente de una pared encalada o pintada de blanco, en la que había una puerta de madera con herrajes y llamador, y una ventana enrejada y con geranios. Yo, que me sentía tan lejos de todo recorriendo un sábado por la tarde las calles vacías de Copenhague, había encontrado un sitio español que se llamaba Pepe's Bar.
Aquella mujer estaba sentada junto a mí en la gran mesa oval de la Unión de Escritores. Me ha ocurrido otras veces: el almuerzo era en mi honor, pero nadie reparaba mucho en mi presencia. Delante de cada uno de nosotros había una tarjeta con nuestros nombres. El de la mujer era en sí mismo un enigma, una promesa cifrada: Camille Pedersen-Safra. No puedo resistirme al imán de los nombres: la mujer me dijo que había nacido en Francia, en una familia judía de origen español. Pedersen era su apellido de casada. Mientras los demás conversaban calurosamente y se reían, aliviados de no tener que darle conversación a un extranjero del que no sabían nada, me contó que ella y su madre se habían escapado de Francia en vísperas de la caída de París, en la gran desbandada de junio de 1940. Sólo volvieron al país una vez, en el otoño de 1944, y se dieron cuenta las dos de que en tan pocos años habían dejado de pertenecer a su patria de origen, de la que habrían sido deportadas hacia los campos de exterminio si no hubiesen escapado a tiempo: por gratitud, ya eran danesas. También Dinamarca había sido ocupada por los alemanes, y sometida a las mismas leyes antijudías que Francia, pero las autoridades danesas, a diferencia del gobierno francés de Vichy, no habían colaborado en el aislamiento y la deportación de los judíos, y ni siquiera les hicieron cumplir la obligación de llevar una estrella amarilla.
Camille Safra tenía unos seis años en el momento de la huida de Francia: recordaba el desagrado de que su madre la despertara sacudiéndola cuando aún era muy de noche y la sensación rara, cálida y gustosa, de viajar envuelta en mantas en el remolque de un camión, bajo un toldo en el que golpeaba la lluvia. Recordaba también haber dormido en cocinas o zaguanes de casas que no eran la suya, en las que olía muy fuerte a manzanas y a heno, y le venían imágenes a veces de misteriosos itinerarios por caminos rurales bajo la Luna, durmiéndose en brazos de su madre, bajo el abrigo de un chal de lana húmeda, escuchando el traqueteo de un carro y los cascos lentos de un caballo. Recordaba o soñaba luces aisladas en esquinas, en ventanas de granjas, luces rojas de locomotoras, sucesiones de luces en las ventanillas de trenes a los que ella y su madre no llegaban a subir.
En su memoria el viaje al exilio tenía toda la dulzura del bienestar infantil, del modo en que los niños se instalan confortablemente en lo excepcional y dan a las cosas dimensiones que los adultos desconocen y que no tienen nada que ver con lo que éstos viven y recuerdan. Cuando se marchó de Francia, Camille Safra aún vivía sumergida en las irrealidades y en las mitologías de la primera infancia: a los diez u once años, cuando ella y su madre regresaron, su razón adulta ya estaba prácticamente establecida. El primer viaje lo recordaba como un sueño, y había sin duda partes de sueños o de cuentos que se habían infiltrado en su memoria como hechos reales. Del regreso desde Dinamarca conservaba imágenes exactas, teñidas de una tristeza que era el reverso de la misteriosa felicidad de la otra vez.
Era una mujer pelirroja, ancha, enérgica, muy descuidada en su manera de vestir, con unos rasgos más centroeuropeos que latinos que la edad ya estaba exagerando. He visto señoras judías muy parecidas a ella en Estados Unidos y en Buenos Aires: mujeres de cierta edad, entradas en carnes, vestidas con negligencia, con los labios pintados. Fumaba mucho, cigarrillos sin filtro, conversaba con brillantez, saltando entre el inglés y el francés según sus necesidades o sus limitaciones expresivas, y bebía cerveza con una excelente desenvoltura escandinava. Hacía crónicas sobre libros en un periódico y en una emisora de radio. El editor que me había llevado a la comida y que en el calor de la conversación y la cerveza no parecía acordarse ya mucho de mí me había dicho al presentármela que tenía mucho prestigio, que una crítica favorable suya era muy importante para un libro, sobre todo de un autor extranjero y desconocido en el país. Yo tenía la convicción firme y melancólica de que el libro por el que me habían llevado a Copenhague no atraería a ningún lector danés, de modo que sentía remordimientos anticipados por el mal negocio que aquel editor estaba haciendo conmigo, y le disculpaba, y hasta le agradecía, que en el almuerzo de la Unión de Escritores me hubiera abandonado a mi suerte. Comprendía también que la convocatoria no había sido precisamente un éxito: habías varias mesas más en el gran comedor con pinturas mitológicas y ventanales que daban a una calle por la que de vez en cuando pasaba lentamente un barco. Antes de servirnos la comida, los camareros habían quitado los cubiertos de las mesas vacías.
Me carcomían mezquinamente esas observaciones mientras Camille Safra seguía hablándome, y notaba con algo de agravio que a lo largo de conversación aún no me había dicho ni una palabra sobre mi libro en danés. Me dijo que su madre había muerto unos meses atrás, en Copenhague, y que en la última conversación que había mantenido con ella las dos se acordaron de aquel viaje a Francia, sobre todo de algo que les había ocurrido una noche en un hotel de una ciudad pequeña, próxima a Lyon.
Buscaban a sus parientes. Muy pocos habían sobrevivido. Antiguos vecinos y conocidos las miraban con desconfianza, con abierto rechazo, como temiendo que hubieran regresado para reclamar algo, para acusar o pedir cuentas. A aquella ciudad cercana a Lyon -Camille Safra no me dijo su nombre- su madre la llevó porque alguien le había dicho que una hermana suya se refugió en ella a principios de 1943, y no constaba que la hubieran detenido, aunque tampoco se sabía nada sobre su paradero, ni llegó nunca a saberse. La gente desaparecía en ese tiempo, dijo Camille Safra, se le perdía el rastro, no constaba su nombre en ninguna parte, en ninguna lista de deportados, ni de regresados, ni de muertos. Llegaron muy de mañana en un tren, desayunaron café frío y pan negro con mantequilla rancia en la cantina de la estación, preguntaron a algunas personas madrugadoras y hurañas que las miraban con desconfianza y se negaban a dar las explicaciones más simples, por miedo a comprometerse, en aquellos tiempos de la depuración.