Me adormilé un rato, en el confort alemán de la habitación, que era pequeña y tenía vigas en el techo y el suelo de madera bruñida, como en el dibujo de un cuento, echándome encima uno de esos edredones ligeros y cálidos que no hay en ninguna otra parte del mundo, recostado en la almohada grande, mullida, olorosa a lavanda, pero no quería abandonarme al sueño, porque era temprano, aunque ya estaba anocheciendo, y si me dormía ahora podría despertarme plenamente despejado a las dos de la madrugada, y pasarme el resto de la noche en uno de esos insomnios temibles de habitación de hotel. Bajé al vestíbulo tomando la precaución de comprobar que no rondaba por las proximidades ninguno de mis anfitriones, y al salir a la calle también miré a un lado y a otro, acordándome de los espías en las novelas de John le Carré que leí tanto de joven, hombres comunes con gafas y abrigo que caminan por pequeñas ciudades alemanas y se vuelven de vez en cuando y miran en los espejos de los coches aparcados para comprobar que no les persigue un agente de la Stasi. Había una niebla fría en el aire, una humedad y un olor a río y a vegetación empapada. Según caminaba iba recuperándome del cansancio y la somnolencia, notando ese principio de euforia que suele animarme cuando salgo del hotel a las calles de una ciudad extranjera y no tengo por delante ninguna obligación. Soy todo ojos, no soy nadie y nadie me conoce, y si voy contigo paseamos abrazados con una gozosa ligereza que nos devuelve a los primeros días que estuvimos juntos, porque esa ciudad a la que hemos llegado es tan nueva y tan prometedora como lo fue la nuestra cuando tenía la misma claridad inaugural que nuestra vida recién comenzada de amantes.
Recuerdo muy pocas cosas, muy nítidas: una calle adoquinada, con casas de tejados en punta a los dos lados, tejados de pizarra y vigas de madera cruzándose en las fachadas, pequeñas ventanas con postigos de madera entornados, a través de los cuales se veían interiores iluminados, forrados de madera, de libros. Me acuerdo del rumor sigiloso de las bicicletas, la vibración de los radios al girar en el silencio de la calle sin coches y el roce adhesivo de los neumáticos sobre los adoquines húmedos. Escuchaba a mi espalda la nota aguda de un timbre y enseguida me adelantaba un ciclista apacible, hombre o mujer, y no necesariamente joven, a veces una señora de pelo blanco y gafas y sombrero anticuado, o un ejecutivo de traje azul marino bajo el impermeable. Vi torres góticas con relojes dorados y tranvías que cruzaban al fondo de una calle en un silencio casi tan fantasmal como el de las bicicletas. En una esquina me llamó la atención el escaparate muy iluminado de una pastelería, de la que llegaba hasta la calle un ruido denso y jovial, aunque también amortiguado, como forrado en la quietud general de la ciudad, conversaciones y tintineo de cucharillas y de tazas, y un aroma caliente de obrador, muy nítido en el aire tan frío, de chocolate y café. Porque tenía hambre y me había ido quedando aterido durante el paseo tan largo vencí la timidez que tantas veces me impide entrar solo en un local lleno de gente, el apocamiento español que se me acentúa si estoy en un país extranjero. Debía de ser una pastelería de principios de siglo, conservada intacta, con escayolas y dorados como de barroquismo austrohúngaro, con espejos enmarcados en caoba y arañas de salón de baile, con veladores de mármol y delgadas columnas de hierro pintadas de blanco, con un brillo de purpurina en los capiteles. Había bastidores con anchos periódicos alemanes muy tupidos de letra que parecían también periódicos de principios de siglo, o al menos de la guerra de 1914. Las camareras iban vestidas con justillos blancos escotados y faldones antiguos, peinadas con rodetes o trenzas sujetas a las sienes, y eran rubias y de caras coloradas y redondas, y se movían veloces y un poco sofocadas entre las mesas llenas de gente, sosteniendo en alto con una sola mano bandejas muy cargadas de teteras y jarras de porcelana con café o chocolate y porciones de tartas, las tartas cuantiosas, exquisitas que relucían en las vitrinas, en una variedad que yo no había visto nunca, ni he vuelto a ver después.