Cruzando por aquellos parajes despoblados el autobús ya casi vacío iba mucho más rápido, y el conductor de vez en cuando se volvía para mirarnos o estudiaba nuestra rareza en el retrovisor. Habíamos pasado junto a una plaza ajardinada a la manera francesa que tenía en el centro una estatua en bronce de Duke Ellington. El pedestal era como el filo de un escenario, y Duke Ellington, recto y con smoking, se apoyaba en un piano de gran cola también fundido en bronce. (Ahora no sé si he visto de verdad o si me acuerdo que alguien me ha contado que en otro lugar de Nueva York hay una estatua de Duke Ellington montado a caballo.) Hacía ya más de una hora que habíamos subido al autobús, en la parada de Union Square. Pero estábamos tan lejos y habíamos viajado tan despacio que parecía que lleváramos mucho más tiempo, y tampoco había indicios de que fuéramos a llegar pronto a nuestro destino, la calle ciento cincuenta y cinco. Extranjeros en la ciudad, ahora lo éramos doblemente y por añadidura en esos barrios que nunca habíamos visitado, y en los que no estábamos seguros de encontrar nuestro camino.
La parada de la calle ciento cincuenta y cinco estaba en la esquina de una avenida muy ancha, con edificios no muy altos y dispersos, con una sugestión de soledad y de límite acentuada por la grisura del día, por las tapias bajas de los descampados. No había por los alrededores nadie a quien preguntarle. Casas pobres, iglesias, tiendas cerradas, una bandera americana ondeando sobre un edificio de ladrillo con un aire a la vez desastrado y oficial. De pronto nos ganaba el desánimo y el miedo a habernos perdido, quizás a encontrarnos de un momento a otro en una zona peligrosa, dos turistas extranjeros que se distinguen a la legua y no saben dónde están, que advierten con aprensión que entre los pocos coches que circulan no se ve la mancha amarillo fuerte de ningún taxi.
Caminamos ahora junto a las tapias de un gran cementerio que al principio nos pareció un parque o un bosque. Hacia el oeste se intuyen las vastas lejanías del Hudson, y en una encrucijada, donde termina el cementerio, se ve al otro lado de la avenida, como una aparición o un espejismo, el edificio que veníamos buscando, imponente y neoclásico, no menos raro que nosotros en este paisaje periférico, la sede de la Hispanic Society of Americ, donde nos han contado que hay cuadros de Velázquez y de Goya, y una gran biblioteca que nadie visita, porque quién va a venir a este lugar, tan lejos de todo, en un barrio que desde el sur de Manhattan es fácil imaginar devastado y peligroso.
Hay una verja, y tras ella un patio con estatuas, entre dos edificios con cornisas de mármol y columnas, con nombres españoles tallados a lo largo de la fachada. Hay una enfática estatua ecuestre del Cid, y en el muro de uno de los edificios un gran bajorrelieve de don Quijote montado sobre Rocinante, jinete y cabalgadura igualmente derrotados y esqueléticos. Junto a la puerta de entrada, una mujer de pelo blanco sujeto con un pasador y aspecto general de abandono fuma un cigarrillo, con esa actitud entre obstinada y furtiva de los fumadores americanos que han de salir a la intemperie para aspirar unas caladas, defendiéndose del frío junto a alguna columna o al abrigo de un ángulo del edificio, dando chupadas rápidas al cigarrillo y disimulándolo luego, temerosos de la censura de quienes pasan a su lado. La mujer nos mira un instante, y luego recordaremos los dos que nos impresionaron sus ojos, que brillaban como ascuas en su cara ajada como detrás de una máscara, los ojos vivos y fieros de una mujer mucho más joven que su aspecto físico, una empleada o secretaria americana ya cerca de la jubilación, que vive sola y no se ocupa mucho de arreglarse, que se corta el pelo de cualquier modo y lleva jerseys oscuros y pantalones de hombre, zapatos entre ortopédicos y deportivos, gafas sujetas con una cadenilla, y que se ha quedado tan antigua que ni siquiera prescindió del hábito de fumar.
En el vestíbulo buscamos en vano la taquilla. Un portero viejo y fornido que está sentado con perezosa despreocupación en un sillón frailuno nos indica que podemos pasar tranquilamente, y por su cara y su actitud y el acento con que habla inglés se nota enseguida que es cubano. Lleva una chaqueta de uniforme gris, parecida a la de un bedel español, una chaqueta de bedel español de hace muchos años, deteriorada tras una larga veteranía, tras muchos trienios de soñolienta holganza administrativa. Nada más pisar el vestíbulo notamos con aprensión que a este lugar no viene casi nadie, y que todo en él sufre un desgaste uniforme, el de las cosas que no se renuevan, que siguen durando cuando ya están gastadas y se han quedado obsoletas, aunque todavía puedan usarse. El cartel con los horarios, pegado al cristal de la entrada, está impreso en una tipografía antigua, y se ha ido poniendo amarillento, obedeciendo al mismo principio de erosión lenta del tiempo que la chaqueta del portero, o que las fotos enmarcadas que en el interior de una vitrina recuerdan la fundación, en los años veinte, de la Hispanic Society, los grandes automóviles negros de las autoridades españolas y americanas que asistieron a la inauguración, el edificio entonces alzado en un espacio en el que no había nada más, arrogante y blanco en el clasicismo de su arquitectura, sus mármoles recién pulidos brillando con el resplandor de lo muy nuevo, de lo que parecía tener delante un porvenir triunfal. En el cielo, sobre las cabezas cubiertas con chisteras y sombreros de paja, se ve un aeroplano que sería entonces tan vertiginosamente moderno como los automóviles de los caballeros y damas que concurren a la inauguración. Pero el cartón de las fotos se ha combado, y en las esquinas interiores de los marcos se ven mordeduras diminutas de polillas.
Dónde estamos ahora, adonde hemos llegado cuando entramos en un vasto salón sombrío que tiene algo de patio de palacio español, con maderas labradas de sillerías platerescas y arcos de una piedra oscura rojiza que se ensombrece más por la poca luz del día, filtrada por las vidrieras del techo. El espacio nos niega una identificación precisa, porque podría ser no sólo del patio de un palacio sobre el que se abren galerías, sino también la sacristía desordenada e inmensa de una catedral, o el almacén de un museo cuya naturaleza exacta es tan confusa como sus normas organizativas, o como el principio que rige las adquisiciones. A principios de siglo el millonario Archer Milton Huntington, poseído por una insensata pasión de españolismo romántico, de erudición insaciable y omnívora, recorría el país comprándolo todo, comprando cualquier cosa, lo mismo el coro de una catedral que un cántaro de barro vidriado, cuadros de Velázquez y de Goya y casullas de obispos, hachas paleolíticas, flechas de bronce, Cristos ensangrentados de Semana Santa, custodias de plata maciza, azulejos de cerámica valenciana, pergaminos iluminados del Apocalipsis, un ejemplar de la primera edición de La Celestina, los Diálogos de Amor de Judá Abravanel, llamado León Hebreo, judío español refugiado en Italia, el Amadís de Gaula de 1519, la Biblia traducida al castellano por Yom Tob Arias, hijo de Levi Arias, ypublicada en Ferrara en 1513, porque en España ya no podría publicarse, el primer Lazarillo, el Palmerín de Inglaterra en la misma edición que hubo de haber leído don Quijote, la primera edición de La Galatea, las ampliaciones sucesivas del temible Index Librorum Prohibitorum, el Quijote de 1605, y tantos otros libros y manuscritos españoles que nadie apreciaba y que fueron vendidos a cualquier precio a aquel hombre que viajaba en automóvil por los caminos imposibles del país y vivía en un trance perpetuo de entusiasmo hacia todo, de prodigiosa gula adquisitiva, el multimillonario Mr. Huntington, yendo de un lado a otro con su violenta energía americana, por los pueblos muertos y rurales de Castilla, siguiendo la ruta del Cid, comprando cualquier cosa y dando órdenes expeditivas para que se la envíen a América, cuadros, tapices, rejerías, retablos enteros, desechos de la enfática gloria española, reliquias de opulencia eclesiástica, pero también testimonios de la menesterosa vida popular, los platos de barro en que los pobres tomarían sus gachas de trigo y los botijos gracias a los cuales probaban el lujo del agua fresca en los secanos interiores. Dirigió excavaciones arqueológicas en Itálica y le compró de un solo golpe al tronado marqués de Jerez de los Caballeros su colección de diez mil volúmenes. Y para albergar todo el desaforado botín de sus viajes por España construyó este palacio, en un extremo de Manhattan al que nunca llegó la prosperidad ni la fiebre especulativa que tal vez el señor Huntington había anticipado: todo está en los muros, en las vitrinas, en los rincones, cada cosa con una etiqueta sumaria, fecha y lugar de origen, siempre escrita en papel amarillento, mosaicos romanos y candiles de aceite, cuencos neolíticos, espadas medievales, vírgenes góticas, como un Rastro en el que han ido a parar, arrastrados en la confusión de la gran riada del tiempo, todos los testimonios y las herencias del pasado, los despojos de las casas de los ricos y de las de los pobres, los oros de las iglesias, los bargueños de los salones, las tenazas con las que se atizó el fuego y los tapices y los cuadros que colgaron en los muros de iglesias ahora abandonadas y saqueadas y palacios que tal vez ya no existen, las lápidas casi borradas de las tumbas de los poderosos y las pilas de mármol que contenían el agua bendita en la penumbra fría de las capillas. Y también los nombres, nombres sonoros de lugares españoles en las etiquetas de las vitrinas, y entre ellos, de pronto, junto a un lebrillo de barro verde y vidriado que reconozco enseguida, el nombre de mi ciudad natal, donde aún había, cuando yo era niño, un barrio de los alfareros en el que los hornos seguían siendo iguales a los de los tiempos de los musulmanes, una calle ancha y soleada que se llama la calle Valencia y desembocaba en el campo. De allí vino este lebrillo que ahora te señalo detrás de un cristal en una de las estancias solitarias de la Hispanic Society de Nueva York, y que en esta lejanía me devuelve al corazón exacto de la infancia: en el centro tiene el dibujo de un gallo, rodeado por un círculo, y al mirarlo casi noto en las yemas de los dedos la superficie vidriada de la cerámica y la protuberancia de las líneas del dibujo, que es un gallo inmemorial y también parece un gallo de Picasso, y se repetía en los platos y en los lebrillos de mi casa, y también en la panza de las vasijas para el agua. Me acuerdo de los grandes lebrillos en los que las mujeres amasaban la carne picada y las especias para los embutidos de la matanza, de los platos de barro sobre los que se cortaba el tomate y el pimiento verde de las ensaladas, bodegones austeros y sabrosos de la comida popular. Esos objetos habían estado siempre en las mesas y en las alacenas de las casas y parecía que tuvieran casi los atributos de una perennidad litúrgica, y sin embargo desaparecieron en muy poco tiempo, apenas unos años, desplazados por la invasión de los plásticos y de las vajillas industriales. Se han ido como las casas en cuya honda penumbra brillaban sus formas anchas y curvadas, y como los muertos que habitaron en ellas.