A mí también me trae recuerdos ese lebrillo, dice muy cerca de nosotros la mujer a la que vimos fumando en la puerta. Se disculpa por interrumpirnos, por haber estado escuchando: he reconocido su acento, yo viví hace mucho tiempo en esa ciudad. Su voz es casi tan joven como sus ojos, igual de ajena a la edad inscrita en los rasgos de la cara y a la negligencia americana de su manera de vestir. Trabajo en la biblioteca, si les interesa tendré mucho gusto en enseñársela. Hay tantos tesoros, y lo sabe tan poca gente. Vienen de vez en cuando profesores, gente muy sabia que estudia cosas españolas, pero pueden pasar semanas, hasta meses enteros sin que nadie se acerque a preguntarme por un libro. Quién va a venir tan lejos, quién va a imaginarse que aquí hay cuadros de Velázquez, del Greco, de Goya, tan cerca del Bronx, que tenemos guardados el primer Lazarillo y el primer Quijote y La Celestina de 1499. Los turistas llegan hasta la calle noventa para ver el Guggenheim y se imaginan que lo que hay más allá es un mundo tan desconocido y peligroso como el corazón de África. Yo vivo cerca de aquí, en un vecindario de cubanos y dominicanos donde no se oye hablar inglés. Debajo de mi apartamento hay una casa de comidas cubana que se llama La Flor de Broadway. Hacen la ropavieja y los daiquiris más sabrosos de Nueva York y dejan fumar tranquilamente en las mesas, que tienen manteles de hule a cuadros, como los que había en España cuando yo era muy joven. Qué lujo, fumarme un pitillo tomándome un café negro después de comer. Ya saben lo raro que se ha vuelto eso aquí, que dejen fumar en la mesa de un restaurante. El tabaco me hace daño en los bronquios, y la gente me mira mal cuando entra aquí y me ve fumando en la puerta de la calle, pero ya estoy muy vieja para cambiar, y los cigarrillos me gustan mucho, disfruto cada uno que me fumo, me hacen compañía, me ayudan a conversar o a pasar el tiempo cuando estoy sola. Y además, cuando era muy joven, yo quería escaparme de España y venir a América porque aquí las mujeres podían fumar y llevar pantalones y conducir automóviles, como se veía en las películas de antes de la guerra.
La mujer hablaba un español franco y diáfano, como el que puede escucharse en algunos lugares de Aragón, pero en su acento había adherencias caribeñas y norteamericanas, y el metal de su voz se volvía del todo anglosajón cuando pronunciaba alguna palabra en inglés. Nos había invitado a tomar una taza de té en su oficina, y nosotros aceptamos en parte porque ya sentíamos el desfallecimiento físico de los museos y en parte también porque en su manera de hablar y de mirarnos había algo hipnótico, más aún en aquel lugar deshabitado y silencioso, en la mañana gris del último día de nuestro viaje. Nos inquietaba y al mismo tiempo nos subyugaba esa mujer que no nos había dicho su nombre, que nos hablaba con una voz española de muchos años atrás y nos examinaba con unos ojos mucho más jóvenes que su cara y su figura, que sus manos pecosas y arrugadas, con nudos de artritis en las articulaciones, que su respiración de fumadora, aunque el tabaco no le había manchado los dedos ni ensombrecido su voz. El despacho era pequeño, desordenado, con un olor a papel rancio, con muebles de oficina de los años veinte, como los que se ven en algunos cuadros de Edward Hopper. De un archivador la mujer sacó tres tazas y tres bolsitas de té que dejó encima de los papeles de la mesa y conun gesto de disculpa del todo norteamericano se ausentó para buscar un poco de agua caliente. Nos miramos sin decir nada, nos sonreímos, para establecer cierta complicidad en una situación tan rara, y la mujer vuelve enseguida, nos examina con sus ojos tan vivaces como para adivinar si durante su ausencia nos hemos dicho algo sobre ella. Las gafas le cuelgan del cuello sujetas por una cinta negra. Parece una secretaria de departamento universitario al filo de la jubilación, pero sus ojos me interrogan tan desvergonzadamente como si estuvieran protegidos por el anonimato de una máscara, y la mujer que mira en ellos no es la misma que vierte el agua caliente en las tazas de té y se mueve con cautelas y cortesías de rígida etiqueta americana, y se peina de cualquier manera el pelo canoso y lleva pantalones, jerseys y zapatos de una austeridad práctica y más bien desoladora. Me mira como si tuviera treinta años y evaluara a los hombres en los crudos términos de su atractivo o su disponibilidad sexual; te mira a ti queriendo adivinar si somos amantes o estamos casados y si en el modo en que nos dirigimos el uno al otro hay síntomas de deseo o de distancia. Y mientras sus ojos magnéticos estudian cada pormenor de tu presencia y de la mía, de nuestras caras y de nuestra ropa, sus manos de anciana se desenvuelven en el ritual de la hospitalidad académica sirviendo té y ofreciendo sobres de azúcar y de sacarina y esospalitos de plástico que en los Estados Unidos sustituyen tan desagradablemente a las cucharillas, y su voz diáfana, antigua, española, con dejes cubanos y sajones, nos cuenta cosas sobre aquel millonario megalómano que levantó la Hispanic Society en la esquina de Broadway y la ciento cincuenta y cinco creyendo que esa zona de Harlem iba a ponerse muy pronto de moda entre los ricos, y sobre la extrañeza de pasar la vida tan lejos de España y rodeada sin embargo de tantas cosas españolas, tan lejos de España y de cualquier parte, hasta de la misma Nueva York, dice, señalando con un gesto hacia la ventana, desde donde se ve una acera pobre y popular que sin embargo es Broadway, una línea de casas de ladrillo rojo cruzadas por escaleras de incendios y coronadas por altos depósitos de agua, y más allá la grisura del horizonte abierto, las grandes torres renegridas de viviendas sociales del Bronx.