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Ya hace más de cuarenta años que me vine de España, y no he vuelto nunca ni pienso volver, pero me acuerdo de algunos sitios de su ciudad, de algunos nombres, la plaza de Santa María, donde soplaba tan fuerte el viento en las noches de invierno, la calle Real, ¿no se llamaba así? Aunque ahora me acuerdo que entonces le habían puesto calle de José Antonio. Y esa calle donde estaban las alfarerías, se me había olvidado el nombre pero al oír que usted le hablaba a su mujer de la calle Valencia enseguida me he dado cuenta de que se refería a ella, y de una canción que se cantaba entonces:

En la calle Valencia Los alfareros Con el agua y el barro Hacen pucheros.

Cuando era todavía joven me las arreglé para tomar unos cursos de literatura española en Columbia University con don Francisco García Lorca, y a él le gustaba que yo le cantara esos versos, decía que nada puede ser más exacto, los repetía en voz alta, para que nos fijáramos bien en que no había ni un adjetivo, ni una palabra que no fuera común, y sin embargo, el resultado, nos decía, es al mismo tiempo poético y tan informativo como una frase en una guía, igual que en los romances antiguos.

Habla mucho, nos hipnotiza contando, pero en realidad no llegamos a saber nada de su verdadera vida, ni siquiera su nombre, aunque de ese detalle nos damos cuenta luego, y no sin asombro, cuando ya nos hemos marchado. Cómo será el apartamento donde vive, sola sin la menor duda, quizás con la compañía de un gato, escuchando las voces y las músicas cubanas que suben desde La Flor de Broadway, adonde va a cenar regularmente, donde se toma un plato de frijoles con cerdo y arroz y tal vez se marea con un daiquiri, sola en una mesa con mantel de hule a cuadros, fumando luego mientras va apurando un café y mira hacia la calle y hacia los hombres y las mujeres con esos ojos de infalible examen sexual. Qué hace durante tantas horas y días en los que no llega nadie a consultar los libros de la biblioteca, los tesoros sepultados que ella cataloga y revisa, con una expresión de severa eficacia en su cara ajada, los ojos entornados detrás de las gafas sujetas con una cinta negra. Ejemplares únicos que ya sólo pueden encontrarse aquí, primeras ediciones, colecciones enteras de revistas eruditas, pliegos de cordel, cartas autógrafas, toda la literatura española y todos los saberes e indagaciones posibles sobre España reunidos en esa gran biblioteca a la que apenas va nadie. Pero a ella ya no le hacía falta abrir los volúmenes de poesía de la colección de Clásicos Castellanos porque en la época de sus clases con el profesor García Lorca había adquirido, animada por él, nos dijo, el hábito de aprenderse de memoria los poemas que más le gustaban, de modo que se sabía una gran parte del Romancero, y los sonetos de Garcilaso, de Góngora, de Quevedo, y todo San Juan de la Cruz y casi todo fray Luis de León, y Bécquer y Espronceda, que habían sido pasiones de su primera adolescencia fantasiosa y literaria, compartidas con su hermano, que era algo mayor que ella, y con quien recitaba a medias el Tenorio o Fuenteovejuna o La vida es sueño. Quizás a eso se había dedicado todos los años que llevaba trabajando en la biblioteca de la Hispanic Society, a aprenderse de memoria la literatura española, a recitársela en silencio o en voz baja, moviendo los labios como si rezara, mientras acudía cada mañana a su trabajo por las aceras caribeñas de Broadway o viajaba hacia el sur de Manhattan en lentos autobuses o en los vagones populosos del metro, mientras yacía de noche en el insomnio de su cama solitaria o recorría los salones del museo sin fijarse casi en ninguno de los cuadros y objetos cuya disposición también se sabía ya de memoria, igual que los nombres y las fechas mecanografiados en las etiquetas. Pero había un cuadro frente al que se detenía siempre, y se sentaba para mirarlo despacio, con una emoción melancólica que no se amortiguaba nunca, incluso se hacía más fuerte según pasaban los años y todo en aquel lugar parecía que permaneciera tan invariable como en un reino encantado. Las etiquetas, los carteles y los catálogos amarilleaban, los sanitarios de los cuartos de baño se iban convirtiendo en reliquias cada vez más antiguas, a los conserjes cubanos y puertorriqueños se les iba poniendo blanco el duro pelo rizoso, se les desfondaban los bolsillos de sus chaquetas grises como de bedeles españoles y se les gastaban los filos de las mangas, y a ella misma el tiempo la convertía en una desconocida cada vez que se miraba en un espejo, a no ser por sus ojos,

cuyo relumbre era tan afilado y hermoso como cuando tuvo treinta años y se vio por primera vez sola y soberana de sí misma en América, poseída por un entusiasmo de vivir que podía alcanzar extremos de desasosiego y de delirio quizás aún más fervientes que el coleccionismo desatado y lunático del señor Huntington. Me gusta sentarme delante de ese cuadro de Velázquez, el retrato de esa niña morena, que nadie sabe quién fue, ni cómo se llamaba, ni por qué Velázquez la pintó, nos dijo. Seguro que ya lo han visto, pero no se vayan sin mirarlo un poco más, porque puede que ya no vuelvan y no lo vean nunca de nuevo. Con los años una deja de fijarse en las cosas, se habitúa a ellas y ya no las mira, no sólo por indiferencia, sino también por higiene mental. Los vigilantes de cualquier museo se volverían locos si vieran permanentemente todos los cuadros que los rodean, con todos sus detalles. Yo entro aquí y no veo ya nada, después de tantos años, pero a esa niña de Velázquez la veo siempre, tiene un imán que me atrae hacia ella, y siempre me mira, y aunque me sé de memoria su cara siempre descubro en ella algo nuevo, como imagino que descubre una madre o un padre en la cara de su hijo, o un amante en la de la persona amada. Los cuadros, aquí y en cualquier museo, representan a poderosos o a santos, a gente hinchada de arrogancia, o trastornada por la santidad o por el tormento del martirio, pero esa niña no representa nada, no es ni la Virgen niña ni una infanta ni la hija de un duque, no es nada más que ella misma, una niña sola, con una expresión de seriedad y dulzura, como perdida en una ensoñación de melancolía infantil, perdida también en este lugar, en los salones ampulosos y algo desastrados de la Hispanic Society, como una niña encantada en un palacio de cuento en cuyo interior el tiempo dejó de transcurrir hace un siglo. Tiene una mirada franca y al mismo tiempo de timidez y reserva, y sus ojos oscuros se posan ahora en los míos, mientras estoy escribiendo, aunque me encuentro ahora muy lejos de ella y de aquel mediodía nublado en Nueva York, en vísperas de la partida. Sólo han pasado unos meses, y los recuerdos son todavía nítidos y firmes, pero si pienso detenidamente en esas horas de la Hispanic Society, en la cara de la niña de Velázquez, en la voz y en los ojos de fuego de la mujer que no llegó a decirnos su nombre, todo tiene el temblor, la consistencia frágil de lo que no se sabe si llegó a suceder de verdad. Guardo pruebas, detalles materiales, la tarjeta Metrocard que usamos para tomar el autobús que nos llevó tan lejos, las postales que compramos en la tienda de la Hispanic Society, que es una tienda muy precaria, en la que todavía quedan existencias de postales en blanco y negro de hace casi un siglo, y guías y catálogos de publicaciones que podrían estar en esos mostradores de las librerías de lance en los que se ofrece lo más deteriorado y manoseado. Pero en ese lugar imprevisible una tienda tan modesta, con algo de apocado estanco español -cómo no compararla con las tiendas de otros museos de Nueva York, espectaculares supermercados de lujo- ocupa un salón enorme, inexplicable en su organización del espacio, circundado por completo por grandes mostradores de madera oscura, como anaqueles de un desmesurado almacén de tejidos de principios de siglo o como esas cómodas gigantes que se ven en las sacristías de las catedrales, y en las que se guardan las ropas litúrgicas. La tienda ocupa una esquina deslucida, una parte del mostrador, detrás del cual se sienta una señora muy mayor con todo el aire de ponerse a tricotar en cualquier momento, en cuanto se vayan estos dos raros visitantes que ahora repasan una colección mustia de postales. Y todos los muros, desde el suelo hasta el techo, están ocupados por pinturas ingentes, o por una sola pintura que trascurre sin interrupción en toda su amplitud, y en la que están representados, como en un delirio barroco de carnaval o en el desorden de las láminas de una enciclopedia, todos los trajes regionales, los oficios y los bailes antiguos, los paisajes de España, toda la bisutería del romanticismo folklórico pintada a destajo por Joaquín Sorolla, como una Capilla Sixtina consagrada a glorificar la pasión hispánica de Mr. Huntington, a celebrar en grandes brochazos de color cada tipo racial, cada polvoriento vestuario o tocado ancestral o particularidad antropológica, los caballistas andaluces con sus sombreros de ala ancha y los aldeanos vascos con sus boinas, y los catalanes con sus barretinas y alpargatas, y los castellanos con las caras rugosas y quemadas, y los aragoneses bailando jotas con pañuelos rojos atados a la nuca: también los naranjales, los olivares, las aguas cantábricas en las que faenan los pescadores del norte, los hórreos gallegos y los molinos de La Mancha, las gitanas andaluzas con vestidos de volantes y las falleras valencianas con sus faldas tiesas de almidón y pedrería y sus peinados rígidos como de damas ibéricas, las huertas y los páramos, los cielos violáceos del Greco y la luz clara y jugosa del Mediterráneo, metros y metros cuadrados de pintura, una profusión de caras como máscaras y ropas como disfraces que tiene toda la densidad y el mareo de un baile de carnaval, y también la minuciosidad abrumadora de un catálogo o de un reglamento, cada lugareño con sus rasgos vernáculos y su uniforme pertinente, uncido a sus costumbres eternas y a su paisaje regional, cada individuo tan clasificado en su origen y en su patria chica como los pájaros o los insectos en sus categorías zoológicas.