Al final de la comida en la Unión de Escritores hubo varios brindis de un fervor etílico muy acentuado, pero no recuerdo si alguno fue en mi honor, o si lo hicieron en danés y yo no llegué a enterarme. De aquel viaje a Copenhague el recuerdo más preciso que me queda, aparte de la estatua misántropa de Kierkegaard y el tejadillo andaluz del Pepe's Bar, es el del viaje de aquella señora llamada Camille Safra en el otoño lluvioso y lúgubre del final de la guerra en Europa. En los viajes se cuentan y se escuchan historias de viajes. Doquiera que el hombre va lleva consigo su novela, dice Galdós en Fortunata y Jacinta. Pero yo, algunas veces, mirando a algunos viajeros que no hablan con nadie, que permanecen callados y herméticos junto a mí en su butaca del avión o beben su copa en la cafetería del tren o miran fijamente el monitor donde transcurre una película, me pregunto que historias sabrán y no cuentan, qué novelas lleva cada uno consigo, de qué viajes vividos o escuchados o imaginarios se estarán acordando mientras viajan en silencio a mi lado, un poco antes de desaparecer para siempre de mi vista, caras ni siquiera recordadas, como la mía para ellos, como la de Franz Kafka en el expreso de Viena o la de Niceto Alcalá Zamora en un autobús que recorre los paisajes desolados del norte de Argentina.
Quien espera
Y tú qué harías si supieras que en cualquier momento pueden venir a buscarte, que tal vez ya figura tu nombre en una lista mecanografiada de presos o de muertos futuros, de sospechosos, de traidores. Quizás ahora mismo alguien ha trazado una señal a lápiz al lado de tu nombre, ha dado el primer paso en un procedimiento que llevará a tu detención y acaso a tu muerte, o a la obligación inmediata del destierro, o por ahora tan sólo a la pérdida del trabajo, o a la de ciertas ventajas menores a las que en principio no te cuesta demasiado renunciar.
A Josef K. le notificaron su procesamiento y nadie lo detuvo ni pareció que estuvieran vigilándolo. Tú lo sabes, o al menos deberías imaginarlo, has visto lo que les ocurría a otros muy cerca de ti, vecinos que desaparecen, o que han tenido que huir, o que se han quedado como si no hubiera ningún peligro, como si la amenaza no fuera con ellos. Has oído de noche pasos en la escalera y en el corredor que llevan a la puerta de tu casa y has temido que esta vez vinieran por ti, pero han cesado antes de llegar o han pasado de largo, y han sonado en otra puerta los golpes, y el coche que has oído alejarse más tarde se ha llevado a alguien que podías haber sido tú, aunque prefieras no creerlo, aunque te hayas dicho a ti mismo, queriendo en vano serenarte, que a ti no tienen motivo para detenerte, que ni tú ni los tuyos estáis incluidos en el número de los condenados, al menos por ahora. De qué podrán acusarte, si tú no has hecho nada, si no te has señalado nunca. En ningún momento, a Josef K. lo acusaron de nada, salvo de ser culpable. Perteneces al Partido desde que eras muy joven y admiras sin reserva al camarada Stalin, cuyo retrato tienes colgado en el comedor de tu casa. Eres judío, pero sólo de origen, tus padres te educaron en la religión protestante, en el amor a Alemania, te alistaste voluntario en el verano en cuanto se declaró la guerra, te concedieron cruz de hierro por bravura en el combate, no perteneces a ninguna organización judía, no sientes la menor simpatía hacia el sionismo, pues íntimamente, por tu educación, por tu lengua, hasta por tu aspecto físico, eres sólo alemán.
Quién quiere o puede irse de un día para otro, romper con todo, con la vida de siempre, los lazos del corazón y los hábitos de la vida de quien no se aflige al pensar que debe perder casa, sus libros, su sillón preferido, la normalidad que ha conocido siempre, que sigue durando a pesar de los golpes en la puerta de los vecinos o el disparo que ha segado en un instante una vida o la pedrada en los cristales de la sastrería o de la tienda de ultramarinos del vecindario, en cuya fachada aparece groseramente pintada una mañana una estrella de David y una sola palabra que contiene en su brevedad el máximo grado posible de injuria: judío. Vas a comprar a la misma tienda de todos los días pero hay delante de ella un grupo de hombres con camisas pardas y brazaletes con esvásticas que sostienen una pancarta: Quien compra a los judíos apoya el boicot extranjero y destruye la economía alemana, y entonces bajas la cabeza y disimuladamente cambias de camino, entras en una tienda cercana, conteniendo la vergüenza íntima, al fin y al cabo el boicot a los comercios judíos tiene lugar sólo los sábados, por lo menos al principio, en la primavera de 1933, y si al día siguiente o esa misma tarde te cruzas con el tendero habitual que sabe que no fuiste a comprarle, es posible que apartes la mirada o cambies de acera en vez de aproximarte a él y estrecharle la mano, o ni siquiera eso, decirle unas pocas palabras normales, mostrar un gesto de fraternidad ni siquiera judía, sino tan sólo humana, de vecinos de siempre. Las cosas ocurren poco a poco, muy gradualmente, y al principio prefieres imaginar que no son tan graves, que la normalidad es demasiado sólida como para romperse con tanta facilidad, de modo que te irritan más que nadie los agoreros, los catastrofistas, los que señalan la cercanía de una amenaza que se vuelve más real porque ellos la formulan, y que tal vez desaparecería si se fingiera no advertir su presencia. Esperas, no haces nada. Con paciencia y disimulo no será difícil aguardar a que pasen estos tiempos. En 1932, viajando en un barco por el Rhin, María Teresa León había visto miles de banderitas con esvásticas que bajaban llevadas por la corriente, clavadas en boyas diminutas. El jueves 30 de marzo de 1933 el profesor Victor Klemperer de Dresde, anota en su diario que ha visto en el escaparate de una tienda de juguetes un balón de goma infantil con una gran esvástica. Ya no puedo librarme de la sensación de disgusto y vergüenza. Y nadie se mueve; todo el mundo tiembla, se esconde. Pero el profesor Klemperer no piensa marcharse de Alemania, al menos no por ahora, porque adónde va a ir, a su edad, casi con sesenta años, con su mujer enferma, ahora que han comprado una pequeña parcela en la que proyectan construir una casa. Tanta gente emprendiendo nuevas vidas en otros lugares y nosotros esperamos aquí, con las manos atadas. Pero quién en su sano juicio puede pensar que una situación así vaya a mantenerse mucho tiempo, que tanta barbarie y sinrazón pueden prevalecer en un país civilizado, en pleno siglo veinte. Seguro que los nazis no durarán mucho, siendo tan brutales y dementes, el pueblo alemán acabará rechazándolos, la comunidad internacional se negará a admitirlos. Y quién sabe, además, si creyendo alejarte del peligro no estarás acercándote hipnotizadamente a él, como si hubiera un imán en la trampa que tienden, un deseo poderoso de ser atrapado y que así termine de una vez la angustia de la espera. Tampoco el fugitivo está a salvo. En la remota México, en una casa convertida en una fortaleza, protegida por garitas con hombres armados y alambradas, por muros de hormigón, Leon Trotsky aguarda la llegada del emisario de Stalin que vendrá a matarlo, que sabrá eludir puertas blindadas y guardias y se quedará solo frente a él y le disparará un tiro en la cabeza o se inclinará sobre él con la solicitud de Judas y le hincará en la nuca un pico de escalador tan afilado como una daga, tan eficaz como una bala. Es verano, agosto de 1940. El 6 de julio el ex profesor Klemperer anota sin dramatismo en su diario que desde ese día los judíos tienen prohibido entrar en los parques públicos. A principios de junio, en Francia, tres hombres que huyen juntos del avance del ejército alemán se internan en un bosque, en el atardecer demorado y cálido. Uno de ellos, el mayor y más corpulento, acaso el mejor vestido, aparece ahorcado varios meses después, su cadáver putrefacto caído en el suelo, medio oculto bajo las hojas otoñales. La rama de la que se colgó o le colgaron se rompió bajo su peso, pero él ya estaba muerto. En el bolsillo de la chaqueta quizás lleva una estilográfica. Ese hombre, que era alemán, huía de los alemanes, pero también de quienes en otro tiempo fueron los suyos, los comunistas que le habían declarado traidor y decretado su ejecución. Los dos compañeros de cautiverio que huían con él eran agentes soviéticos que habían viajado a Francia con el único fin de encontrarlo y matarlo. Ni aunque te escondas entre las multitudes fugitivas de la guerra ni detrás de muros de hormigón coronados de vidrios rotos y marañas de alambre estarás a salvo. Escaparás de tu país y te convertirás en un apátrida y una mañana al despertarte en la habitación del hotel para Extranjeros donde malvives escucharás altavoces que gritan órdenes en tu propio idioma y verás por la ventana los mismos uniformes de los que creías haberte salvado gracias a las fronteras y a la ley. En 1938 el judío vienés Hans Mayer escapa de Austria, atraviesa con documentos falsos una Europa de vaticinios negros y fronteras hostiles, se refugia en Bélgica, en Amberes, y sólo dos años después las mismas botas y motores y músicas marciales que invadieron Viena, retumban en las calles de esta ciudad en la que nunca ha dejado de ser un extranjero y en las que desde ahora también será un perseguido. En 1943 lo alcanzan los hombres de abrigos de cuero y sombreros flexibles de los que estaba huyendo desde 1938, exactamente desde la noche del 15 de marzo, recién entrado en Viena, cuando él, Hans Mayer, tomó el expreso de las 11:15 hacia Praga: había previsto tan minuciosamente la escena de su detención, durante tantos años, que cuando al fin llegó tuvo la sensación haberla ya vivido. Sólo una cosa no había osado imaginar ni prever: quienes le detuvieron, quienes le hicieron las primeras preguntas y le dieron las primeras bofetadas, no tenían caras de hombres de la Gestapo, ni siquiera de policías. Si un miembro de la Gestapo tiene una cara normal, entonces cualquier cara normal puede ser la de alguien de la Gestapo.