En Moscú, la noche del 27 de abril de 19 37, Margarete Buber-Neumann advirtió que uno los funcionarios de la NKVD que se presentaron a detener a su marido llevaba unas gafas redondas, pequeñas, sin montura, que le daban a su cara joven un cierto aire desvalido de intelectual. No debía de ser una impresión casual, o infundida. Nadezhda Mandelstam, que padeció muy de cerca el acoso de los miembros de la policía secreta, cuenta que los chekistas más jóvenes se distinguían por sus gustos modernos, muy refinados, y su debilidad por la literatura. A la una de la madrugada sonaron los golpes en la puerta de la habitación, que estaba en el hotel Lux, donde se alojaban los empleados y activistas extranjeros del Komintern. En el hotel Lux se había alojado en 1920 el profesor Fernando de los Ríos, enviado por el Partido Socialista Obrero Español con la tarea de informarse sobre la Rusia sovietista, como él la llamaba. Se entrevistó con Lenin y le sorprendió su parecido con Pío Baroja, y le espantó su desprecio por las libertades y las vidas de la gente común.
Con el corazón golpeando fijábamos nuestra atención en el ruido de las botas que se aproximaban. Como cada noche, Margarete, Greta, había estado despierta en la oscuridad, escuchando pasos por los corredores, sobresaltándose cada vez que se encendían las luces de la escalera. Si después de medianoche se encendían de golpe las luces en las escaleras y en los pasillos del hotel Lux era porque habían llegado los hombres de la NKVD, que recorrían las calles oscuras y vacías de Moscú en furgonetas pintadas de negro a las que llamaban cuervos. Nunca usaban los ascensores, tal vez por miedo a que un fallo en su mecanismo, un corte de corriente eléctrica, permitiera escapar a alguna de las víctimas. Pero las víctimas no escapaban nunca, ni siquiera lo intentaban, permanecían inmóviles, paralizadas en sus habitaciones, en la normalidad cada vez más sombría de sus vidas, y cuando llegaban a buscarlas no oponían resistencia, ni lloraban ni gritaban de rabia o de pánico, no tenían preparada un arma con la que abrirse paso allí cuando llegara la visita nocturna o con la que volarse la cabeza en el último instante. Desde hacía años Heinz Neumann, dirigente del Partido Comunista Alemán, sabía que estaba marcado, que su nombre figuraba en la lista de condenados y traidores posibles, y sin embargo se fue con su mujer a la Unión Soviética después del triunfo del nacional socialismo en Alemania y no intentó buscar refugio en ningún otro país y vivió en Moscú percibiendo cada DIA cómo se estrechaba el círculo de recelo y hostilidad hacia él, cómo dejaban de hablarle antiguos amigos, cómo uno tras otro desaparecían camaradas en los que había confiado, y que resultaban ser traidores, conspiradores trotkistas, enemigos del pueblo. Ya nadie los visitó a él y a su mujer en la habitación del hotel Lux y ellos tampoco visitaban a nadie, por miedo a comprometer a otros, a contagiar a otros con su desgracia siempre inminente, día a día y noche a noche postergada. Si sonaba el teléfono se quedaban mirándolo sin atreverse a cogerlo, y cuando levantaban el auricular escuchaban un clic y sabían que alguien estaba espiando. Hubo un tiempo en que se cubrían con mantas o ropas de abrigo los teléfonos porque se corrió el rumor que aun sin los auriculares levantados era posible escuchar a través de ellos lo que se estaba hablando en una habitación.
En el verano de 1932, Heinz Neumann y su mujer habían sido huéspedes personales de Stalin en un balneario del Mar Negro. La noche del 27 al 28 de abril de 1937, cuando los golpes sonaron en la puerta, Greta Neumann tenía los ojos abiertos en la oscuridad, pero su marido no se despertó, ni siquiera cuando ella encendió la luz y los hombres entraron. Los tres hombres rodearon la cama y uno de ellos gritó su nombre, tal vez el más joven, el de las gafas sin montura, y Heinz Neumann se revolvió entre las mantas y se volvió de cara a la pared, como negándose a despertar con todas las fuerzas de su alma. Cuando por fin abrió los ojos, un horror casi infantil inundó sus rasgos, y luego su rostro se volvió flaco y gris. Mientras los hombres de uniforme registran la habitación y examinan cada uno de los libros, Heinz y Greta Neumann están sentados el uno frente al otro, y las rodillas les tiemblan a los dos. De uno de los libros cae al suelo un papel y el guardia que lo recoge del suelo comprueba que es una carta enviada a Heinz Neumann por Stalin en 1926. Tanto peor, murmura el guardia, doblándola de nuevo. Las rodillas del hombre y de la mujer se rozan entre sí con su temblor idéntico, como de una tiritera que no llega a apaciguarse. Fuera de la habitación, en los pasillos del hotel, al otro lado de la ventana, empiezan a oírse los rumores de la gente que despierta, de la ciudad reviviendo antes de la primera luz del día. El alba venía lentamente detrás de los visillos.
Ven ante sí, lo mismo a la luz de la mañana que en la negrura del insomnio, el vacío vértigo del miedo, y les agobia la conciencia permanente de que han sido señalados, elegidos, que en cualquier momento pueden sonar golpes en la puerta o los timbrazos repentinos del teléfono, puede acercarse alguien por detrás mientras caminan por la calle y arrastrarlos hacia un móvil en marcha, o dispararles en la nuca, sin embargo no huyen, no hacen nada, se refugian en la sugestión de una normalidad que no es más que un simulacro, al menos para ellos, pero a la que se aferran como a una esperanza frágil de salvación. En 1935 el profesor Klemperer fue expulsado de la universidad, pero le quedó una pequeña pensión, en su calidad de veterano de guerra. Aún faltaban unos pocos años para que le prohibieran conducir un coche, poseer una radio o un teléfono, o ir al cine, o tener animales de compañía. Al profesor Klemperer y a su mujer, tan delicada siempre de salud, propensa a la neuralgia y a la melancolía, gustaban mucho los gatos y las películas, sobre todo los musicales.