Han sido amenazados, saben que pueden caer presos o muertos en cualquier instante, pero en la calle la luz del sol es la misma de todos los días, hay coches que pasan, tiendas abiertas, vecinos que se saludan, madres que llevan de la mano a sus hijos camino de la escuela, que se acuclillan para subirles las solapas del abrigo o envolverlos mejor en la bufanda y en el gorro antes de dejarlos en la verja de entrada. Un día de noviembre de 1936, el profesor Klemperer, que aprovechaba el ocio forzoso de la jubilación para escribir una obra erudita sobre la literatura francesa del siglo XVIII, llegó a la biblioteca de la universidad y la bibliotecaria que le había atendido cada día durante muchos años le dijo con pesadumbre que ya no estaba autorizada a prestarle más libros, y que a partir de entonces no debía volver. Tú has sido señalado, pero las cosas a tu alrededor no han sufrido ningún cambio que pueda ser el reflejo objetivo, la confirmación exterior de tu desgracia inminente, de tu solitaria condena. En la sala de lectura a la que ya no puedes entrar la gente sigue inclinándose pensativamente sobre los volúmenes abiertos, a la luz suave de lámparas bajas con pantallas verdes. Sales a la calle sabiendo que tienes los días contados, que deberías aprovechar para huir el tiempo que te queda todavía, para intentarlo al menos, pero el kiosquero te vende el periódico como todas las mañanas, y el autobús sigue deteniéndose con puntualidad cada pocos minutos en la misma parada, Y entonces te parece que el maleficio está dentro de ti, que hay algo en ti mismo que te vuelve distinto a los otros, más vulnerable, peor que ellos, indigno de la vida normal que ellos disfrutan, y de la que tú tienes indicios sutiles pero también indudables para saber que te han excluido, aunque no puedas explicarte por qué razón, aunque te obstines en creer que sin duda se trata de un error, de un malentendido que se despejará a tiempo. En mayo de 1940 el profesor Klemperer es denunciado por un vecino, a causa de que no había cerrado debidamente sus ventanas durante las horas nocturnas de apagón obligatorio: lo detienen, lo encierran solo en una celda, pero lo sueltan después de una semana.
La espera de un desastre inevitable es peor que el desastre mismo. El 1 de septiembre de 1936, Evgenia Ginzburg, profesora en la universidad de Kazán, dirigente comunista, editora de una revista del Partido, esposa de un miembro del Comité Central, recibe la noticia de que tiene prohibido dar clases. Es una mujer joven, entusiasta, madre de dos hijos pequeños, seguidora fervorosa de todas y cada una de las directrices del Partido, convencida de que el país está lleno de saboteadores y espías al servicio del imperialismo, de traidores que es justo desenmascarar y castigar con la misma firmeza. Cada día, en las reuniones de células de comités, en los periódicos, en la radio, hay noticias de nuevas detenciones, y a Evgenia Ginzburg le extrañan o le desconciertan algunas de ellas, pero sigue convencida de la necesidad y la justicia de tal represión.
Un día, Evgenia Ginzburg descubre que no estaba tan a salvo como imaginaba, que también ella es sospechosa: nada muy grave, parece al principio, pero si irritante, y hasta desagradable, una equivocación que sin duda acabará por resolverse, ya que es impensable que el Partido acuse a alguien inocente, y ella, Evgenia Ginzburg, no encuentra en sí misma la menor sombra de culpa, la más leve incertidumbre o flaqueza en su fe de revolucionaria. Crees saber quién eres y resulta de pronto que te has convertido en lo que otros quieren ver en ti, y poco a poco vas siendo más extraño a ti mismo, y tu propia sombra es el espía que te sigue los pasos, y en tus ojos ves la mirada de quienes te acusan, quienes se cambian de acera para no saludarte y te miran de soslayo y con la cabeza baja al cruzarse contigo. Pero la vida tarda en cambiar, y al principio uno se niega a advertir las señales de alarma, a poner en duda el orden y la solidez del mundo que sin embargo ya ha empezado a disolverse, la realidad diaria en la que empiezan a abrirse grandes oquedades y zanjas de oscuridad, en la plena luz del día, en los espacios usuales de la vida, en la puerta en la que en cualquier momento retumbar unos golpes, el comedor en el que los niños toman la merienda o hacen los deberes de la escuela y en el que el teléfono va cobrando una presencia enconada y ominosa, porque cada timbrazo atravesará el aire como una hoja helada de acero, con la instantaneidad letal de un disparo.
A Evgenia Ginzburg la convocan a deshoras para reuniones que acaban siendo interrogatorios, le sugieren que probablemente será sancionada, porque alguna vez tuvo trato en la universidad o en el Partido con alguien que resultó un traidor, o porque no denunció a alguien con la adecuada vigilancia revolucionaria. Pero termina la reunión, el interrogatorio, y la dejan volver a su casa, y hay personas que han empezado a fingir que no la ven o a apartarse si ella se acerca, otras la tranquilizan, le ofrecen consuelo, le dicen que seguramente no será nada, que ya verá como al final todo se resuelve. Sólo una mujer le advierte de lo que va a ocurrirle, del peligro que corre, la madre de su marido, que es una aldeana vieja y tal vez analfabeta, que mueve resignadamente la cabeza y recuerda que estas cosas ya pasaban en tiempos de los zares. Evgenia, te están tendiendo una trampa, y es preciso que escapes mientras puedas, antes de que te partan el cuello. Pero cómo voy yo, una comunista, a esconderme de mi Partido, lo que tengo que hacer es demostrarle al Partido que soy inocente. Hablan en voz baja, procurando que los niños no escuchen nada, temiendo que el teléfono, aunque está colgado, sirva para que les espíen las conversaciones. El 7 de febrero Evgenia Ginzburg es convocada a una nueva reunión, que transcurre menos desagradablemente que otras veces, y al final el camarada que la ha interrogado se pone en pie con una sonrisa y ella piensa que va a estrecharle la mano, quizás a decirle que poco a poco los malentendidos o las sospechas han ido despejándose, y el hombre le pide con cierto aire de trivialidad, como recordando un detalle burocrático menor que había estado a punto de olvidársele, que por favor le deje su carnet del Partido. Ella al principio no entiende, o no puede creer lo que ha oído, mira al camarada y de su cara serena ha desaparecido la sonrisa, y entonces abre su cartera o su bolso y busca el carnet que siempre lleva consigo, y cuando lo entrega el otro lo recoge ya sin mirarla y lo guarda en un cajón de su mesa.
Durante ocho días Evgenia Ginzburg espera. Permanece en casa, encerrada en su habitación, sin contestar el teléfono, percibiendo con vaguedad lo que sucede a su alrededor, la cercanía de sus hijos, que se mueven con sigilo como en una casa donde hubiera un enfermo, la presencia de su marido, que entra y sale como una sombra, que cuando vuelve a casa toca muy suavemente la puerta y dice en voz baja: abrid, que soy yo. Porque ya dudan de que la inocencia de alguien pueda bastar para salvarlo queman papeles y libros, cartas antiguas, cualquier hoja manuscrita o impresa que pueda llamar la atención en un registro. De noche permanecen despiertos, callados y rígidos en la oscuridad, y se estremecen cada vez que escuchan un motor acercarse por la ciudad silenciosa o que la luz de unos faros entra por la ventana y cruza diagonalmente las paredes de la habitación. El sobresalto dura desde que empieza a oírse lejos un motor hasta que se amortigua y se pierde al final de la calle. En Kazán, igual que en Moscú, los únicos coches que circulan a esas horas son las furgonetas negras de la NKVD. Rusia es muy grande, Evgenia, toma un tren y vete a esconderte a nuestra aldea, nuestra casita de campo está vacía y con las ventanas tapiadas y tiene un huerto con manzanos.
Los estuvieron esperando noche tras noche, imaginando el motor que se apagaba delante de la casa y los golpes en la puerta, pero ocurrió de día, en la mañana del 15 de febrero, y no llamaron a la puerta, sino al teléfono. Cómo vas a creer que la vida diaria que amas y conoces y que está hecha de repeticiones y sobreentendidos pueda acabarse de pronto y para siempre, que esta mañana con frío y luz de nieve que se parece a tantas vaya a ser la última. Evgenia estaba planchando y bebía un gran tazón de desayuno sobre la mesa de la cocina. La niña había salido a patinar.