En un parque lejano, al que llega después de largos viajes en tranvía, casi en las afueras de Moscú, Greta Buber-Neumann se cita con un antiguo amigo, tan asustado como ella, pero todavía leal. Eres esa mujer que salta de un tranvía en marcha y se vuelve por si alguien la sigue, y toma otro tranvía y al bajarse de él da un largo rodeo para llegar con la media luz del atardecer a un parque de extrarradio. Habrá gente que pasee, hombres mayores con bastón y abrigo y gorro de piel, padres que llevan de la mano a niños forrados con bufandas y abrigos. Greta y su amigo se ven lejos, pero todavía no van el uno hacia el otro, primero se aseguran de que nadie los sigue. ¿Es manera de huir?, dice él, ¿es preciso que nos dejemos degollar como conejos? ¿Cómo hemos podido aceptar todo esto durante tantos años sin ponerlo en duda, sin abrir los ojos? Ahora tenemos que pagar por toda nuestra ciega credulidad.
La siguiente vez el hombre no acude a la cita. Greta espera hasta que se ha hecho de noche y después vuelve a su habitación sin preocuparse de comprobar que no la siguen. Imagina con melancolía, casi con dulzura, que su amigo ha podido escapar.
Una noche de enero de 1938 por fin suenan los golpes en la puerta. Pero no han venido para llevársela a ella, tan sólo a confiscar las últimas propiedades del renegado Heinz Neumann. Los policías uniformados recogen los pocos libros que Greta no ha malvendido aún para procurarse comida, y unos zapatos viejos de su marido, y al marcharse entregan un recibo. Alguien le cuenta que el hombre con quien se citaba en el parque fue detenido cuando intentaba subir a un tren hacia Crimea.
Llegaron una mañana muy temprano, el 19 de julio, y al comprobar que esta vez sí que venían de verdad por ella, Greta no sintió pánico. Si bien alivio.
En el asiento de atrás de una pequeña camioneta negra la llevaron hacia la Lubianka, entre dos hombres de uniforme azul celeste que no la miraban ni le dirigían la palabra. Esta vez no le temblaban las rodillas, y a sus pies iba la maleta que estuvo preparada tanto tiempo. Se acordaba de la última cosa que vio en una calle de Moscú, antes de que la furgoneta cruzara las puertas de la prisión: un reloj luminoso, que tenía un resplandor tenue y rojizo en el amanecer. El 12 de julio el profesor Klemperer recuerda en su diario a algunos amigos que se marcharon de Alemania, que han encontrado trabajo en Estados Unidos o en Inglaterra. Pero cómo irse sin nada, él, un viejo, y su mujer una enferma, sin conocimientos de idiomas extranjeros, sin ninguna habilidad práctica, cómo dejar la casa que por fin han construido con tanto esfuerzo, el jardín que Eva casi ha convertido en un vergel. Nosotros nos hemos quedado aquí, en la vergüenza y la penuria, como enterrados vivos, enterrados hasta el cuello, esperando día tras día las últimas paletadas.
Tan callando
He despertado rígido de frío y no sé dónde estoy y ni siquiera quién soy. Durante unos segundos he sido un fogonazo de conciencia pura, sin identidad, sin lugar, sin tiempo, tan sólo el despertar y la sensación del frío, la oscuridad en la que yazgo encogido, abrigándome en la temperatura de mi cuerpo, de costado, las manos entre las piernas y las rodillas contra el pecho, los pies helados a pesar de las botas y los calcetines de lana, las puntas de los dedos inertes, las articulaciones tan entumecidas que si intentara moverme quizás no lo lograría.
Hay algo más que el frío y la oscuridad, un frío y una oscuridad como de fondo de pozo, como de aliento de piedra húmeda y de tierra helada y removida. Olor a estiércol también, a estiércol mezclado con barro, un océano de barro y de estiércol en el que se hunden botas militares, cascos de caballerías, ruedas y engranajes de máquinas de guerra. Lo que me ha despertado es una sensación de peligro, un reflejo de alarma tan poderoso que ha disipado en un instante todo el peso del sueño. Más rápida que la conciencia todavía aturdida la mano derecha en busca de la pistola. Los guantes de lana españoles, la manga recia de la guerrera gris, mancha barro seco, el tacto del capote que me sirve de almohada y del jergón de paja húmeda sobre el que estaba durmiendo: cada cosa es un rasgo añadido a mi identidad, a mi persona, que sin embargo observo desde fuera, alguien que palpa entre tejidos ásperos buscando el metal de una pistola Luger. Pero el brazo entero pesa como plomo, todavía paralizado por el sueño y el frío, y un instinto de cautela automática me advierte que no debo hacer ningún ruido. Contengo la respiración queriendo escuchar algo, un rumor o un roce que apenas mina el silencio. Quiero disolverme en la oscuridad, quedarme tan inmóvil en ella como esos insectos que para salvarse se confunden con una brizna de hierba o una hoja seca.
Es el peligro lo que le ha recordado quién es y dónde se encuentra. El peligro y no el miedo. No siente nunca miedo, en la misma medida en que no recuerda haber sentido nunca envidia. Siente el frío, siente el hambre, el agotamiento de las marchas brutales, la desesperación de estar hundiéndose siempre, desde que a principios de otoño llegaron las lluvias, en un barro sin orillas, en un mar de cieno y estiércol en el que naufraga todo, hombres, animales y máquinas, muertos y vivos.
Hace un segundo era apenas algo más que un chispazo de alarma en el gran vacío de la oscuridad, anónimo como una brasa de cigarrillo brillando un solo instante al otro lado del barro y de la tierra de nadie, en la nada inmensa de la llanura anegada por el barro, que en unas pocas semanas se habrá convertido en un desierto horizontal de nieve. Ahora sabe, recuerda. En castellano antiguo a despertarse se le llamaba recordar. El profesor de literatura explica paseando de un lado a otro de la tarima polvorienta de tiza, que resuena a hueco bajo sus pasos. Lleva gafas redondas, un traje poco aseado, un pitillo al que da breves chupadas mientras habla con pasión de Jorge Manrique y recita de memoria largas tiradas de sus versos. No sabe que dentro de unos pocos meses habrá sido fusilado, guiñando los ojos cegatos sin las gafas frente a los faros de un camión. Recuerde el alma dormida, piensa el que fue su alumno predilecto en el Instituto Cardenal Cisneros de Madrid. Avive el seso y despierte. Ha recordado de golpe, irrumpe en sí mismo como si hubiera entrado en una habitación a oscuras en la que poco a poco empiezan a definirse los objetos, el contorno de los muebles y de las ventanas. Su instinto animal del peligro le hace recordar de nuevo, ahora con los sentidos alerta, el ruido que lo ha despertado. Un ruido breve, menudo, trivial para quien no lo conozca pero inconfundible, el del roce de un fusil, su choque contra algo, contra la ropa de quien lo lleva al hombro. Levanta un poco la cabeza y ve una raya de luz debajo de la puerta, en las rendijas de las tablas mal unidas que separan la cuadra en la que él duerme de la habitación principal de la choza. Por haberse instalado en ella, tal como le dijo el alemán de alojamiento, estaría cerca del fuego Y no tendría que soportar el hedor del estiércol. Cuando él llegó la primera noche la mujer rusa y su hijo ya se habían retirado a la cuadra, o más bien escondido en ella, dejándole la única cama. Estaban los dos abrazados, la madre y el hijo como vertidos en un solo montón de harapos, dos pares de ojos asustados y brillantes a la luz de su linterna. Les dijo en alemán que salieran, que no tenían nada que temer, les indicó por señas que no quería dormir en la cama, que la ocuparan ellos dos. La mujer negaba con la cabeza, murmuraba en ruso, acunaba a su hijo, balanceándose los dos hacia atrás y hacia delante. El niño tenía el pelo rubio y ralo como de tiñoso, los pómulos hundidos y grandes ojeras azuladas en la piel translúcida.