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Intentarás en vano recordar el metal de su voz, que hace años dejó de visitarte en sueños; volverás a tener la sensación de que adivinas las palabras que ella habría pensado, que sigue diciéndote en el interior de tu conciencia las cosas que hubiera querido que supieras y no tuvo tiempo de contarte, las advertencias que tanto te habrían servido, que te habrían ayudado quizás a no cometer algunos errores. O quizás te siguió protegiendo y guiando sin que tú lo advirtieras, presente e invisible en tu vida, como las ánimas a las que tu tía les encendía las mariposas de luz que flotaban en tazones de aceite sobre los aparadores y las mesas de noche, dando un temblor de presencias fantasmas a las sombras.

Quizás volvió a ti en sueños que no recordabas al despertar y te dijo cosas que te salvaron de las peores posibilidades de tu vida, en las que se perdieron tantos de tu generación, vecinos del barrio y camaradas de la adolescencia que acabaron como muertos vivientes y se quedaron helados con una aguja en un brazo y los ojos abiertos, envejecidos y aniquilados por la muerte en los que deberían haber sido los años mejores de la juventud. Podrías haber tenido un destino como el de tu prima, que también te ha visitado después de muerta en algunos sueños, que compartió contigo los veraneos infantiles en el pueblo y era casi idéntica a ti cuando murió tu madre, las dos abrazadas en su entierro, pero ella era siempre más gamberra, más temeraria en todo, igual en los juegos de niños que en las tentativas sexuales con los primeros novios, en la excitación de la velocidad en una moto y en el mareo de un porro de hachis, y más tarde en cosas de mayor atrevimiento y peligro, en las que tú también podías haber caído, aunque te daban tanto pánico, cuando advertías su desasosiego sin motivo aparente y el brillo de ansia que empezó a haber siempre en sus ojos.

Verás la llanura con su verdor de oasis, y sobre ella las laderas donde cuelgan las casas en calles empinadas, sostenidas por contrafuertes verticales o rocas a las que se adhieren hiedras y zarzas y de las que sobresalen higueras locas. Por ahí trepabas con tu prima, siempre detrás de ella, asustada y a la vez picada por su valentía, y acababais las dos sudorosas y jadeando, con las rodillas tan desolladas como las de los chicos. Escucharás antes de llegar el ruido del agua que baja escondida por las acequias y buscarás enseguida con tu mirada ansiosa la hilera de cipreses que señala el camino hacia la cima pelada del cerro y termina ante las tapias pardas del cementerio, que tienen el mismo color áspero de esa tierra desnuda, desértica de pronto, a tan poca distancia del agua y el verdor del valle: desierto y oasis, las cumbres agrietadas por torrenteras secas, teñidas de un rojo de óxido, las casas más altas ya contagiadas por esa misma sequedad, todas abandonadas desde hace mucho tiempo, con sus ventanas sin postigos ni cristales y sus techumbres caídas, con los muros de un color de greda, como ruinas de adobe en un desierto que van volviendo a su origen primitivo de tierra o arena. Allá arriba, en lo más alto, por encima de los últimos almendros y de las casas en ruinas, al final del camino sinuoso que marcan los cipreses, y en el que de noche se encienden unas pocas luces, allí es donde yo quiero que me entierren, con la gente de mi familia y con mis vecinos de toda la vida, entre los mismos nombres que escuché desde niña, en el cementerio tan pequeño que nos conocemos todos, y desde el cual se dominan las laderas y el valle y las casas colgadas del pueblo con una amplitud tan despejada que da vértigo.

Irás volviendo y desde mucho antes de que el nombre que te gustaba tanto desde niña aparezca en un indicador al costado de la carretera ya habrás sido trastornada por el regreso, hipnotizada por él, por la gran corriente del tiempo que te llevará hacia atrás a una velocidad aún mayor que la del coche en los tramos llanos y rectos de la autopista, todavía cerca de Madrid, de tu vida presente, a varias horas y cientos de kilómetros de la llegada, pero ya volcándote entera hacia ella, cambiando la expresión de tu cara sin que tú lo adviertas, pareciéndote a quien eras a los cuatro o cinco años, en la edad de tus primeros recuerdos de ese viaje, y también a quien fuiste cuando tenías diecisiete y tu madre murió. Te apretó la mano sobre la sábana estrujada y revuelta de su cama de hospital y te dijo algo que no entendiste y que en realidad apenas salió de sus labios, y la mano húmeda se desprendió suavemente de la tuya, con una especie de delicadeza, y ya no fue del todo la mano conocida y acariciada tantas veces de tu madre, apretada en tantas noches de agonía e insomnio, sino la mano abstracta de una muerta, que ya tenía un tacto neutro e inerte cuando apoyaste en ella tu cara estragada por el agotamiento y las lágrimas, llamándola por última vez, negándote a aceptar que se hubiera ido tan sin aviso, en unos segundos, como quien procura irse con sigilo para evitar a los que se quedan la congoja de una larga despedida.