Apenas se alzan los párpados sin pestañas, pero hay un brillo de pupilas en la penumbra y un rictus casi de sonrisa en la boca abultada, en la que los dientes postizos se han ido haciendo más grandes a medida que la cara se consumía. Una mano se levanta muy despacio hacia ti, huesos y venas azules y piel lívida, encuentra tu mano, sigue buscando y alcanza tu cara, que se llena de lágrimas, la reconoce palpándola como la mano de un ciego. Murmura tu nombre usando un diminutivo que yo no he escuchado nunca y que es sin duda el que tu madre y ella te daban cuando eras muy pequeña, y tú te sientas al filo de la cama, te abrazas a ella, sumergiéndote en el olor de la enfermedad, le besas la cara irreconocible, duros huesos de muerta bajo la piel translúcida, la llamas en voz baja, como queriendo despertarla del todo, despabilarla del sueño letal de la agonía y la morfina. Recordarás que en esa misma cama te abrazabas a ella muchas veces en busca de calor en las terribles noches invernales de la infancia: que con diecisiete años volviste a hacer lo que no habías hecho desde niña y buscaste ese mismo abrigo la noche del día en que enterraron a tu madre.
Por unos momentos yo he desaparecido, me he vuelto invisible confundiéndome con el rincón de sombra en el que permanezco en pie, ni huésped ni espía, una presencia muda de otro mundo y de otro tiempo. Pero ella, la mujer desconocida a la que sólo he llegado a ver en su agonía, aunque parecía tener los ojos casi cerrados, me ha visto, señala con un gesto inseguro de su mano de cadáver, la mano que fue tan cálida y segura para ti como las de tu madre, y que tú reconoces en su contorno antiguo debajo del espectro de mano en el que se ha convertido. Sonríes mirándome cuando te dice algo que no llego a oír, en una voz áspera y murmurada que casi no se distingue del jadeo de su respiración, dice que te acerques, que quiere ver si eres tan buen mozo como yo le había contado.
Me acerco con respeto, con un principio de incertidumbre y torpeza, como se mueve alguien en el santuario de una religión suya. Las rayas como recosidas de los párpados se entreabren un poco más. Me asomo al inclinarme a una vida y a unos ojos que están apagándose, y rozo con mis labios una piel lisa y seca que dentro de unas horas o de unos minutos se quedará helada. La cara tan cercana a la mía es la de una mujer desconocida que ya se extravía en las proximidades oscuras de la muerte, y la voz ronca que casi no escucho es sobre todo un estertor, una tentativa angustiosa de respiración en la que se deshacen las palabras apenas formuladas por los labios incoloros y secos. Pero en la mano que aprieta largamente la mía siento como si me llegara a través del tiempo y desde el otro lado de la muerte la presión afectuosa de la mano de tu madre, como si ella también hubiera alcanzado a verme con la ultima mirada de tu tía, y al verte a ti conmigo tantos años después lograra disipar una parte de su incertidumbre dolorosa sobre tu porvenir en esta vida en la que ella no iba a estar a tu lado. En las estelas funerarias griegas que hemos visto juntos en el Museo Metropolitano de Nueva York los muertos estrechan serenamente las manos de los vivos. La mano que aprieta la mía está un poco sudorosa, y su fuerza desfallece enseguida, al mismo tiempo que los párpados se cierran del todo. Tengo pánico, de pronto, nunca he visto morir a nadie, me aparto un poco y los ojos vuelven a entreabrirse, tan débilmente como se escucha un hilo de voz y se forma un principio de sonrisa en los labios de la mujer agonizante, que tienen el mismo color de su cara amarillenta. La mano se desprende del todo de la mía, el ronquido de la voz se va convirtiendo en una larga queja, y el médico me aparta suavemente a un lado, sosteniendo una jeringa hipodérmica. Tengo que ponerle más morfina antes de que vuelva más fuerte el dolor. Pero ella mueve la cabeza de un lado a otro, el pelo ralo y entrecano pegado a las sienes, con remolinos y desorden de haber pasado mucho tiempo contra las almohadas: dice que no, no quiere regresar a un sueño del que tal vez ya no se despierte, y murmura algo, el médico se inclina sobre su cara para descifrar lo que está repitiendo. Prima, te llama a ti, dice que vengas con ella. Te llama diciendo el nombre infantil con el que nadie te ha llamado desde que eras una niña, y cuando te tiene cerca abre del todo los ojos como para asegurarse de que de verdad eres tú y te pasa una mano por la cara, humedeciéndose los dedos con tus lágrimas, y con la otra quiere abarcar las dos tuyas, acariciándote y reteniéndote, rozándote el dorso con sus uñas rotas, como intentando levantarse hacia ti para decirte algo al oído o para besarte. La mano no suelta las tuyas, pero tras un estremecimiento muy leve ya no intenta apretarlas, y los ojos abiertos ya no te miran. Se te ha ido sin que te dieras cuenta, igual que se te fue tu madre, aunque esta vez no te hayas quedado dormida, se te ha ido tan furtivamente que ahora sólo sientes el estupor de que la muerte pueda suceder de una manera tan sigilosa, tan instantánea, como una tenue ondulación en el agua de un lago.
Quién podrá dormir esa noche en la que ya ha comenzado el ajetreo sigiloso que preludia el entierro, dirigido por mujeres expertas en los rituales prácticos del luto, en vestir a la muerta antes de que se empiece a quedar rígida, en encargar el ataúd y el catafalco sobre el que se posará y los cirios y el gran crucifijo que darán a la casa durante unas horas un aire sombrío de santuario, de lugar de culto del tiempo pasado y de la muerte. Escucho tu respiración suave en la oscuridad y sé que no estás dormida, aunque llevas mucho rato callada y no te mueves para no molestarme. Extraño la cama con las sábanas tan frías y la habitación que huele ligeramente a humedad y a cerrado, pero aún más las extrañarás tú, que no has vuelto a acostarte aquí desde el final de tu adolescencia, la primera cama y la primera habitación donde dormiste sola cuando te sacaron de la cuna y del dormitorio de tus padres, donde conociste el pánico y el insomnio en las noches de tormenta, cuando el retumbar de los truenos hacía vibrar los cristales de la ventana y te cegaba un relámpago con su claridad blanca y súbita, donde temías dormirte y soñar con la película de miedo que habíais visto tu prima y tú en el cine de verano, las dos arrebujadas en las sábanas, conversando noches enteras, explorando las confidencias de una secreta y desvergonzada intimidad física, la llegada de la primera regla y de los primeros novios, los bailes agarrados con otros hijos de veraneantes en la verbena de las fiestas del pueblo, en la penumbra pecadora y rojiza de las primeras discotecas en las que os aventurabais, tú siempre a la zaga de ella, que te hizo conocer por primera vez el mareo de la cerveza y el de los cigarrillos y que no parecía conocer ninguno de los limites en los que tú te detenías, ni el del pudor ni el del peligro. Quién iba a decir entonces que vuestros dos destinos serían tan distintos, que ella, tan parecida a ti, nacida al mismo tiempo que tú, iba a perderse poco a poco en laberintos de oscuridad e infortunio de los que ya no regresó y en los que también a ti te habría sido muy fácil caer, no de golpe, sino dejándote llevar despacio, derivando, igual que ella, que un año ya no volvió al pueblo a veranear con sus padres y su hermano, el que luego se hizo médico, tan serio y dócil desde niño que siempre fue el contrapunto exacto de ella.