Los ojos verdes, en la foto que su padre se quedaba mirando en silencio, como haciéndole una pregunta cuya respuesta él seguirá esperando siempre aunque sabe que ya no la obtendrá, el pelo ensortijado, la piel tostada, rubia de un sol de piscinas y veranos, los pómulos todavía carnosos de adolescencia, la sonrisa como un gesto de complacencia y desafío, la barbilla que se parece tanto a la tuya. Estaba muy flaca la última vez que la vi, pero todavía guapísima, tan alta, con el pelo rizado sobre la cara y ese brillo en los ojos verdes y misma risa loca que cuando hacíamos juntas alguna gamberrada. Pero se había quedado muy pálida, y hablaba con un deje lento que yo no le había conocido antes, y aunque estaba casada y ya tenía un hijo seguía contándome las mismas locuras que cuando empezábamos a salir con chicos en el pueblo. Me contó que había conocido a un tío en un tren y que a los pocos minutos se había encerrado con él a echar un polvo en el lavabo. Estábamos en una cafetería, y ella fumaba mucho, miraba siempre de soslayo, muy agitada, conteniéndose con mucho esfuerzo, porque se le veía que disfrutaba conmigo pero también que tenía mucha urgencia por irse, por conseguir algo que le hacía mucha falta y que le hacía morderse las uñas y encender un cigarro apenas había apagado otro, y también se nos notaba a las dos que a pesar del cariño y de los recuerdos ya no nos parecíamos, ya nos faltaban temas de conversación, referencias comunes, y nos quedábamos calladas, y ella volvía a mirar hacia la calle o apagaba el cigarro recién encendido en el cenicero, no lo apagaba, lo aplastaba torciéndolo. Quedamos que al siguiente verano vendríamos juntas al pueblo, pero yo no pude venir, porque tenía mucho trabajo, y ella tampoco apareció, y ya no la vi más. Hasta sus padres acabaron perdiéndole el rastro.
Cuando mi primo se enteró donde estaba ya no tenía remedio. Una ambulancia del hospital la había recogido en la calle. Me dijo que estaba tan desfigurada que sólo la reconoció de verdad por sus ojos. Te abrazas a mí, estrechándome fuerte, como cuando estás dormida y tienes un mal sueño, enredando tus pies helados a los míos, transida de un frío idéntico al que sentías de niña, un frío antiguo, de inviernos muy largos y casas sin calefacción, preservado en las habitaciones de esta casa igual que las fotos de los muertos y que las sensaciones más vívidas de una memoria anterior a la razón, pero ya rozada por la melancolía, por la intuición gradual de una pérdida irremediable y futura: el miedo súbito del niño a crecer, la intuición cruenta y venida de ninguna parte de que sus padres no serán siempre jóvenes, que envejecerán y morirán. Y también el miedo que te atenazaba en las noches siguientes a la muerte de tu madre, cuando no te atrevías a salir de tu dormitorio al cuarto de baño porque temías verla ante ti, en el pasillo en sombras, despeinada y con su camisón de enferma, como cuando volvió a casa y solo estuvo en ella unos días antes de que la ingresaran otra vez. Cerrabas los ojos y temías que al abrirlos ella estuviera parada delante de ti, a los pies de la cama, pidiéndote algo en silencio, y si sentías que durmiéndote tenías más miedo aún a que apareciera en tu sueño, y te despertabas con un sobresalto de angustia, creías escuchar ruidos de puertas abriéndose o de pasos, y sentías de nuevo el dolor crudo por su muerte y la espantosa ausencia en la que ahora habitabas y te avergonzabas de tener tanto miedo a su regreso, a verla ahora convertida el fantasma.
Hasta la habitación llegan desde abajo rumores de conversaciones y ruidos de pasos, el motor de un coche, el timbre de un teléfono, voces masculinas que dan instrucciones, objetos voluminosos que son desplazados o depositados en el suelo. Apartan muebles para hacer sitio al ataúd. Pero no quieres abandonarte a ese pensamiento, te resistes a imaginar la cara de tu tía muerta, estragada, no sólo por el cáncer, sino también por una vejez que no alcanzó a tu madre, y a la que ahora permanece tan invulnerable en los recuerdos como en las fotografías, una mujer delicada y joven para siempre, porque casi se te han borrado las imágenes de ella en el tiempo de la enfermedad, igual que por un raro azar no conservas fotos de sus últimos años, de modo que ahora la ves en la invariable juventud que le atribuías cuando eras niña e ignorabas aún que las personas cambian y envejecen, y finalmente mueren. Y así es como la veo yo también, espía atento e indagador de tu memoria que quisiera tan mía como tu vida presente. No puedo imaginarme a la mujer que sería ahora tu madre si no hubiera muerto, una señora de sesenta y tantos años, corpulenta, probablemente con pelo teñido. La veo como la ves tú, como sueñas a veces con ella, una madre joven que todavía conserva una sonrisa grácil de muchacha, cuya sombra intuyo a veces en tus labios, igual que puedo imaginar que su mirada se trasluce en la tuya, y que de ella proceden, ondulaciones en la superficie del tiempo, tu inclinación a la melancolía y a la provisionalidad y tu manera de ilusionarte por lo nuevo, el cuidado con que dispones en torno suyo las cosas, tu devoción por esta casa en la que ella y ti fuisteis niñas, por este paisaje de oasis con un fondo de cerros de desierto en el que ella quiso descansar, para estar siempre en la compañía de los suyos, los que se han ido poco a poco reuniendo con ella en el pequeño cementerio con las tapias color tierra, primero su sobrina, que murió todavía más joven y permanece a salvo del tiempo en la foto sobre el televisor ahora su hermana, esta noche, otro nombre añadido a la lápida del panteón de la familia, que tú mirarás mañana durante el entierro pensando tal vez por primera vez, sin que yo lo sepa, sin que quieras decírmelo, cuando yo me muera también quiero que me entierren con ellas.
Oh, tú que lo sabías
Desaparecen un día, se pierden y quedan borrados para siempre, como si hubieran muerto, como si hubieran muerto hace tantos años que ya no perduran en el recuerdo de nadie, que no hay signos tangibles de que hayan estado en el mundo. Alguien llega, irrumpe de pronto en una vida, ocupa en ella unas horas, un día, la duración de un viaje, se convierte en una presencia asidua, tan permanente que se da por supuesta y que ya no se recuerda el tiempo anterior a su aparición. Todo lo que existe, aunque sea durante unas horas, enseguida parece inmutable. En Tánger, en la oficina oscura de una tienda de tejidos, o en un restaurante de Madrid, o en la cafetería de un tren, un hombre le cuenta a otro fragmentos de la novela de su vida y las horas del relato y de la conversación parece que contienen más tiempo del que cabe en las horas comunes: alguien habla, alguien escucha, y para cada uno de los dos la cara y la voz del otro cobran la familiaridad de lo que se conoce desde siempre. Y sin embargo una hora o un día después ese alguien ya no está, y ya no va a estar nunca más, no porque haya muerto, aunque puede que muera y quienes lo tuvieron tan cerca no lleguen a saberlo, y años enteros de presencia calcificados por la costumbre se disuelven en nada. Durante catorce años, desde el 30 de julio de 1908, Franz Kafka acudió puntualmente a su oficina en la Sociedad para la Prevención de Accidentes Laborales en Praga, y de pronto un día del verano de 1922 salió a la misma hora de siempre y ya no volvió más, porque le habían dado la baja definitiva por enfermedad. Desapareció con el mismo sigilo con que había ocupado durante tanto tiempo su pulcro escritorio, en uno de cuyos cajones guardaría bajo llave las cartas que le escribía Milena Jesenska, y en el armario que había sido suyo siguió colgado durante algún tiempo después de su desaparición un abrigo viejo que Kafka reservaba para los días de lluvia, y al poco tiempo el abrigo desapareció también, y con él el olor peculiar que había identificado su presencia en la oficina durante catorce años.