Lo más firme se esfuma, lo peor y lo mejor, lo más trivial y lo que era necesario y decisivo, los anos que alguien pasa trabajando tristemente en una oficina o remordido de indiferencia y lejanía en un matrimonio, el recuerdo del viaje a una ciudad donde se vivió o a la que se prometió volver al final de una visita única y memorable, el amor y el sufrimiento, hasta algunos de los mayores infiernos sobre la Tierra quedan borrados al cabo de una o dos generaciones, y llega un día en que no queda ni un solo testigo vivo que pueda recordar.
Decía el señor Salama, en Tánger, que fue a visitar el campo de Polonia donde las cámaras de gas se habían tragado a su madre y a sus dos hermanas, y que sólo había un gran claro en un bosque y un cartel con un nombre en una estación de ferrocarril abandonada, y que el horror del que no quedaban ya huellas visibles estaba sin embargo contenido en ese nombre, en ese cartel de hierro oxidado que oscilaba sobre un andén más allá del cual no había nada, sólo la anchura del claro y los pinos gigantes contra un cielo bajo y gris del que manaba una lluvia silenciosa, desleída en la niebla, que goteaba en el alero del único cobertizo de la estación. Tan sólo un gran claro circular en un bosque, que podía ser el resultado de un antiguo trastorno geológico, de la caída de un meteorito. Era un campo tan poco importante que casi nadie conocía su nombre, dijo el señor Salama, y pronunció una palabra confusa que debía de ser polaca: pero tampoco el nombre de Auschwitz significaba nada para Primo Levi la primera vez que lo vio escrito en el letrero de una estación. En un lugar así, lejos de los campos principales, era más fácil que se perdiera a los deportados, que desparecieran sus nombres de aquellos registros minuciosos que llevaban siempre los alemanes, con el mismo celo administrativo y fanático con que organizaban sus planes colosales de transporte por ferrocarril de cientos de miles de cautivos en medio de los bombardeos Aliados y de los desastres militares de los últimos meses de la guerra.
Había raíles apenas visibles bajo la hierba húmeda, raíles oxidados y traviesas podridas, y una muleta del señor Salama tropezó o quedó enganchada en una de ellas y él estuvo a punto de caerse, gordo y torpe y humillado sobre la misma tierra en la que perecieron su madre y sus dos hermanas, por la que caminaron al llegar al campo, al bajarse del tren donde las habían llevado como a animales destinados al matadero, tres caras y tres nombres familiares en medio de una muchedumbre abstracta de víctimas desconocidas. Lo sujetó el guía, el superviviente que le había llevado en un coche viejo hasta allí, el que le señaló las formas ya apenas visibles de los muros, los rectángulos de cemento sobre los que habían estado los barracones, una especie de bardal bajo de ladrillo en el que nadie que no conociera muy bien el lugar habría reparado, y que era el único resto del pabellón donde habían estado los hornos crematorios, de los cuales sí que no quedaba nada, porque los alemanes los habían volado en el último momento, cuando hacía ya semanas que el cielo estaba rojo cada noche en el horizonte del este y la tierra temblaba por los cañonazos cada vez menos lejanos de la artillería rusa. Decenas de miles de seres humanos hacinados allí durante cuatro o cinco años, bajando en ese tren de los vagones de ganado y alineándose en las plataformas de cemento, ladridos de órdenes en alemán o en polaco y gritos de dolor y eternidades de desesperación, ecos de gritos o ladridos perdiéndose por la espesura inmensa de coníferas, marchas militares y valses tocados por una orquesta espectral de prisioneros, y de todo aquello no quedaba nada, sólo un claro en un bosque, entre el verde mojado de llovizna, altos pinos oscuros y niebla borrando la lejanía, los parajes que verían diariamente a través de las alambradas los cautivos, sabiendo que no volverían a pisar el mundo exterior, que estaban tan excluidos del número de los vivos como si ya hubieran muerto.
Qué habrá sido de aquel hombre flaco, huidizo, servicial que acompañó al señor Salama al lugar donde estuvo el campo, que había elegido para sí mismo el extraño destino de guardián y guía del infierno al que había sobrevivido, y del que ya no había querido alejarse, guardián de una extensión desierta en medio de un bosque y de un andén que ya no pertenecía a ninguna estación, arqueólogo de ladrillos renegridos y goznes viejos y puertas de horno lentamente podridas de herrumbre, buscador de residuos, testimonios, reliquias, escudillas metálicas y cucharas con las que los prisioneros tomaban la sopa, guía entre huellas de ruinas apenas visibles, cada vez más tapadas por la vegetación y más gastadas por el simple paso del tiempo, o embellecidas durante los inviernos por la blancura de la nieve. Cuando él muriera o estuviera demasiado viejo o se cansara de acompañar a los raros viajeros que iban a visitar ese campo de importancia secundaria, cuando él ya no estuviera para señalar los restos de un muro de ladrillo ennegrecido o una fila de plataformas de cemento, o una peculiar ondulación en la nieve no pisada, nadie advertiría la presencia de esos accidentes menores en el claro del bosque, ni repararía en que el crujido metálico bajo las suelas de sus botas era una cuchara que en algún momento fue uno de los tesoros más valiosos para la vida de un hombre, y desde luego nadie podría saber el significado atroz de unas hileras de ladrillos quemados, de un poste caído entre la hierba en el que hay clavado todavía un bucle de alambre espinoso.
Desaparecen, se quedan muy atrás en el tiempo, y la distancia va falsificando poco a poco el recuerdo, tan gradualmente como la lluvia, los años, el abandono, la fragilidad de los materiales, deshacen las ruinas de un campo de exterminio alemán perdido en los bosques fronterizos entre Polonia y Lituania, meticulosamente incendiado y destruido por sus guardianes en vísperas de la llegada del Ejército Rojo, que sólo encontró pavesas, escombros y zanjas mal tapadas en las que había yacimientos populosos de cuerpos humanos conservados intactos por el frío, arracimados, mezclados, desnudos, esqueléticos, adheridos los unos a los otros, decenas de millares de cuerpos sin nombre entre los que estaban, sin embargo, la mayor parte de los tíos y los primos y los cuatro abuelos del señor Isaac Salama, y también su madre y sus dos hermanas, que no pudieron salvarse como se salvaron él y su padre, porque ya era demasiado tarde para ellas cuando a finales del verano de 1944 les llegó uno de los pasaportes emitidos por la legación española en Hungría reconociendo la nacionalidad de las familias sefardíes que vivían en Budapest.
A nuestros vecinos, a mis amigos de la escuela, a los colegas de mi padre, a todos se los llevaban, dijo el señor Salama. Nosotros no salíamos de casa por miedo a que nos apresaran por la calle antes de que nos llegaran los papeles que nos había prometido aquel diplomático español. Oíamos en la radio que los Aliados iban a tomar París, y por el este los rusos ya habían cruzado las fronteras de Hungría, pero a los alemanes parecía que no les importaba nada más que exterminarnos a todos nosotros. Imagínese el esfuerzo que hacía falta para trasladar en tren por media Europa a cientos de miles de personas en medio de una guerra que ya estaban a punto de perder. Preferían usar los trenes para mandarnos a nosotros a los campos antes que para llevar a sus tropas al frente. Entraron en Hungría en marzo, el 14 de marzo, me acordaré siempre, aunque estuve muchos años sin acordarme de esa fecha, sin acordarme de nada. Llegaron en marzo y para el verano, puede que ya hubieran deportado a medio millón de personas, pero como temían que los rusos llegaran demasiado pronto y no les dejaran tiempo para enviar ordenadamente a todos los judíos húngaros a Auschwitz, a muchos los mataban de un tiro en la cabeza en medio de la calle, y tiraban los cuerpos al Danubio, los alemanes y sus amigos húngaros, los Cruces Flechadas, les llamaban, con los uniformes negros como los de las SS, y todavía más sanguinarios que ellos, todavía más rudos y mucho menos sistemáticos.