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Melancolía y penuria de los lugares españoles lejos de España. Tejadillos falsos, ficticias paredes encaladas, imitaciones de rejas andaluzas, mugre taurina y regional, fallera y asturiana, paellas grasientas y grandes sombreros mexicanos, decorados decrépitos que vienen de las litografías románticas y de las películas de ambiente andaluz que se rodaban en Berlín durante la guerra española. El tejadillo, el farol y la reja de aquel sitio de Copenhague que se llamaba Pepe’s Bar; la imitación de las cuevas del Sacromonte en un cruce de carreteras cerca de Frankfurt, donde daban sangría en diciembre y había sartenes de cobre y sombreros cordobeses y sombreros mexicanos colgados en las paredes; el tejadillo y la pared inevitable de cortijo en la Casa de España de Nueva York, a principios de los años noventa; el café Madrid, que aparecía inesperadamente en una esquina del barrio de Adam’s Morgan, en Washington D.C., entre restaurantes salvadoreños y tiendas de ropas baratas y maletas de las que venía música merengue, en parajes que de pronto se volvían de absoluta desolación, como barrios devastados, con filas enteras de casas quemadas o derruidas, con aparcamientos cerrados por alambradas, junto al solar de una casa incendiada había una tienda para novias etíopes, y más allá un salón funerario católico. De pronto se veía aquel letrero rotundo, café Madrid, junto a una Santo Domingo Bakery y a una casa de comidas cubana que se llamaba La Chinita Linda. Hacía una mañana helada en Washington, y la luz fría del sol invernal reverberaba en el mármol de los monumentos y los edificios públicos. Se subía por una escalera estrecha y en el primer piso estaba la puerta batiente del café Madrid, y se respiraba un aire cálido con olores aproximadamente familiares, tan inusitados como el crepitar del aceite hirviendo en el que se freía la masa blanca de los churros, o como la cara redonda y aceitosa de la mujer que servía las mesas, que tenía el aire rotundo de una churrera en un barrio popular de Madrid, pero que ya hablaba muy poco español, pues decía, con un deje contaminado de cadencias mexicanas, que sus papás la habían llevado a América cuando chamaquita. Carteles viejos de toros en las paredes, una montera sobre dos banderillas cruzadas, en una disposición como de panoplia de trofeos militares, el papel de las banderillas manchado de una cosa ocre que pasaría por sangre, y la montera llena de polvo, como apelmazada por años de humo de frituras. Carteles en color de paisajes españoles, propaganda de Iberia o del antiguo Ministerio de Información y Turismo: en el despacho del señor Salama había un paisaje manchego, una loma árida coronada de molinos de viento, todo con la luz plana y excesiva de las fotos y de las películas en color de los años sesenta. Había un cartel de la Sinagoga del Tránsito, en Toledo, y junto a él, idéntico en la preferencia y casi la devoción del señor Salama, otro del monumento a Cervantes en la plaza de España de Madrid: tenía esa misma luz limpia de invierno, de mañana fría de sol, y el señor Salama se acordaba de sus paseos juveniles por esa plaza que le gustaba tanto, aunque ya le parecía raro, hasta imposible, que él hubiera sido ese hombre joven y delgado que no llevaba muletas, que caminaba sobre dos piernas eficaces y ágiles, sin pensar nunca en el milagro de que lo sostuvieran y lo llevaran de un lado a otro como si su cuerpo no tuviera peso, imaginando que todo lo que tenía y disfrutaba iba a ser perenne, la agilidad, la salud, los veinte años, la felicidad de estar en Madrid sin vínculos con nadie, sin ser nada ni nadie más que él mismo, tan libre de la fuerza de gravedad del pasado como de la de la tierra, libre, provisionalmente, de su vida anterior y tal vez también de la vida futura que otros habían calculado para él, libre de su padre, de su melancolía, de su negocio de tejidos, de su lealtad a los muertos, a los que no pudieron salvarse, aquellos cuyo lugar ocuparon o usurparon ellos, padre e hijo, que sólo por casualidad no habían acabado en aquel campo relativamente menor donde perecieron sin dejar rastro tantos de su familia, de su ciudad y su linaje. Las tres hermanas de Franz Kafka desaparecieron en los campos de exterminio. En Madrid, hacia la mitad de los años cincuenta, el señor Isaac Salama estudiaba Económicas y Derecho y planeaba no volver a Tánger cuando terminara ese plazo de libertad que se le había concedido, y por primera vez en su vida estaba plenamente solo y sentía que su identidad empezaba y terminaba en él mismo, libre ahora de sombras y de linajes, libre de la presencia y la rememoración obsesiva de los muertos. Él no tenía la culpa de haber sobrevivido ni debía guardar luto perpetuo no ya por su madre y sus hermanas, sino por todos sus parientes, por los vecinos de su barrio y los colegas de su padre y los niños con los que jugaba en los parques públicos de Budapest, por todos los judíos aniquilados por Hitler. Si uno miraba a su alrededor, en una taberna de Madrid, en un aula de la universidad, si caminaba por la Gran Vía y entraba en un cine un domingo por la tarde, no encontraba por ninguna parte rastros de que todo aquello hubiera sucedido, podía dejarse llevar hacia una existencia más o menos idéntica a la de los demás, sus compatriotas, sus compañeros de curso, los amigos que no le preguntaban a uno por su origen, que no sabían apenas nada de la guerra europea ni de los campos alemanes.

En Madrid se le desvanecía el recuerdo de Tánger, como un lastre que había dejado caer al marcharse, y ya apenas sentía remordimiento por haber abandonado a su padre y estar viviendo gracias al dinero de un negocio al que no tenía la menor intención de dedicarse. De la vida anterior, Budapest y el pánico, la estrella amarilla en la solapa del abrigo, las noches en vela junto al receptor de radio, la desaparición de su madre y sus hermanas, el viaje con su padre, a través de Europa, con pasaporte español, asombrosamente le quedaban muy pocas imágenes, tan sólo algunas sensaciones físicas que tenían la irrealidad de los primeros recuerdos de la infancia. Vi en la televisión una entrevista con un hombre que se había quedado ciego a los veintitantos años: ahora tenía cerca de cincuenta, y decía que poco a poco todas las imágenes se le habían ido olvidando, se le habían borrado de la memoria, de manera que ya no sabía recordar cómo era el color azul, o cómo era una cara, y ya ni siquiera soñaba con percepciones visuales. Le quedaban residuos, que sin embargo se iban perdiendo, decía, la mancha blanca de un almendro en flor que había en el jardín de sus padres, el rojo de un balón de goma que tuvo de niño, y que era una bola del mundo. Pero se daba cuenta de que en cuanto pasaran unos pocos años más habría perdido hasta el significado de la verdad. En Madrid, durante los años de la universidad, yo me olvidé de la ciudad de mi infancia y de las caras de mi madre y de mis hermanas, de las que ni siquiera habíamos podido guardar mi padre y yo ni una sola foto, habiendo tantas en nuestra casa de Budapest, álbumes de instantáneas que tomaba mi padre con su pequeña Leica, porque la fotografía era una de sus aficiones, como la música y el cine, una de tantas cosas que desaparecieron de su vida cuando llegamos a Tánger y ya no tuvo tiempo ni ánimos para nada que no fuera el trabajo, el trabajo y el luto, la religión, la lectura de los libros sagrados que no había mirado jamás en su juventud, visitas a las sinagogas, que yo no había pisado desde que vinimos aquí, y a las que al principio no me importaba acompañarle. Pero no lo acompañaba, ahora que lo pienso, tenía la sensación de llevarlo yo de la mano, de guiarlo, como aquella mañana en Budapest, cuando nos enteramos de que habían detenido a mi madre y a mis hermanas. No sé ha dado cuenta de que los niños algunas veces si tenemos una responsabilidad agobiante hacia sus padres.