Después de muerto, el padre del señor Salama recobraba la presencia que había tenido muchos años atrás en la vida de su hijo, y recibía de la misma devoción que cuando lo llevaba de la mano por la calle, en Budapest o en Tánger, un niño apacible, obediente, gordito, que sonreía en una foto perdida, confusamente recordada, en la que llevaba una gorra de portero de fútbol y un pantalón bombacho de entreguerras, hijo orgulloso que alza los ojos hacia su padre, los dos con una estrella amarilla en la solapa. Un día de junio su padre compró un periódico y mirando de soslayo a un lado y a otro le señaló la primera página, en la que venía la noticia del desembarco de los Aliados en Normandía, y dobló enseguida el periódico y se lo guardó en un bolsillo, y le apretó fuerte la mano, transmitiendo en secreto su brusca y vigorosa alegría, urgiéndole a que no diera muestras de celebrar la invasión, en medio de una calle poblada de seguros enemigos. Cuando yo me muera dirás por mí el kaddish durante once meses y un día como un buen primogénito y viajarás al nordeste de Polonia para visitar el campo en el que perecieron tu madre y tus hermanas, a las que yo no pude salvar, y por las que no he dejado de guardar luto ni uno solo de los días de mi vida.
Ahora, el señor Isaac Salama, que no tenía un hijo que dijera el kaddish por él después de su muerte, se culpaba melancólicamente de haber sido un hijo pródigo y de que la ternura que volvía a sentir ya no pudiera consolar ni compensar a su padre muerto, y lo añoraba tan sin esperanza de reparación como él debió de añorar a su mujer y a sus hijas. Lo había querido tanto, dice, y se le humedecen los ojos, habían estado siempre tan unidos, no sólo cuando se quedaron solos, sino ya mucho antes, desde que él era muy pequeño, desde que tenía memoria, cuando cada tarde le iluminaba la vida la inminencia de la llegada de su padre, se había cobijado en él, lo había admirado como a un héroe de novela o de cine, lo había visto desmoronarse en medio de una calle y había sentido el peso aterrador de la responsabilidad y también el orgullo secreto de imaginar que la mano de su padre que se apoyaba en su hombro no lo protegía, sino que se sustentaba en él, su hijo primogénito.
Y de pronto, cuando tuvo dieciséis o diecisiete años, ya no quería vivir con él, ya le ahogaban casi todas las cosas que habían compartido desde que se quedaron los dos solos y llegaron a Tánger, sobre todo el luto, el dolor perpetuo, la rememoración de los muertos, la mujer y las hijas que su padre no había sabido salvar, sintiendo desde entonces que usurpaba indignamente sus vidas. Con el paso de los años, el luto de su padre en lugar de atenuarse se iba ensombreciendo de remordimiento, de rechazo huraño y ofendido de un mundo para el que los muertos no contaban, en el que nadie, incluyendo a muchos judíos, quería saber, ni recordar. Atendía su negocio con la misma energía y convicción con que se había dedicado a él cuando vivían en Budapest. En pocos años y como de la nada había logrado levantar una tienda que era una de las más modernas de Tánger y cuyo letrero luminoso, Galerías Duna, iluminaba al caer la tarde aquella zona burguesa y comercial bulevar Pasteur. Pero él, su hijo, se daba cuenta de que su actividad incesante y sagaz era pura apariencia, una imitación en el fondo malograda del hombre que el padre había sido antes de la catástrofe del mismo modo que la tienda era una imitación de la que había poseído y administrado en Hungría. Se iba volviendo cada vez más religioso, más obsesivamente cumplidor de los rituales, los rezos, las festividades, que en su juventud le habían parecido residuos de un mundo cerrado y antiguo del que él se sentía satisfecho de haber escapado. Tal vez en su gradual manía religiosa participaba un sentimiento de expiación, y ahora rezaba dócilmente al mismo Dios del que había renegado en sus días y noches insomnes de desesperación por permitir el exterminio de tantos inocentes. Y su hijo, que a los trece o a los catorce años lo acompañaba a la sinagoga con la misma solicitud con que le preparaba de noche la cena, o se aseguraba cada mañana de que hubiera tinta y papel en su escritorio, ahora encontraba cada vez más irritante aquel fervor religioso, y en todos los lugares en los que habitaba su padre empezaba a sentir una falta agobiante de aire, un olor a cerrado y a rancio que era el de las ropas de los judíos ortodoxos y el de las velas y la penumbra de la sinagoga, y también el olor polvoriento de las telas en el almacén donde ya no quería trabajar y del que no sabía cómo y con qué pretexto escaparse cuanto antes.
Pero cuando por fin se atrevió a manifestar su deseo de irse descubrió con sorpresa, y sobre todo con remordimiento, que su padre no se oponía a la partida, incluso lo alentaba a marcharse a estudiar a la Península, creyendo o fingiendo que creía que la aspiración de su hijo era hacerse cargo de la tienda cuando terminara la carrera, y que los conocimientos que adquiriese en ella les serían útiles a los dos en la renovación y el progreso del negocio.
Oía la sirena del barco que salía hacia Algeciras y contaba los días que me faltaban para hacer yo mismo ese viaje. Desde la terraza de mi casa podía ver de noche las luces de la costa española. Mi vida entera era el deseo de irme, de escaparme de todo lo que me apresaba y me agobiaba, como esas camisetas, camisas, jerseys, abrigos y bufandas que me ponía mi madre cuando era niño para ir a la escuela. Quería irme de la estrechura de Tánger, y del agobio de la tienda de mi padre, y de mi padre y su tristeza y sus recuerdos, y su remordimiento por no haber salvado a su mujer y a sus hijas, por haberse salvado él en su lugar. El día que por fin iba a irme amaneció con mucha niebla y avisos de marejada y yo temía que el barco de la Península no llegara, que no pudiera salir del puerto cuando yo hubiera subido a él con mis maletas y con mi billete anticipado para el tren de Algeciras a Madrid. El nerviosismo hacía que me irritara fácilmente con mi padre, que me sintiera importunado por su solicitud conmigo, por su manía de comprobarlo una y otra vez todo hasta el último momento, no fuera a olvidárseme algo, el pasaje del barco, el billete del tren, mis documentos de ciudadanía españoles, la dirección y el teléfono de la pensión en Madrid, el resguardo de mi matrícula en la universidad, la ropa de abrigo que me haría falta en cuanto llegara el invierno. Desde que salimos de Budapest yo creo que no nos habíamos separado nunca, y él debía de sentirse al mismo tiempo mi padre y mi madre, la madre que yo no tenía porque él no había sido capaz de salvarla. Habría dado cualquier cosa por evitar que me acompañara al puerto, pero no me atreví ni a sugerírselo indirectamente, por miedo a que se sintiera ofendido, y cuando vino conmigo y lo vi entre la gente que iba a despedir a otros viajeros me sentí hasta avergonzado, y la vergüenza me daba remordimiento y aumentaba mi irritación, mi impaciencia porque el barco se pusiera en marcha y yo no tuviera que seguir viendo a mi padre, avergonzándome de él, de su pinta de judío viejo de caricatura, porque en los últimos años, a la vez que se volvía más religioso, había envejecido mucho y se había encorvado, empezaba a parecerse en sus gestos y en su manera de vestir a los judíos pobres y ortodoxos de Budapest, los judíos del Este que nuestros parientes sefardíes miraban por encima del hombro, y que él, cuando era joven, había considerado con lástima y con un poco de soberbia como gente atrasada, incapaz de incorporarse a la vida moderna, enferma de preceptos religiosos y de falta de higiene. Sentía remordimiento por avergonzarme de él y por dejarlo, y también le tenía lástima, pero en realidad ni una cosa ni la otra me estropearon la alegría de irme, y me desprendí de mi padre y de Tánger y de mi vergüenza nada más salir el barco, nada más notar que se apartaba poco a poco del muelle. Aún estaba a unos metros de él, que me seguía diciendo adiós con la mano allí abajo, entre la gente, tan distinto a todos que no me gustaba que me asociaran a él. Yo también le decía adiós y le sonreía, pero ya me había ido, sin dejar de verlo ni alejarme unos metros del muelle de Tánger ya estaba lejísimos, por primera vez en mí vida, descargado de todo, no se puede imaginar de qué peso tan grande, de mi padre y de su tienda y de su luto y su culpa y de todo el dolor por nuestra familia y por todos los judíos aniquilados por Hitler, por todas las listas de nombres que había en la sinagoga, y en las publicaciones judías a las que estaba suscrito mi padre, y en los anuncios por palabras de los periódicos israelíes, donde se solicitaban rastros sobre los desaparecidos. Ya estaba solo. Ya empezaba y terminaba en mí mismo. Ya no era nadie más que yo. Me acuerdo de que alguien cerca de mí, en la cubierta, estaba escuchando un transistor, una de esas canciones americanas que se pusieron de moda por entonces. Parecía que la canción estaba llena de la misma clase de promesas que el viaje que yo tenía por delante. Nunca he tenido una sensación física de felicidad más intensa que al notar que el barco empezaba a moverse, que al ver Tánger a lo lejos, desde el mar, como lo había visto el día que llegamos mi padre y yo, escapados de Europa.