Cómo será de verdad Tánger, desfigurada en la memoria por el paso de los años, por la insolvencia del recuerdo, que nunca es tan preciso como lo finge la literatura. Quién puede recordar de verdad una ciudad, o una cara, sin el auxilio de las fotografías, que quedaron en los álbumes perdidos de una vida anterior, una vida que pareció invariable, sofocante, eterna, y sin embargo se disolvió sin dejar huellas, sin dejar apenas recuerdos, imágenes que se van perdiendo como los residuos de un campo en ruinas o como los colores que olvidan poco a poco quienes se han quedado ciegos, la ciudad en la que vivió hasta los doce años el señor Isaac Salama, las caras de sus hermanas y de su madre, la ciudad donde alguien se siente atado y apresado y de la que piensa que nunca va a poder marcharse, y sin embargo se va y un día ya no vuelve a ella, la mesa de oficina tras la que no se sentará de nuevo, y en uno de cuyos cajones, entre papeles oficiales ya inútiles, queda un paquete de cartas olvidadas que alguien tirará en la próxima limpieza, las cartas de Milena Jesenska que Kafka no guardó.
Sirenas de barcos y llamadas de almuédanos a la caída de la tarde, escuchadas desde la terraza de un hotel. Una confitería española que se parece a las de las ciudades de provincias de los años sesenta, un teatro español que está casi en ruinas y se llama Cervantes. Grandes cafés opacos de humo y rumorosos de conversaciones en árabe y francés en los que sólo hay hombres. Las teteras doradas, los estrechos vasos de cristal donde humea un té verde muy dulce. El laberinto de un zoco en el que huele a las especias y a los alimentos de la infancia. Un mendigo ciego con una chilaba desgarrada y marrón que parece hecha del mismo tejido que la capa del aguador de Sevilla de Velázquez; el mendigo esgrime un bastón y murmura una cantinela en árabe y de su cabeza encapuchada sólo se ve el mentón áspero de pelos blancos y ralos de barba, y la sombra que le cubre los ojos como un lóbrego antifaz. Hombres jóvenes permanecen indolentes y al acecho en las esquinas, cerca de los hoteles, y en cuanto distinguen al forastero lo asedian, le ofrecen su amistad, su ayuda como guías, intentan venderle hachis, o presentarle a una chica o a un chico, y si se les dice que no la negativa no les desalienta, y si no se les hace caso y se finge embarazosamente no verlos ellos no se rinden y siguen a la zaga de quien no sabe cómo eludirles y a la vez no quiere ser arrogante y ofensivo, con una mala conciencia de europeo privilegiado. El bulevar Pasteur, el único nombre de calle que permanece en el recuerdo, con sus edificios burgueses que podrían estar en cualquier ciudad de Europa, aunque de una Europa de otro tiempo, antes de la guerra, una ciudad con tranvías y fachadas barrocas, quizás la Budapest en la que el señor Salama nació y vivió hasta los diez años, y adonde nunca había vuelto, y de la que apenas le quedaban unas pocas imágenes sentimentales y lejanas, como postales coloreadas a mano. La ciudad más hermosa del mundo, se lo juro, el río más solemne, pura majestad, ni el Támesis ni el Tiber ni el Sena pueden comparársele, el Duna, tantos años después no me acostumbro a llamarlo Danubio. La ciudad más civilizada, creíamos, hasta que se despertaron aquellas bestias, no sólo los alemanes, los húngaros que eran peores que ellos y que no necesitaban sus órdenes para actuar con la máxima bestialidad, las Cruces Flechadas, los perros de presa de Himmler y Eichmann, húngaros que habían sido vecinos nuestros y que hablaban nuestra misma lengua, que a mí ya se me ha olvidado, o casi, en gran parte porque mi padre se empeñó en que no volviéramos a hablarla, ni siquiera entre nosotros, entre él y yo, los únicos que habíamos quedado de toda nuestra familia, los dos solos y perdidos aquí, en Tánger, con nuestro pasaporte español, con nuestra nueva identidad española que nos había salvado la vida, que nos había permitido escaparnos de Europa, adonde mi padre ya no quiso nunca volver, la Europa que él había amado sobre todas las cosas y de la que se había enorgullecido, Brahms y Schubert y Rilke y toda aquella gran basura de lujo que le tenía trastornada la cabeza y de la que luego renegó para querer convertirse en lo que tampoco era, un judío celoso de la Ley y aislado y huraño entre los gentiles, él, que de niños jamás nos llevó a la sinagoga ni a mis hermanas ni a mí ni celebró ninguna fiesta litúrgica, que hablaba francés, inglés, italiano y alemán pero apenas sabía unas palabras en hebreo, y una o dos canciones de cuna en judeoespañol, aunque de ese origen sí le gustaba enorgullecerse cuando vivíamos en Budapest. Sefarad era el nombre de nuestra patria verdadera aunque nos hubieran expulsado de ella hacía más de cuatro siglos. Me contaba que nuestra familia había guardado durante generaciones la llave de la casa que había sido nuestra en Toledo, y todos los viajes que habían hecho desde que salieron de España, como si me contara una sola vida que hubiera durado casi quinientos años. Hablaba siempre en primera persona del pluraclass="underline" habíamos emigrado al norte de África, y luego algunos de nosotros nos establecimos en Salónica, y otros en Estambul, donde llevamos las primeras imprentas, y en el siglo XIX llegamos a Bulgaria, y a principios del XX uno de mis abuelos, el padre de mi padre, que se dedicaba a comerciar en grano a lo largo de los puertos el Danubio, se asentó en Budapest y se casó con la hija de otra familia de su mismo rango, porque en esa época los sefardíes se consideraban por encima de los judíos orientales, los askenazis pobres de las aldeas judías de Polonia y de Ucrania, los que escapaban de los pogromos rusos. Nosotros éramos españoles, decía mi padre en su plural orgulloso. ¿Usted sabía que un decreto de 1924 nos devolvió los sefardíes la nacionalidad española?
El Ateneo Español, las Galerías Duna, las luces de la costa española brillando de noche, tan cerca como si no estuvieran al otro lado del mar, s¡ no en la otra orilla de un río caudaloso y muy ancho, el Danubio, el Duna que el señor Isaac Salama veía en su infancia, las aguas a las que en la primavera y el verano de 1944 los alemanes y sus lacayos arrojaban a los judíos asesinados de cualquier manera en medio de la calle, a la luz del día apresuradamente, porque se acercaba el Ejército Roo y era posible que las vías férreas quedaran cortadas y que ya no hubiese forma de seguir enviando convoyes de muertos en vida hacia Auschwitz o Belger-Belsen, o hacia esos campos menores de los que no queda ni la memoria de sus nombres. España está a un paso y a una hora y media en barco, son esas luces que se ven desde la terraza del hotel, pero en la conversación del señor Isaac Salama, en las galerías Duna o en el Ateneo Español, España se ve tan lejos como si estuviera a miles de kilómetros, al otro lado de océanos, como si uno la recordara en el Hogar Español de Moscú un mediodía mortecino de invierno o en el café Madrid de Washington D.C.: España es un sitio casi inexistente de tan remoto, un país inaccesible, desconocido, ingrato, llamado Sefarad, añorado con una melancolía sin fundamento ni disculpa, con una lealtad tan asidua como la que se fueron pasando de padres a hijos los antecesores del señor Isaac Salama, el único de todo su linaje que cumplió el sueño heredado del regreso para ser expulsado otra vez y ya definitivamente, por culpa de un infortunio que él, con los años, ya no consideraba obra injusta del azar, sino consecuencia y castigo de su propia soberbia, de la culpable desmesura que le había empujado a avergonzarse de su padre y a renegar de él en lo más hondo de su corazón.