Pero se han ido haciendo mayores sin que nos diéramos cuenta y se nos vuelven unos desconocidos, huéspedes huraños de nuestra misma casa, encerrados en esos cuartos que se han vuelto como madrigueras sombrías, de las que salen a veces músicas insufribles, olores o ruidos que preferimos no identificar. Ya no quieren volver, y si les dice uno algo lo miran como a un viejo lamentable, como a un inútil, como si estuviera en las manos de uno encontrar de nuevo un trabajo seguro y decente cuando se ha pasado de los cuarenta y cinco años. Ya se han olvidado de todas las cosas que tanto les gustaban, la emoción de las túnicas y de los capirotes que les cubrían la cara como novelescos antifaces (Godino insiste en que la palabra nuestra es capirucho), el escándalo de las trompetas y de los tambores, el gusto de los puntos americanos que se vendían sólo en Semana Santa, pirulís de caramelo rojo rodeado por una espiral de azúcar, comprados en el puesto callejero de aquel hombre diminuto al que apodaban oportunamente Pirulí, que se murió hace unos pocos años, aunque a nosotros, que lo veníamos viendo desde niños, nos pareciera tan inmutable como la misma Semana Santa. Tampoco las atracciones de la feria les llaman ya la atención, y es como si sólo nosotros, sus padres, conserváramos algo de nostalgia y de gratitud por los modestos carruseles de hace tantos años, las cunicas, según les decíamos de niños, según les enseñamos a ellos a decir. Nada de lo que a nosotros nos gusta tiene ya significado para ellos, y de vez en cuando se nos quedan mirando con lástima o con indiferencia, y nos hacen sentirnos ridículos, vernos a través de lo que ven sus ojos en nosotros, gente gastada y mayor a la que no sienten que deban agradecerle nada, que les provoca sobre todo irritación y aburrimiento, y de la que se apartan como queriendo desprenderse de las telarañas sucias de polvo del tiempo al que nosotros pertenecemos, el pasado.
Vivir en él, en el pasado, qué más quisiera yo. Pero ya no sabe uno dónde vive, ni en qué ciudad ni en qué tiempo, ni siquiera está uno seguro de que sea la suya esa casa a la que vuelve al final de la tarde con la sensación de estar importunando, aunque se haya marchado muy temprano, sin saber tampoco muy bien adonde, o para qué, en busca de qué tarea que le permita creerse de nuevo ocupado en algo útil, necesario. En una de las últimas comidas de hermandad, la que tuvimos con motivo de la entrega a Jacob Bustamante de nuestra Medalla de Plata, Godino me reprochaba afectuosamente que llevara ya dos años seguidos sin ir a nuestra ciudad en Semana Santa. Yo le daba a entender que estaba pasando una época algo difícil, con la esperanza de que él, hombre de tantos recursos y conocimientos, pudiera echarme una mano, pero tampoco le pedía su ayuda abiertamente, por orgullo y por miedo a perder consideración a sus ojos. El desánimo, el pundonor herido, me mantenían más apartado que otras veces de las actividades de nuestra casa regional, aunque procuraba no faltar a las reuniones de la directiva, y me mantenía escrupulosamente al día en el pago de mis cuotas mensuales, Pero iba, de la mañana a la noche, como ausente de mí mismo, de un lugar a otro de Madrid, de un trabajo a otro, promesas que nunca llegaban a materializarse, encuentros que por algún motivo siempre se frustraban, chapuzas inseguras que me duraban unas semanas, unos pocos días. Pasaba horas esperando sin hacer nada o tenía que apresurarme para llegar a algo que se me frustraba por unos minutos de retraso.
Una mañana, en la plaza de Chueca, que yo cruzaba con el corazón en un puño, con la mirada recta, para no ver lo que sucedía alrededor, el trapicheo de la droga, el espectáculo de aquellos individuos sonámbulos, hombres y mujeres, con caras de muertos y andares de zombis, de enfermos de algo terrible, me encontré con mi paisano Mateo Chirino, al que cuando yo era pequeño llamaban Mateo Zapatón, no sólo por su oficio de zapatero, sino también por su tamaño, porque era un hombre más grande que la mayoría en esos tiempos, y usaba, me acuerdo, unos zapatos muy grandes, negros, con suela recia, unos zapatos inmemoriales que él mismo debería de llevar toda la vida remendando. Me fijé en eso cuando lo vi de nuevo, en sus zapatos inmensos, que parecían los mismos de hace no sé cuántos años, aunque ahora estaban deformados por los juanetes. Yo iba con mi traje oscuro de las entrevistas de trabajo, con mi maletín negro y mis carpetas: me habían aceptado, a prueba, como vendedor a comisión de materiales de autoescuela. Parado en el centro de la plaza de Chueca, con un abrigo grande, con un sombrero verde de corte tirolés al que no le faltaba ni el adorno de una pluma, Mateo Zapatón estaba observando benévolamente algo, como un jubilado fornido y holgazán, y parecía sostenerse sobre sus zapatones negros como sobre el pedestal de una estatua o el tocón de un olivo, así de arraigado al lugar donde estaba, el barrio de Madrid donde vivía ahora, y en el que daba la impresión de encontrarse igual de a gusto que en nuestra lejana ciudad común.
También su cara era la misma que yo recordaba, como intacta a pesar del tiempo: para un niño todos los adultos son más o menos viejos, así que cuando se hace mayor y vuelve a verlos al cabo de los años le parece que no han cambiado nada, que siguen en la misma edad estática que él les atribuyó cuando los veía en su infancia, cuando imaginaba que las personas han de permanecer siempre idénticas, y siempre han sido así, él siempre niño y sus padres siempre jóvenes, sin rastro de desgaste ni amenaza de morir. Lo vi una mañana muy fría de invierno, una de esas ingratas mañanas laborales de Madrid en las que las fachadas de los edificios tienen el mismo gris sucio del cielo sin lluvia. Yo iba, como siempre, angustiado por la falta de tiempo, por el apuro de llegar tarde a la cita con un cliente, el dueño de una autoescuela de la calle Pelayo. Había cometido el error de venir en mi coche y el poco tiempo que hubiera tenido para tomar un café lo perdí buscando aparcamiento por esas calles imposibles, llenas de tráfico, de gente, de travestís sin afeitar, de maleantes, de drogadictos, de repartidores de cosas, de furgonetas de carga y descarga que cortan la calzada y provocan una estridencia de cláxones que acaba ya de trastornarle a uno los nervios.
Iba tarde, iba en ayunas, había dejado el coche tan mal aparcado que no era improbable que se lo llevara la grúa, pero fue ver a Mateo Zapatón y el gusto de los recuerdos que su figura me despertaba pudo más que la prisa. Tan alto como siempre, erguido, con la misma expresión apacible en la cara, la nariz grande y los ojos un poco saltones, los carrillos rojos de frío y de salud, aunque ya aflojados por la edad, los andares tan firmes como cuando desfilaba vestido de penitente delante del trono de la Santa Cena, manejando su gran varal de directivo de la cofradía.
Aquel trono era uno de los más espectaculares de la Semana Santa, y el que más figuras tenía, los doce apóstoles en torno a la mesa con mantel de hilo y Cristo de pie en un extremo, una mano en el corazón y la otra alzada en el gesto de bendecir, y la orla de oro en torno a su cabeza vibrando con el movimiento majestuoso de las ruedas del trono sobre las calles adoquinadas o empedradas de entonces, con la misma tenue agitación con que se movían las llamas de las tulipas y el mantel blanco sobre el que estaban dispuestos el pan y el vino para el sacrificio litúrgico. Todos los apóstoles miraban hacia Jesús y tenían delante de las caras un pequeño foco que se las iluminaba dramáticamente de luz blanca; todos salvo Judas, que volvía la cabeza con un gesto de remordimiento y de codicia y miraba la bolsa de monedas de su traición, medio oculta detrás de su asiento. La luz que le daba a Judas en la cara era verde, un verde amarillento de malhumor hepático, y en nuestra ciudad todos sabían que esos rasgos que odiábamos los niños tanto como los de los malvados de las películas eran los de un sastre que tenía su tienda y su obrador en una esquina de la calle Real muy próxima al portal de Mateo Zapatón.