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Si no hubiera conducido tan temerariamente aquel coche, piensa día tras día, con el mismo luto obsesivo con que su padre pensaba en la mujer y en las hijas a las que no había podido salvar, si no hubiera tenido tanta prisa para volver cuanto antes a la Península, por subir hacia Madrid no en los lentos trenes nocturnos que cruzaban el país entero desde el sur hacia el norte como corrientes poderosas y oscuras de ríos, sino en el coche que su padre le había regalado como premio al terminar con tanta brillantez las dos carreras que había estudiado simultáneamente. Pero ya ninguno de los dos mantenía la ficción de que los títulos universitarios del señor Salama iban a servir para que prosperase aún más el negocio de los tejidos del bulevar Pasteur. Tánger, le dijo su padre, cuando él volvió al final del último curso, ya no seguiría siendo mucho más tiempo la ciudad internacional, agitada y abierta a la que habían llegado los dos en 1944. Ahora Tánger pertenecía al Reino de Marruecos, y poco a poco los extranjeros tendrían que marcharse, nosotros los primeros, dijo su padre con un brillo fugaz de la agudeza y el sarcasmo de otros tiempos. Sólo espero que nos echen con mejores modales que los húngaros, o que los españoles en 1492.

Dijo eso, los españoles, como si no se considerase ya uno de ellos, aunque tuviera la nacionalidad y durante una parte de su vida hubiera sentido tanto orgullo de pertenecer a un linaje sefardí. El señor Salama comprendió que su padre estaba calculando la posibilidad de vender el negocio y emigrar a Israel. Pero por nada del mundo quería él cambiar otra vez de país: tenía que haberle hecho caso a mi padre, dice ahora, en otro de los episodios e su arrepentimiento, porque España no quiere saber nada de las cosas españolas de Tánger ni de los españoles que todavía quedamos aquí. En Maruecos cada vez hay menos sitio para nosotros, pero en España tampoco nos quieren. Con la pensión que yo cobraré cuando cierre esa tienda que ya casi no me deja nada y me jubile, no tendré para vivir en la Península, así que me quedaré para morir en Tánger, donde cada vez somos menos los españoles y cada vez más viejos y más extranjeros. Podría irme a Israel, desde luego, pero qué hago yo en un país que no conozco de nada, a mi edad, en el que no tengo a nadie.

Si le hubiera hecho caso entonces a su padre, si hubiera tenido al menos un poco e paciencia, si no hubiera conducido a tanta velocidad por una de aquellas carreteras españolas de los años cincuenta, hinchado de soberbia, dice, torciendo despectivamente los labios carnosos, creyendo que lo podía todo, que era capaz de controlarlo todo.

Un poco antes del amanecer, a la salida de una curva muy cerrada, el coche se le fue al lado izquierdo de la carretera y vio de frente los faros amarillos de un camión. Tenía que haberme muerto entonces, dice el señor Salama, y se da cuenta de que está repitiendo las mismas palabras que le escuchó a su padre tantas veces, el mismo afán de corregir el pasado tan sólo en unos minutos, en segundos: si no las hubiéramos dejado solas en casa, si hubiéramos tardado un poco menos en volver, la vida entera imperceptible quebrada para siempre en una fracción de tiempo, en una eternidad de remordimiento y vergüenza, la vergüenza horrible que sentía el señor Salama al verse paralítico a los veintidós años, al caminar con muletas y arrastrando dos piernas inútiles, sabiendo que nunca más podría sostenerse en pie, que ya no tendría no la fuerza física, sino el coraje moral necesario para emprender la vida que había deseado tanto, que había creído estar tocando casi con los dedos.

No quería que me viera nadie, dice, quería quedarme escondido en la oscuridad, en un sótano, como esos monstruos de las películas. Tardó años en salir con algo de normalidad a la calle, en caminar por la tienda apoyándose en las muletas. Notaba que se iba deformando poco a poco, que tenía las piernas cada vez más flacas y el torso más hinchado, los hombros muy anchos y el cuello hundido. Se caía en la tienda delante de algunas parroquianas, en los tiempos en que aún había mucha clientela, y cuando los dependientes iban corriendo a levantarlo del suelo los odiaba más aún de lo que se odiaba a sí mismo, y cerraba los ojos como en el hospital y se quería morir de vergüenza.

Qué puede entender usted, y perdóneme que se lo diga, si tiene sus dos piernas y sus dos brazos. Eso sí que es una frontera, como tener una enfermedad muy grave o muy vergonzosa o llevar una estrella amarilla cosida a la solapa. Yo no quería ser judío cuando los otros niños me tiraban piedras en el parque de Budapest al que iba a jugar con mis hermanas, que eran más grandes y más valientes que yo y me defendían. Ser judío me daba entonces la misma vergüenza y la misma rabia que me dio después quedarme paralítico, tullido, cojo, nada de minusválido o discapacitado, como dicen esos imbéciles, como si cambiando la palabra borraran la afrenta, me devolvieran el uso de las piernas. Cuando tenía nueve o diez años, en Budapest, lo que yo quería no era que los judíos nos salváramos de los nazis. Se lo digo y me da vergüenza: lo que yo quería era no ser judío.

Por la ventana abierta del pequeño despacho del señor Salama entra un aire tibio, como de atardecer de mayo, aunque era diciembre en aquella visita, y llega con claridad el canto de un muecín, amplificado por uno de esos rudimentarios altavoces que cuelgan precariamente de algunos alminares, y el retumbar denso de la sirena de un barco que entra en puerto o sale de él. El señor Salama, con un gesto de desagrado, ha llamado a la tienda para preguntar si hay alguna novedad, y le ha dicho en francés a alguien que tardó mucho en contestar al teléfono que ya no podrá ir antes del cierre, porque a las ocho empieza el concierto de piano en el salón de actos del Ateneo. Ayer se inauguró la Semana Cultural Española, con la conferencia sobre literatura, que tuvo cierto público, pero hoy el señor Isaac Salama está preocupado, porque el pianista que actúa no es muy conocido, y él teme que tampoco sea demasiado bueno. Si lo fuera no vendría a Tánger a dar un concierto por tan poco dinero. Da miedo y melancolía, de antemano, imaginar el salón de actos con sólo unas pocas sillas ocupadas, el arco como de cortijo andaluz sobre el escenario, el pianista con un frac ya muy viajado, inclinándose hacia el público retraído y escaso con un ademán enfático, el flequillo de la melena romántica tapándole media cara cuando se vuelva a incorporar. No ha habido dinero para imprimir todos los carteles que hubieran hecho falta, para enviar a tiempo las invitaciones. Además es miércoles, quizás hay en la televisión un partido internacional. En los cafés grandes y sombríos de Tánger, en los que había al entrar un olor acre de sudor masculino y de tabaco negro, como en los bares españoles de hace treinta años, se veía a veces una multitud de caras oscuras y alzadas hacia la pantalla de un televisor, mejillas sin afeitar y ojos de mirada intensa: era que estaban viendo un partido de fútbol en la televisión española, o uno de esos concursos de azafatas en minifalda recostadas sobre coches flamantes. Ésa es la única cultura que deja aquí España, clamaba el señor Salama, la televisión y el fútbol, y el idioma perdiéndose, y nuestro Ateneo sin ayudas, comido por las trampas mientras en la Península se gastan miles de millones en esa Babilonia de la Expo de Sevilla. Mire los franceses, en cambio, compare nuestro Ateneo con la Alliance Française, el palacio opulento que tienen, los ciclos de cine que organizan, las exposiciones que traen, el dinero que se gastan en publicidad, que nos tapan todos los carteles, los pocos que podemos costearnos. ¿Se ha fijado en lo alta que ondea la bandera francesa? Voy allí, porque me invitan siempre, y me muero de envidia. Me invitan los franceses, pero a los españoles se les olvida a veces invitarme, no a mí, que no soy nadie, sino al Ateneo, nos dan de lado siempre que pueden, la gente de la embajada, los del consulado, como si no existiéramos. El señor Salama respira con agitación, los codos clavados sobre la mesa, el torso ancho volcado sobre los papeles, las manos buscando algo en medio del desorden, entre programas de conciertos, cartas, facturas sin pagar, tarjetas de invitación. Se hace tarde y no encuentra lo que busca, mira el reloj, comprueba que faltan ya pocos minutos para que empiece el concierto, recital de piano a cargo del acreditado virtuoso D. Gregor Andrescu, obras de F. Schubert y F. Liszt, entrada gratuita, se ruega puntualidad. Pánico a que no asista casi nadie, a estar sentado en primera fila y ver tan de cerca la cara de decepción y la sonrisa obligatoria del pianista, que según el señor Salama era una figura de primera magnitud en Rumania antes de escaparse al Oeste y de conseguir asilo político en España.