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Pero el señor Salama ha encontrado lo que buscaba, una tarjeta de invitación redactada en francés, impresa en cartulina sólida y brillante, con el escudo de la República dorado, y al pie, sobre una línea de puntos, su nombre escrito con tinta china y con una caligrafía exquisita, M Isaac Salama, directeur de L Athénée Espagnol, la prueba indudable de que la Invitación está personalmente dirigida a él, de que otros, siendo extranjeros, le guardan una consideración que no le tienen sus compatriotas. Inolvidable esa exposición, dice, recobrando la tarjeta, que mira de nuevo como para comprobar que su nombre y su cargo siguen escritos a mano en ella, nosotros no podremos nunca traer nada comparable: manuscritos de Baudelaire, primeras ediciones de Les Fleurs du mal y Spleen de Paris, las páginas de pruebas con las tachaduras y correcciones que él mismo hizo. Qué raro, pensaba yo, dice, que estas cosas tan íntimas hayan durado tanto, que hayan llegado hasta aquí para que yo las vea. Y se le humedecen los ojos cuando se acuerda de la emoción de ver, copiado en limpio por la misma mano del poeta, el soneto a la bella desconocida à la passante, que es de todos los de Baudelaire que más le gusta al señor Salama, el que se sabe de memoria y repite en un francés admirable, aprendido de su madre en la infancia, deteniéndose con delectación y cierto melodramatismo en el último verso:

Ô toi que j’eusse aimé! Ô toi qui le savais!

Se queda como empantanado en un silencio trágico, en una actitud insondable de remordimiento y penitencia. Mira como a punto de decir algo, la mirada fija y húmeda, abre la boca, tomando aire para hablar, pero justo cuando empezaba a hacerlo llaman a la puerta del despacho. Entra una señora mayor, flaca, con gafas colgando de una cadenilla, la bibliotecaria y secretaria del Ateneo. Cuando ustedes quieran bajar, el maestro Andrescu dice que ya está preparado.

Desaparecen un día, muertos o no, se pierden y se van borrando del recuerdo como si nunca hubieran existido, o se van convirtiendo en otra cosa, en figuras o fantasmas de la imaginación, ajenos ya a las personas reales que fueron, a la existencia que tal vez sigan llevando. Pero a veces surgen de nuevo, saltan del pasado, llega por el teléfono una voz que no se escuchaba hace años o alguien dice con naturalidad un nombre que ya parecía del todo imaginario, el nombre de un muerto o el de un personaje de ficción. Muy lejos de Tánger, muchos años después, en otra vida, a tanta distancia temporal que los recuerdos han perdido toda su precisión, y hasta casi toda su sustancia, en un tren en el que viaja un grupo de literatos y profesores, a través de un paisaje de colinas verdes y brumas (pero también ese tiempo va quedando ya lejos, y la ocasión se desdibuja, como las caras entonces usuales de los compañeros de tren), alguien dice el nombre del señor Salama, seguido por una expresión de burla y asombro y una carcajada:

«No me digas que lo conociste tú también, al viejo Salama, años y años sin acordarme de él. Qué plasta me dio el tipo, si alguien llega a advertirme a tiempo no piso Tánger, y menos por la mierda que pagaban en aquel sitio, que estaba cayéndose. Entrañable, el judío, y muy servicial, ¿no es verdad? Pero muy pesado, no te dejaba ni a sol ni a sombra, a que no te recogía por la mañana en el hotel y te llevaba a todas partes, un poco más y hasta a mear, y todo el rato con lo mismo, con la tabarra de que nadie le hacía caso en España, y aquellas historias que contaba de cuando llegó a Tánger, ¿no fue en los años cuarenta? Parece que era de una familia de dinero, en Checoslovaquia o por ahí, y que tuvieron que pagar un dineral para que los nazis los dejaran salir. Vamos, con detalle no me acuerdo, porque hace mil años, era esa época en que ibas a todas partes, a dar todos los bolos que te pedían, y aquel pelma en el teléfono era simpático, muy florido hablando, ¿verdad? Sería un honor, aunque por desgracia los emolumentos no podrían ser muy generosos, que sin que la importancia de apoyar la cultura española en África. ¿A que hablaba así? Qué pesado, el judío, todo el día para arriba y para abajo con las muletas, ¿no había tenido un accidente de coche? Yo soy discapacitado ni minusválido, decía, soy cojo. Y ahora que me acuerdo, hablando de la cojera, ¿a ti no te contó lo del viaje en el tren a Casablanca cuando conoció a una tía? Pues ya es raro, porque parece que se lo contaba a todo el mundo, en cuanto se bebía dos copas, y empezaba siempre por lo mismo, un poema de Baudelaire, ¿tampoco te lo llegó a recitar?»

Sin que uno lo sepa, otros usurpan historias o fragmentos de su vida, episodios que uno cree guardar en la cámara sellada de su memoria, los que son contados por gente a la que uno tal vez ni siquiera conoce, gente que los escuchó y que los repite deformándolos, adaptándolos a su capricho o a su falta de atención, o a un cierto efecto de comicidad o maledicencia. En alguna parte, ahora mismo, alguien cuenta algo que tiene que ver íntimamente conmigo, algo que presenció hace años y que yo tal vez ni siquiera recuerdo, y como no lo recuerdo tiendo a suponer que no existe para nadie, que se ha borrado del mundo tan completamente como de mi memoria. Partes de ti mismo que se van quedando en otras vidas, como habitaciones en las que viviste y ahora ocupan otros, fotografías o reliquias o libros que te pertenecieron y que ahora toca y mira un desconocido, cartas que siguen existiendo cuando quien las escribió y quien las recibía Y las guardaban llevan mucho tiempo muertos. Muy lejos de ti se cuentan escenas de tu vida, y en ellas tú eres alguien no menos inventado que un personaje secundario en un libro, un transeúnte en la película o en la novela de la vida de otro.

Apenas hay detalles, y da pereza inventarlos, falsificarlos, profanar con la usurpación de un relato lo que fue parte dolorosa y real de la experiencia de alguien. Quién eres tú para contar una vida que no es tuya. En el tren, en Asturias, camino de un congreso de literatura, por distraer el tiempo lento del viaje, por la simple vanidad de contar con la adecuada ironía algo que a uno no le importa nada, y tampoco a quienes le escuchan, el escritor que ha dicho en voz alta el nombre del señor Salama, aunque no se acordaba de si era Isaac o Jacob o Jeremías o Isaías, empieza un relato que sólo dura unos minutos, y no sabe que de algún modo está culminando una afrenta, agravando una vejación.