El señor Isaac Salama sube a un tren con destino a Casablanca, adonde tiene que viajar por motivos de negocios. Cabe imaginar que tiene cuarenta, cuarenta y tantos años, que desde hace un cierto tiempo, desde la jubilación de su padre, se viene encargando de dirigir las Galerías Duna, que han caído ya en un cierto declive, como esas tiendas grandes de las capitales españolas de provincia que fueron muy modernas a finales de los cincuenta, en los primeros sesenta, y que después se quedaron como detenidas en el tiempo, inmóviles con una modernidad envejecida, poco a poco arqueológica. Cuando va a viajar en tren, el señor Isaac Salama tiene la costumbre de llegar muy pronto a la estación, ya que así puede ocupar su asiento antes que cualquier otro viajero, y evitar que lo vean moverse con torpeza y agobio sobre sus dos muletas. Las esconde bajo el asiento, o las deja bien simuladas sobre la redecilla de los equipajes, a ser posible detrás de su propia maleta, aunque también calculando los movimientos necesarios para recuperarlas sin dificultad, y dejando al alcance de las manos las cosas que necesitará durante el viaje. También procura llevar una gabardina ligera, para echársela por encima de las piernas. Es la época en que los trenes tienen todavía departamentos pequeños con los asientos enfrentados. Si alguien ocupa un asiento próximo al suyo, el señor Isaac Salama puede pasarse el viaje entero sin moverse, o esperando que el otro se baje antes que él, y sólo en caso extremo se levantará y recogerá las muletas para ir al lavabo, arriesgándose a que le vean por el pasillo, a que se aparten mirándolo con lástima o burla o incluso le ofrezcan ayuda, le sostengan una puerta o le tiendan una mano.
Es casi la hora de salida del tren y para la satisfacción del señor Salama nadie ha entrado en su departamento. Viajando en primera clase eso le ocurre con cierta frecuencia, justo cuando el tren ha empezado a moverse irrumpe una mujer, tal vez agitada por la prisa que ha debido darse para llegar en el último minuto. Se sienta frente al señor Salama, que encoge sus piernas tullidas bajo la gabardina. Él no se ha casado, apenas se ha atrevido a mirar a una mujer desde que se quedó inválido, tan avergonzado de su diferencia ultrajante como cuando de niño le obligaron a ponerse en la solapa del abrigo una estrella amarilla.
La mujer es joven, muy guapa, muy conversadora, cultivada, seguramente española. A pesar de la reticencia del señor Salama, al poco rato de empezar el viaje ya hablan como si se conocieran de siempre, sobre todo ella, que tiene el don de explicarse con claridad y fluidez, pero también el de prestar una atención golosa a lo que le cuentan, de pedir enseguida detalles sin ser entrometida. Sin darse cuenta se inclinan el uno hacia el otro, las manos puede que se rocen en algunos ademanes, las rodillas, desnudas las de la mujer, sin medias, las del señor Salama encogidas y ocultas bajo la tela de la gabardina. Conversan de perfil contra el paisaje que huye por la ventana hacia la que no se vuelve ninguno de los dos. El señor Salama siente un deseo sexual muy fuerte, pero también muy claro y estremecido de ternura, una promesa física de felicidad que le parece ver reflejada y correspondida en los ojos de la mujer.
A los dos les gustaría que durara siempre el viaje: el gozo de ir en tren, de acabar de conocerse y tener por delante tantas horas de conversación, de mutuas afinidades recién descubiertas, no compartidas hasta entonces con nadie. El señor Isaac Salama, a quien el accidente lo dejó paralizado para siempre en la timidez tortuosa de la adolescencia, encuentra ahora en sí mismo una ligereza de palabra que desconocía, un principio de seducción, una audacia que le devuelve después de tantos años parte del impulso de jovialidad de sus primeros tiempos en Madrid.
Ella le dice que va a Casablanca, donde vive con su familia. El señor Salama está a punto de decirle que él también va a esa ciudad, así que bajarán juntos del tren y podrán seguir viéndose los próximos días. Pero entonces se acuerda de lo que había dejado de tener presente durante las últimas horas o minutos, de su obsesión y su vergüenza, y no dice nada, o miente, dice que es una lástima que él tiene que seguir viaje hasta Rabat. Si se bajara en Casablanca tendría que recobrar las muletas; que ella no ha podido ver, del mismo modo que no ha visto sus piernas, aunque las haya rozado porque las cubre la gabardina.
Siguen conversando, pero empieza a haber trances de silencio, y los dos se dan cuenta, aunque ella intenta animosamente cubrirlos con palabras detrás de las cuales ya hay una zona de sombra, de extrañeza o recelo. Tal vez imagina que ha cometido algún error, que ha dicho algo que no debía. Mientras tanto el señor Isaac Salama mira por la ventanilla cada vez que el tren llega a una estación y calcula cuántas faltan todavía para Casablanca, para la despedida que le parece tan irrevocable como si ya hubiera sucedido. Se injuria con rabia secreta a sí mismo, se desafía, se pone plazos, límites, se concede treguas de minutos, mientras la mujer le habla aún y le sonríe, mientras lo roza con sus manos desenvueltas, las rodillas tan cerca que chocan cuando el tren frena, y entonces el señor Salama aprieta con disimulo la gabardina sobre los muslos, no vaya a deslizarse hacia el suelo. Le dirá que él también va a Casablanca, se erguirá en el asiento cuando el tren se haya detenido y alcanzará sus dos muletas, no le permitirá que intente ayudarle a llevar su equipaje, porque en tantos años ya ha adquirido una agilidad y una fuerza en los brazos y en el torso que al principio no pudo imaginar que lograría, y cuando le faltan manos es capaz de sujetar algo con los dientes, o de mantener el equilibrio apoyándose contra una pared.
Pero en el fondo sabe, y no ha dejado de saberlo ni un solo instante, que no se atreverá. Según el tren se va acercando a Casablanca la mujer le apunta su dirección y su teléfono, y le pide los suyos, que el señor Salama falsifica con desordenada caligrafía en un papel. El tren se ha detenido, y la mujer, de pie delante de él, se queda un poco confundida, extrañada de que él ni siquiera se levante para despedirse de ella, de que no le ayude a bajar su equipaje. No es probable que haya visto las muletas, bien disimuladas detrás de la bolsa del señor Salama, aunque también resulta tentador imaginar que si ha reparado en ellas, con perspicacia de mujer, y que ya había notado algo raro en las piernas demasiado juntas, tapadas por la gabardina. No se decide a inclinarse sobre el señor Salama para darle un beso, y le tiende la mano, le sonríe, encogiéndose de hombros, en un gesto de fatalidad o capitulación, le dice que la llame si se decide a parar en Casablanca en el viaje de vuelta, que ella lo llamará la próxima vez que vaya a Tánger. En el último instante el señor Salama tiene una tentación de incorporarse, o de no soltar la mano de ella y dejar que le alce con su apretón vigoroso. Tan fuerte es el impulso de no permitir que la mujer se vaya que casi le parece que vuelve a tener fuerzas en las piernas y que puede ponerse de pie sin la ayuda de nadie. Pero se queda quieto, y después de un instante de duda la mujer suelta su mano, toma la maleta, se vuelve por última vez hacia él y sale al pasillo, y él ya no llega a verla en el andén. Se echa hacia atrás en el asiento cuando el tren se pone en marcha, camino de una ciudad en la que no tiene nada que hacer, en la que deberá buscar un hotel para pasar la noche, un hotel cercano a la estación, porque deberá tomar a primera hora de la mañana un tren de vuelta a Casablanca. O tú a quien yo hubiera amado, recitó el señor Salama aquella tarde en su despacho del Ateneo Español, con la misma grave pesadumbre con que habría dicho los versículos del kaddish en memoria de su padre, mientras llegaba por la ventana abierta el sonido de la sirena de un barco y la salmodia de un muecín, oh tú que lo sabías.