Münzenberg
Me quedo leyendo hasta muy tarde, resistiéndome al sueño para avanzar un poco más en la lectura, para saber más cosas de la vida de ese hombre del que hasta ayer no había tenido noticia, Willi Münzenberg, que a principios del verano de 1940 huye hacia el oeste por los caminos de Francia, en la gran desbandada que provoca el avance de los carros de combate alemanes. Ahora que por primera vez en los cincuenta años de su vida ve las cosas con quietud y claridad y ha adquirido la experiencia y el temple para hacer rectamente lo que sería preciso que hiciera, justo ahora ya no importa nada, ya no hay tiempo de nada. No es la primera vez que huye, pero si que huye a pie y sin nada y sin tener adónde ir y sabiendo que en cualquier lado de las fronteras de la guerra en el que busque refugio habrá delatores dispuestos a entregarlo, si es que no cae anónimamente bajo la metralla entre una fila de rehenes escogidos al azar, o despedazado por una bomba o una mina. Va a ser ejecutado si los alemanes lo atrapan, pero también lo será si le encuentran el rastro sus antiguos camaradas y subordinados comunistas. Si intenta alcanzar Inglaterra, propósito más bien imposible, sabe que allí también será detenido por espía, y que seguramente los ingleses lo usarán como rehén de algún trato con los soviéticos o con los alemanes. Lo fue todo y ya no es nada ni tiene nada, aunque alguien dice recordar que le quedaban en el bolsillo dos mil francos, con los que pensaba comprar un coche que le permitiera escapar a Suiza.
Sabe que lo poco que queda de él mismo es esta sombra fugitiva por los caminos de Francia, una presencia inaceptable para muchos, un testigo impertinente o dañino al que sería muy conveniente eliminar. Lo que él creía que era su fuerza, es su seguro de vida, es la razón de su condena. Sabe algo más: que en los servicios secretos ingleses los enquistados agentes soviéticos que revelarían a Moscú el rastro de su presencia en Inglaterra, de que tampoco estaría seguro si el gobierno británico le ofreciera lealmente refugio.
Se me cierran los ojos, el libro casi se desliza entre las manos, mientras Willi Münzenberg camina perdido entre la multitud que inunda las carreteras, que se dispersa por los campos cercanos como una estampida de insectos cada vez que se acercan volando muy bajo los cazas alemanes, primero los motores a lo lejos y después las siluetas metálicas resplandeciendo al sol de junio, y por fin sus sombras, grandes aves rapaces con las alas inmóviles y abiertas, ametrallando un convoy de vehículos militares en fuga, descargando sus bombas sobre un puente en el que se arraciman los fugitivos, entorpecidos en su avance por un camión averiado. Insectos en fuga, verán los pilotos desde el aire: figuras diminutas, oblicuos garabatos negros. Pero cada una de esas criaturas ínfimas es un ser humano, tiene un nombre y una vida, una cara que no es idéntica a la de nadie más. Entre ellas quiere confundirse Willi Münzenberg, quiere ser nadie para escapar de las manazas y las fauces del Cíclope. Pero el ojo del Cíclope al que mejor conoce, y al que tiene más miedo, Josef Stalin, lo ve todo, lo escudriña todo, no permite que nadie escape ni se salve, ni encogiéndose hasta el tamaño del insecto más ruin puede un condenado escapar a su búsqueda, ni en una fortaleza de México protegida por muros, alambradas, guardias armados, torretas de vigilancia, portones de hierro, pudo escapar Trotsky a una persecución que duró más de diez años y abarcó el mundo entero.
Quién entre el gentío que huye a su alrededor podría imaginar la historia de Willi Münzenberg, un extranjero corpulento, mal vestido y mal afeitado, que ha pasado los últimos meses en un campo de concentración, uno de esos campos en los que el gobierno francés ha encerrado precisamente a aquellos refugiados o apátridas que más tienen que temer de los nazis, según la lógica criminal de los tiempos: si estalla la guerra contra Alemania, los refugiados alemanes que viven en Francia son el enemigo, de modo que hay que encerrarlos, aunque sean fugitivos del nazismo. Pero una vez encerrados son la presa perfecta para el ejército alemán y para la Gestapo, de la que creyeron haber escapado al huir a Francia. En 1933 este hombre, Willi Münzenberg, llegó a Paris en la primera oleada de fugitivos de la persecución nazi, del incendio del Reichstag, en el que había un escaño de diputado comunista. Pero él escapó en un gran Lincoln Continental negro, conducido por su propio chofer de uniforme: no a pie, como ahora, cuando ya no tiene nada ni es nadie, cuando no sabe dónde está su mujer y ni siquiera si está viva ni tampoco si podrá volver a verla, en medio del gran desorden de la guerra, ella también una figura diminuta entre las multitudes que escapan, en el censo imposible de los desplazados y los deportados, millones de personas arrojadas a los caminos de una Europa súbitamente retrocedida a la barbarie, multitudes aguardando en andenes de estaciones, en los muelles de las ciudades litorales, amontonándose junto a las verjas o a las puertas de las legaciones extranjeras para conseguir pasaportes, papeles, visados, sellos administrativos, que pueden estampar en el destino de cada uno la diferencia entre la vida y la muerte.
He dejado el libro en la mesa de noche, he apagado la luz y justo al quedarme con los abiertos en la oscuridad me he dado cuenta de que el sueño que me vencía hace un instante ahora ha desaparecido. He perdido el sueño, como se pierde un tren por un minuto, por unos segundos, y ahora sé que tengo que esperar a que vuelva, y que puede tardar horas en llegarme. A Münzenberg lo vieron por última vez vivo en una mesa de un café de pueblo, sentado con dos hombres más jóvenes que él y hablando con ellos en alemán. Quizás también fugitivos del campo, y es muy posible que uno de ellos lo matará: quizás se habían hecho internar en el campo de prisioneros para ganarse la confianza del hombre al que tenían la orden de ejecutar.
Me quedo quieto en la oscuridad, escuchando tu respiración. Münzenberg huye del avance del ejército alemán acompañado por esos hombres y no sabe que son agentes soviéticos que han estado espiándolo desde que llegó al campo de prisioneros, y a los que les ha sido encomendada su ejecución. O tal vez lo sabe y no tiene fuerzas para escaparse de ellos, para seguir empeñándose en una huída agotadora e inútil, la prolongación lenta de un acoso que viene durando ya varios años.
Veo por el balcón, sobre los tejados, la gran esfera del reloj en el edificio de la Telefónica, que tiene algo, a esta distancia, de rascacielos moscovita, tal vez porque no cuesta nada imaginarse que la luz roja del pináculo es una gran estrella comunista. Hace muchos años, cuando yo no había ido aún a Nueva York, vi en sueños un edificio inmenso de ladrillo negro con una gran estrella roja en su cima de pirámide, y alguien que iba a mi lado y a quien yo no veía me dijo, señalándola: «Ésa es la estrella del Bronx».
En el insomnio vuelven los fantasmas de los muertos y también los fantasmas de los vivos, de los ausentes a los que hace mucho tiempo que no he visto ni he recordado, episodios, actos, nombres de vidas anteriores, punzadas casi nunca de añoranza, casi siempre de arrepentimiento o vergüenza. También vuelve el miedo puro, el pánico infantil a la oscuridad, a las sombras o bultos que empiezan a definirse en ella, que cobran la forma de un animal o de una presencia humana, o de una puerta a punto de abrirse. En el invierno de 1936, en la habitación de un hotel de Moscú, Willi Münzenberg permanecía despierto y tal vez fumando en la oscuridad, mientras su mujer dormía a su lado, y cada vez que escuchaba pasos en el corredor acercándose a la habitación pensaba con un estremecimiento de pánico y clarividencia de insomnio, ya han venido, ya están aquí. Por la ventana de su habitación veía una estrella roja o un reloj con los números en rojo brillando en el pináculo de un edificio, sobre la vasta oscuridad de Moscú, sobre las calles por las que sólo circulaban a esas horas las furgonetas negras de la NKVD.