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Mi abuela Leonor, que en paz descanse, de la que ya apenas me acuerdo, me contaba cuando yo era niño que su madre se le estuvo apareciendo noche tras noche después de muerta, no hacía nada, no le decía nada, ni siquiera le daba miedo, sólo melancolía y ternura, y un sentimiento de culpa, aunque mi abuela nunca hubiera usado esa expresión, que no pertenecía al idioma cansino que ella hablaba. Su madre la miraba en silencio, le sonreía para que no tuviera miedo, le hacía un gesto con la cabeza, como para indicarle algo, para pedirle algo, y luego desaparecía, o mi abuela se quedaba dormida, y a la noche siguiente se despertaba y volvía a verla, quieta y fiel, a los pies de la cama, que es la misma en la que tú y yo dormimos ahora.

Mamá, ¿qué quieres, te hace falta algo?, le preguntaba mi abuela, con la misma solicitud que cuando su madre vivía, cuando ya estaba muy enferma y la miraba sin hablar, su cara muy pálida en la almohada y sus ojos siguiéndola por la habitación.

Su madre repetía ese gesto, como el de quien quiere decir algo pero ha perdido el uso de la voz y se esfuerza y no llegan a salirle las palabras. Una mañana, un domingo, en la iglesia, mi abuela comprendió lo que su madre quería decirle. Era tan pobre y tenía tantos hijos que no había podido encargarle a su madre unas misas, y aunque no era demasiado creyente el remordimiento no la dejaba en paz, una inquietud sorda que no había compartido con nadie. Sin aquellas misas era posible que su madre no pudiera salir del Purgatorio. De algún modo consiguió un poco de dinero, lo pidió prestado a una cuñada suya, y con las monedas o los gastados billetes de cinco pesetas que había entonces envueltos en un pañuelo fue a la iglesia de Santa María a encargar las misas. Esa noche, cuando su madre volvió a presentársele a los pies de la cama, junto a los barrotes de bronce dorados, mi abuela le dijo que no se preocupara, que muy pronto ya no le faltaría nada. Su madre no volvió a aparecérsele, a presentársele, como decía ella en su idioma de otro siglo. Sintió alivio, pero también se le hizo entonces definitiva la tristeza por la ausencia de su madre y porque ya nunca más la verla, ni siquiera en sueños.

Ésa es la cama en la que dormimos, tú y yo, en la que nació mi madre, en la que yo esta noche no puedo dormirme. A mis padres les extrañó mucho que quisiéramos traernos a Madrid esa cama grande y vieja que llevaba tantos años en lo más hondo del desván. En esos barrotes que ahora se perfilan en la penumbra, cuando la pupila se ha adaptado a ella, apoyaba su mano pálida la madre de mi abuela, mi bisabuela, de la que en parte yo vengo, de la que ni siquiera sé cómo se llamaba, aunque habré heredado de ella una parte de patrimonio genético que tal vez define un rasgo de mi cara o de mi carácter, de mi salud insegura. Qué raro vivir en los lugares que fueron de los muertos, usar las cosas que les pertenecieron, mirarse en los espejos donde estuvieron sus caras, mirarse con ojos que tal vez tienen la forma o el color de los suyos. Vuelven los muertos en el insomnio, los que he olvidado y los que nunca conocí, los que asaltan la memoria de quien sobrevivió hace sesenta años a una guerra y parecen decirle que no los olvide él también, que diga en voz alta sus nombres, que cuente cómo vivieron, por qué fueron arrebatados tan pronto por una muerte que también podía habérselo llevado a él. A quién suplanto yo en vida, qué destino fue cancelado para que el mío se cumpliera, por qué fui yo elegido y no otro.

En noches en las que he aguardado vanamente el sueño en la oscuridad he imaginado los insomnios de ese hombre, Willi Münzenberg, quien empezó a comprender que el tiempo de su poderío y su soberbia había terminado, y que ya sólo le quedaba un porvenir en el que huiría sin reposo ni posibilidad de refugio y en el que acabaría muriendo como un perro, como un animal acosado y sacrificado, igual que habían muerto tantos amigos suyos, camaradas antiguos, héroes bolcheviques de un día para otro convertidos en criminales y traidores, en sabandijas a las que era preciso aplastar, según las arengas del fiscal borracho y demente de los procesos de Moscú. Ejecutado como un perro, como Zinoviev o Bujarin, como su amigo y cuñado, Heinz Neumann, dirigente del Partido Comunista Alemán, que vivía refugiado o atrapado en Moscú y que en 1937 murió tal vez de un tiro en la cabeza, inerme y desconcertado frente a sus verdugos, como aquel otro acusado, Josef K., al que inventó Franz Kafka en los insomnios febriles de la tuberculosis, sin saber que estaba formulando una exacta profecía. Pero nunca se ha sabido de verdad cómo murió Heinz Neumann, cuántas semanas o meses lo estuvieron torturando, dónde fue enterrado su cuerpo.

En el campo de exterminio de Ravensbrück la viuda de Heinz Neumann escuchaba las historias de Kafka que le contaba su amiga Milena Jesenska. En muchas noches de insomnio Babette Gross vivió minuto a minuto la tortura de no saber si su marido estaba muerto o en una prisión de Stalin o en un campo alemán. Años más tarde, cuando al final le contaron la verdad, imaginaba el cadáver ahorcado en un bosque, balanceándose de una rama, oscilando día tras día hasta que la rama o la cuerda se rompieron y el cuerpo ya rígido cayó al suelo, se fue corrompiendo sin que nadie lo encontrara, mientras ella no dormía preguntándose si debía pensar en él como en un muerto. Cuando llegó el otoño, las hojas caldas empezaron a cubrirlo.

Tú dormías a mi lado y yo imaginaba a Willi Münzenberg fumando en la oscuridad mientras escucha la respiración serena de su mujer, Babette, que era una burguesa rubia y altiva, hija de un magnate prusiano de la cerveza, comunista fanática en los primeros años veinte, y que vivió muchos años más que él, casi medio siglo, una anciana que en las vísperas de la caída del muro de Berlín recibe a un historiador americano y le va susurrando en un magnetofón historias de un tiempo y mundo desvanecidos, imágenes de la noche en que ardió el Reichstag, o de los primeros desfiles de los camisas pardas por las ciudades alemanas, o de Moscú en noviembre de 1936, cuando ella y su marido esperaron durante días en la habitación de un hotel a que alguien viniera a visitarlos, o a que les llamaran por teléfono anunciándoles el día y la hora una cita con Stalin que nunca llegó, o a que sonaran unos golpes en la puerta y fuesen los hombres que venían a detenerlos.

Hay gente que ha visto esas cosas: nada de eso está perdido todavía en la desmemoria absoluta, la que cae sobre los hechos y los seres humanos, cuando muere el último testigo que los presenció, el último que escuchó una voz y sostuvo una mirada.

Yo conozco a una mujer que anduvo perdida por Moscú la mañana del día en que se anunció la muerte de Stalin. Estaba embarazada de ocho meses y se volvió a casa porque tenía miedo de que una avalancha de la multitud aplastara a la criatura que ya se movía poderosamente en su vientre.

Al hablar con ella siento un vértigo como de cruzar un alto puente de tiempo, casi de encontrarme en la realidad que ella ha visto, y que si yo no la hubiera conocido sería para mí el relato de un libro. Yo conozco a un hombre que ganó una Cruz de Hierro en el sitio de Leningrado, y estreché cuando era muy joven la mano de otro que tenía tatuado en la piel pálida de un antebrazo muy flaco el número de identificación de los prisioneros de Dachau. Yo he conversado con alguien que a los seis años se moría de miedo abrazado a su madre en un sótano de Madrid mientras sonaban las sirenas de alarma, los motores de los aviones y los estampidos de las bombas, y que a los diez años estaba internado en un barracón de Mauthausen. Era un hombre menudo, educado, ausente, que tenía medio nombre español y medio nombre francés y no pertenecía del todo a ninguno de los dos países. El pelo negro muy peinado hacia atrás, los rasgos duros y la cara cobriza eran españoles, pero los modales y la lengua que usaba eran tan franceses como los de cualquiera de los escritores que conversaban y bebían en aquel cóctel literario, en París, donde nos encontramos brevemente, donde empezó mi amistad con Michel del Castillo.