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Por casualidad, como se encuentra a un desconocido en una fiesta, yo encontré a Willi Münzenberg en un libro que me habían enviado y que empecé a leer distraídamente, y por culpa del cual me quedé extraviado en el insomnio. En un momento de la lectura se produjo sin que yo me diera cuenta una transmutación de mi actitud, y quien había sido sólo un nombre y un personaje oscuro y menor me estremeció como una presencia poderosa, alguien que aludía muy intensamente a mí, a lo que más me importa o a aquello que soy en el fondo de mí mismo, lo que dispara los mecanismos secretos y automáticos de una invención. Eres en gran parte lo que otros saben o creen o dicen de ti, lo que ven al mirarte: pero quién eres cuando estás solo en la oscuridad y no puedes dormir, sólo tu cuerpo inmóvil y anclado a la cama, tu conciencia sin asideros, confrontada a la lentitud intolerable del tiempo, a su pura duración abstracta, porque no sabes la hora ni quieres encender la luz para no despertar a quien duerme a tu lado, no sabes si yaces todavía en lo profundo de la noche o si se aproxima la primera claridad del amanecer.

Entre los fantasmas de los vivos y de muertos surge Willi Münzenberg. Se queda conmigo esa noche de insomnio, y desde entonces vuelve muchas veces, inopinadamente, a lo largo de años, lo encuentro en las páginas de otros libros, me sobreviene su presencia a la imaginación. Si su vida fue un juego entre la simulación y la invisibilidad, entre el poder oculto y arduo y el resplandor sin peso de las apariencias, y acabó siendo casi por completo invisible, borrado de la Historia por los mismos poderes a los que sirvió con tanta eficacia, y que tal vez también lo borraron de la vida, ahorcándolo de un árbol a principios de junio de 1940, en un bosque de Francia.

Ayer mismo descubro que guardaba sin saberlo una excelente foto suya, en el segundo volumen de la autobiografía de Arthur Koestler, The invisible writing. Cuadran de pronto los azares: compré ese volumen de tapas rojas y papel áspero y amarillo, impreso en Londres en 1954, en una librería de segunda mano, en Charlottesville, Virginia, un día invernal de 1993. La librería estaba en un edificio de madera roja que tenía algo de cabaña y de granero, casi en la linde de un bosque nevado. Al hojear hace un momento el libro buscando la fecha de edición he visto algo en lo que nunca había reparado: en el forro interior de la cubierta hay una firma ilegible, y junto a ella un lugar y una fecha, Oslo, enero de 1959.

Tampoco recordaba la foto, que tiene el claroscuro admirable de los retratos de los años treinta. Münzenberg mira en ella directamente a los ojos, con arrogancia y firmeza, quizás con un punto de extravío y anticipada desesperación, con la tristeza que tienen los muertos en las fotos, los testigos de alguna verdad terrible. Es un hombre fuerte, rudo, pero no vulgar, el cuello sólido y corto y los hombros anchos, la barbilla ligeramente levantada, los ojos perspicaces con un cerco de fatiga, la frente ancha, el pelo un poco desordenado, como un signo no se sabe si de actividad incesante o principio de abandono. Viste de una manera formal pero muy moderna, americana con una estilográfica en el bolsillo superior, chaleco, corbata, camisa sin cuello postizo.

Su cara tenía la tensa simplicidad de una talla en madera, pero había en ella una franca expresión de amistad, dice Koestler, que trabajaba para él en Paris en los tiempos en que fue tomada la fotografía: un hombre bajo, cuadrado, recio, con hombros poderosos, con un aire de zapatero de pueblo, del que emanaba sin embargo una autoridad tan hipnótica que Koestler había visto a banqueros, a ministros, a duques austriacos, inclinarse hacia él con obediencia de escolares.

Nació en una familia muy pobre, en un suburbio proletario de Berlín, en 1889. Su padre era un tabernero borracho y brutal que se voló la cabeza limpiando su escopeta de caza. A los dieciséis años era obrero en una fábrica de calzado y participaba en las actividades educativas de los sindicatos. Había poseído desde siempre y en un grado de genialidad el talento práctico de organizar cosas y una energía que en lugar de agotarse en el debate y el trabajo parecía que se alimentaba de ellos. Para no servir en el ejército participando en una guerra que sus principios internacionalistas le hacían repudiar escapó a Suiza, y en los círculos de refugiados de Berna conoció a Trotsky, a quien le llamó enseguida la atención su inteligencia, su pasión revolucionaria, su capacidad organizativa. Trotsky se lo presentó a Lenin: muy pronto Münzenberg formó parte del círculo de sus más leales. En algún libro se dice que era uno de los bolcheviques que viajaron con Lenin en el vagón sellado camino de Rusia en las vísperas de la Revolución de octubre. Amigo mío, contaba que le dijo Lenin, usted morirá siendo de izquierdas.

Pero Münzenberg no se pareció nunca del todo a sus camaradas comunistas. Siempre hubo algo raro o excesivo en él, aun en los tiempos de su más firme ortodoxia. Le gustaba la buena vida, y habiendo nacido y vivido en la pobreza tenía una espléndida vocación por los grandes hoteles, los trajes caros y los automóviles de lujo. Estaba hecho de la misma materia que los grandes plutócratas americanos surgidos de la nada, enérgicos patronos de ferrocarriles o de minas de carbón o de hierro enriquecidos gracias a la clarividencia y al pillaje, pero sobre todo a una forma irresistible de inteligencia práctica aliada a una voluntad sin reposo ni misericordia. Quienes le conocieron dicen de él que si hubiera decidido servir al capitalismo y no al comunismo habría llegado a ser un W. R. Hearst, un Morgan, un Frick, uno de esos patronos colosales a los que no sacia ninguna posesión por desaforada que sea y jamás pierden la rudeza de sus orígenes, jamás se apaciguan ni con la edad ni con el poder ni con la posesión, y siguen siendo patanes joviales en medio del lujo y trabajadores sin sosiego a pesar de su insondable riqueza.

En los primeros años de la Revolución Soviética, cuando Lenin, alucinado en las estancias del Kremlin, intoxicado por su propio fanatismo, rodeado de teléfonos y de lacayos, todavía imaginaba que Europa entera iba a incendiarse de un momento a otro de sublevaciones proletarias, Münzenberg comprendió antes que nadie que la revolución mundial no llegaría enseguida, si es que llegaba alguna vez, y que el comunismo sólo podría difundirse en Occidente de una manera oblicua y gradual, no con la propaganda chillona, ruda y monótona que complacía a los soviéticos, sino a través de causas en apariencia desinteresadas y apolíticas, gracias a la complicidad en gran parte involuntaria de algunos intelectuales de mucho prestigio, celebridades independientes y de buena voluntad que firmaran manifiestos a favor de la Paz, de la Cultura, de la concordia entre los pueblos.

Willi Münzenberg inventó el halago político a los intelectuales acomodados, la manipulación adecuada de su egolatría, de su poco interés por el mundo real. Con cierto desdén se refería a ellos llamándoles el club de los inocentes. Buscaba a gente templada, con inclinaciones humanitarias, con cierta solidez burguesa, a ser posible con un resplandor de dinero y de cosmopolitismo: André Gide, H.G. Wells, Romain Rolland, Heminway, Albert Einstein. A esa clase de intelectuales Lenin los habría fusilado de inmediato, o los habría enviado a un sótano de la Lubianka o a Siberia. Münzenberg descubrió lo inmensamente útiles que podían ser para volver atractivo un sistema que a él, en el fondo incorruptible de su inteligencia, debía de parecerle aterrador en su incompetencia y su crueldad, incluso en los años en que aún lo consideraba legítimo.