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Se fue convirtiendo poco a poco en el empresario del Komintern, su embajador secreto en la Europa burguesa, que le gustaba tanto, y a cuya destrucción había consagrado su vida. Fundaba compañías y periódicos que le sirvieran de tapadera para manejar los fondos de propaganda que venían de Rusia, pero tenía tanto talento verdadero de hombre de negocios que cada una de aquellas empresas prosperaba multiplicando las inversiones clandestinas en ríos de dinero, con los que entonces financiaba nuevos proyectos de conspiración revolucionaria y negocios fulminantes y audaces que dejaban de ser tapaderas o simulacros para convertirse en hazañas verdaderas del capitalismo.

Era un dirigente de la Tercera Internacional, pero se movía por Berlín y luego por Paris en un gran automóvil Lincoln, acompañado siempre por su mujer rubia y envuelta en pieles, aún más romo y compacto por comparación con ella, aunque dice Koestler que nada más verlos juntos se adivinaba en ellos una complicidad perfecta, una ternura inquebrantable. Inventó las grandes causas nobles a las que nadie con buena voluntad podía dejar de adherirse. La medida de su triunfo es sólo equivalente a la de su anonimato: nadie sabe que las movilizaciones internacionales de solidaridad y los congresos internacionales de escritores y artistas en defensa de la paz o de la cultura se le ocurrieron por primera vez a Willi Münzenberg. Por experiencia propia sabía que bolcheviques ásperos y reales como Stalin o como el mismo Lenin podían tener muy poco atractivo público en Occidente: atraer a la causa de la Unión Soviética a un premio Nobel de Literatura o a una actriz de Hollywood era un golpe formidable de relaciones públicas, término que podría haber inventado también él. Descubrió que el radicalismo imaginario y la simpatía hacia revoluciones muy lejanas era un atractivo irresistible para intelectuales de una cierta posición social.

Su primer éxito de organización y propaganda masiva fue la campaña mundial de envío de alimentos a las regiones de Rusia asoladas por las grandes hambres de 1921. El Socorro Internacional de los Trabajadores, dirigido por él, logró que docenas de barcos cargados de alimentos llegaran a Rusia y que se creara en todo el mundo una corriente poderosa de simpatía humanitaria hacia el sufrimiento y el heroísmo del pueblo soviético. La desganada caridad de otros tiempos se trasmutaba en vigorosa solidaridad política, y el benefactor podía sentirse confortablemente a un paso de la militancia activa. Münzenberg ideó sellos, insignias, folletos de propaganda con fotografías de la vida en la URSS, cromos en colores, pisapapeles con bustos de Marx y de Lenin, postales de obreros y soldados, cualquier cosa que se pudiera vender a bajo precio y que permitiera sentir al comprador que sus pocas monedas eran un gesto solidario, no una limosna, una forma práctica y confortable de acción revolucionaria.

En 1925 fue Münzenberg quien ideó y dirigió, a través de comités innumerables, de publicaciones, de marchas, de imágenes en los noticiarios de cine, la gran oleada de solidaridad con Sacco, y Vanzetti. Sus publicaciones comerciales le proporcionaban el dinero para costear su propaganda política, y también multiplicaban la resonancia pública de las campañas que emprendía. En los años terribles de la inflación en Alemania, en el terremoto de Japón de 1923, en la huelga general de Inglaterra de 1926, el Socorro Internacional de los Trabajadores sostenía las cajas de resistencia y organizaba comedores populares, escuelas y albergues para niños huérfanos. Fue la necesidad de imprimir y difundir masivamente panfletos políticos la que despertó en Willi Münzenberg su interés por imprentas y editoriales. En 1926 poseía en Alemania dos diarios de circulación masiva, un semanario ilustrado que tiraba un millón de ejemplares y era, dice Koestler, la contrapartida comunista a Life, y una serie de publicaciones que incluía revistas técnicas para fotógrafos y para aficionados a la radio o al cine. En Japón, su organización controlaba directa o indirectamente diecinueve diarios y revistas. En la Unión Soviética producía las películas de Eisenstein y Pudovkin, y en Alemania organizaba la distribución del cine soviético y financiaba los espectáculos de vanguardia de Erwin Piscator y de Bertolt Brecht. Cinematecas, clubs de lectura o de deporte, sociedades de excursionismo, grupos de activistas a favor de la paz, se convertían a lo largo del mundo en sucursales fuera de sospecha del gran Club de los Inocentes.

Todo lo que Münzenberg poseía y controlaba en Alemania lo perdió tras la llegada de Hitler a la chancillería. Pero era como uno de esos magnates americanos que sufrían espantosas bancarrotas y al poco tiempo habían empezado a labrarse desde la nada y con la misma energía invencible una nueva fortuna. Nada más llegar exiliado a París compró una editorial y emprendió la organización y el sostenimiento económico de la resistencia clandestina en Alemania. Con ceguera escalofriante el Partido Comunista Alemán había considerado hasta última hora que los nazis eran un adversario menor, porque el verdadero enemigo de la clase trabajadora eran los socialdemócratas. El desastre de enero de 1933 acabó de convencer a Willi Münzenberg de que el sectarismo suicida de sus compañeros de partido debía ser abandonado en favor de una gran alianza de todas las fuerzas democráticas dispuestas a resistir la marea siniestra del fascismo. En pocos meses publicó uno de los libros más vendidos del siglo XX, el Libro pardo del terror nazi, y alcanzó su mayor éxito, la obra maestra de su instinto formidable para la propaganda de masas, la campaña internacional a favor de Dimitrov y de los otros acusados en el proceso por el incendio del Reichstag.

Justo cuando se avecinaban los tiempos más negros de terror y exterminio de Stalin, el talento publicitario de Willi Münzenberg logró que ante la opinión progresista del mundo la Unión Soviética apareciera como el gran adversario del totalitarismo, más valeroso y resuelto que las corruptas democracias burguesas. En un tribunal de Leipzig, Dimitrov se había enfrentado gallarda y solitariamente a los jueces y a los grandes figurones del nazismo y los había puesto en ridículo al mismo tiempo que demostraba su inocencia y desbarataba la conspiración para atribuir a los comunistas el incendio del Reichstag.

Münzenberg no paraba nunca, nunca dejaban de fluir invenciones y propósitos de su imaginación, ideas para libros o artículos que dictaba a toda velocidad a sus secretarias, resumidos en unas pocas líneas que otros deberían inmediatamente desarrollar, proyectos de revistas o de nuevas formas de activismo político, intuiciones de éxitos editoriales, de clubs y comités y campañas, listas de nombres prestigiosos a los que era preciso reclutar para alguna nueva causa, para la ayuda a los trabajadores en la Revolución de Asturias en 1934 o la protesta contra la invasión italiana de Abisinia. Entraba como un ciclón en sus oficinas de Paris, tan compacto y enérgico que toparse con él habría sido como chocar de frente con una apisonadora, hablaba a gritos por teléfono, fumaba con descuido sus cigarros excelentes, llenándose de ceniza las solapas anchas de su traje de magnate, dictaba borradores o memorándums hasta las tres o las cuatro de la madrugada, telegramas que debían ser enviados inmediatamente a Moscú o a Nueva York o a Tokio, repasaba cifras de venta de libros y tiradas de periódicos, calculando instantáneamente márgenes de beneficio o de pérdida, improvisaba en voz alta los reglamentos del Comité Mundial para el Alivio de las Víctimas del Fascismo Alemán o la lista de los alimentos y las medicinas que debían figurar prioritariamente en el cargamento de un barco fletado por su organización en Marsella y destinado a los trabajadores en huelga del puerto de Shangai.

Está en todas partes, dirige una prodigiosa variedad de tareas, le obedece y le teme gente que circula por varios países, que muchas veces ni siquiera sabe que actúa a sus órdenes: y sin embargo también es invisible, o parece ser quien no es, y todo lo que hace tiene una parte clara y legal y otra oculta, una zona que permanece siempre en la sombra, igual que él mismo, diputado en el Reichstag y conspirador, empresario aficionado a los cigarros caros y a los coches con chofer y militante comunista, hombre de mundo que entra en los salones del brazo de una mujer más alta y más distinguida que él y sarcástico espía de las idioteces y las depravaciones de los ricos, a los que al mismo tiempo admira, por los que se siente fascinado, con una inextinguible admiración de niño pobre que ve de lejos las vidas brillantes de los poderosos, que huele por la calle los perfumes de las mujeres envueltas en estolas de pieles y siente hacia ellas un deseo que está alimentado de rabia social.