Propagandista de la revolución proletaria, amaba la buena vida y el lujo con la pasión que sólo puede sentir quien ha sido muy pobre. Disfrutaba el brillo y la proximidad de las cosas, pero su posesión real le era indiferente. Nada de lo que tenía era suyo, o lo era sólo de una manera conjetural, provisional, porque estaba a nombre de confusas sociedades mercantiles que funcionaban como tapaderas del activismo y el espionaje soviético.
En el largo insomnio la imaginación se disloca y se enreda a sí misma con una insana vehemencia de fiebre, abrumando a la conciencia extenuada con una proliferación de imágenes, palabras y nombres que tienen toda la intolerable variedad arbitraria del mundo real y el desorden y la extrañeza de los sueños. Münzenberg en Paris, incansable, insomne, dictando o hablando por teléfono, las multitudes en fuga por los caminos de Europa, la velocidad vertiginosa de las rotativas, de las ruedas de los trenes, de las hélices de los aeroplanos, Münzenberg subiendo del brazo de su mujer por la escalinata de la ópera, entrando con ella en una recepción en homenaje a alguna de las eminencias internacionales a las que él llama en secreto los inocentes, André Gide, Romain Rolland, Wells, Bertrand Russell, Münzenberg olvidándose de que esa vida exterior es un simulacro, igual que lo son sus grandilocuentes congresos por la Paz, tal vez convirtiendo poco a poco su impostura en verdadera identidad, un hombre de negocios casado con una mujer tan exquisita en su belleza rubia como en sus modales y en su vestuario, un activista político que va poco a poco comprendiendo que también él ha pertenecido al Club de los Inocentes, que ha sido víctima de las mismas mentiras que él ha ayudado a difundir.
Aún no se da cuenta, pero ya hay quien lo vigila cumpliendo instrucciones de Moscú, quien desconfía de él y añade su nombre a la lista de los que van a ser eliminados en los próximos tiempos. Con Lenin y Trotsky, con Bujarin, siempre había podido entenderse, y de cualquier modo aquéllos eran otros tiempos, aún alimentaban intacto él y Babette el romanticismo y la ceguera de la Revolución. Amigo mío, usted morirá siendo de izquierdas.
A Stalin lo ha visto de cerca muy pocas veces, pero le resulta tan impenetrable como la estatua rudimentaria de un ídolo. En octubre de 1936, un emisario se presentó en las oficinas de Paris, un hombre a quien Münzenberg no había visto nunca, y que le desagradó por su hosquedad, por su catadura obvia de delator o de oficinista carcelario. Al entrar en el despacho el hombre inspeccionó de soslayo y con reprobación el lujo de la alfombra, de las cortinas y los cuadros, las formas sólidas y audaces de los muebles, las sillas tubulares, la mesa art déco en la que Willi Münzenberg apoyaba los codos con franqueza campesina, rodeado de papeles y teléfonos. El hombre le dijo sin preámbulo ni ceremonia que su presencia era requerida urgentemente en Moscú.
También hay un posible traidor en la historia, una sombra al lado de Münzenberg, el subordinado rencoroso y dócil, cultivado y políglota -Münzenberg sólo hablaba alemán, y con un fuerte acento de clase baja-, su contrapunto físico, Otto Katz, también llamado André Simon, delgado, elusivo, antiguo amigo de Franz Kafka, organizador del congreso de intelectuales antifascistas de Valencia, emisario de Münzenberg y del Komintern entre los intelectuales de Nueva York y los actores y guionistas de Hollywood, las estrellas de la gauche caviar y del radical chic, espía siempre, adulador asiduo de Hemingway, de Dashiell Hammett, de Lillian Hellman, estalinistas fervientes y cínicos. Otto Katz, André Simon, es la eminencia gris tras las grandes maquinaciones de Münzenberg y también la sombra que informa sobre cada uno de sus actos y de sus palabras a los nuevos jerarcas de Moscú. Münzenberg da apresuradamente por supuesta su lealtad, y siendo tan agudo en su percepción de los caracteres y las debilidades de los hombres no advierte el filo de resentimiento que hay bajo la suavidad de Otto Katz, la paciencia minuciosa con que va guardando en secreto como pequeñas cuentas no pagadas los agravios que sufre o que imagina, las humillaciones o los desplantes que la energía incontrolada y barroca de Münzenberg le habría infligido a lo largo de los años. Koestler dice de Katz que era oscuro y distinguido, y que tenía un atractivo ligeramente sórdido. Hablaba y escribía fluidamente en francés, en inglés, en alemán, en ruso y en checo. En los cafés de Praga y de Viena había conversado sobre literatura con Milena Jesenska. Siempre guiñaba un ojo al encender sus cigarrillos, y tenía tan arraigado ese hábito que lo guiñaba también cuando se quedaba muy absorto en algo, aunque no estuviera fumando. Durante la guerra civil española dirigió la Agencia Oficial de Noticias del gobierno republicano, que le confió la administración de los fondos secretos destinados a influir en ciertas publicaciones y políticos franceses. Willi Münzenberg lo había rescatado de la miseria y la desesperación en Berlín, donde rondaba, a principios de los años veinte, los albergues de mendigos y borrachos y los puentes de los suicidas. En 1938, cuando a Münzenberg lo expulsaron del Partido Comunista Alemán, acusándolo de trabajar en secreto para la Gestapo, Otto Katz fue de los primeros en el renegar públicamente de él y llamarle traidor.
Esa rata, Otto Ratz, le dio el beso de judas. Otto Ratz tramó su muerte, aunque no fuera él quien apretó el nudo de la cuerda hasta estrangularlo.
Había una mujer, muchos años más tarde, una anciana de noventa años, delante de un magnetofón, en la penumbra de un apartamento de Munich. La edad ha deshecho los rasgos altivos de su cara, pero no su porte imperioso ni el brillo de sus Ojos, del mismo modo que el tiempo no ha apaciguado su desprecio por el lejano traidor, que también está muerto, que también fue expulsado y condenado, ejecutado con una cuerda al cuello, en 1952, en una celda de Praga. Tampoco hubo piedad para los verdugos. Otto Katz, dice la anciana, pronunciando ese apellido como si lo escupiera entre sus viejos labios apretados, en los que hay una mancha fuerte y confusa de carmín.
También sigo por los libros el rastro de esa mujer, busco su cara en las fotografías, indago entre los laberintos de Internet queriendo hallar el libro que escribió en los años cuarenta para vindicar la memoria de su marido y denunciar y avergonzar a los que según ella urdieron su muerte. Veo escenas, imágenes no convocadas por la voluntad ni basadas en ningún recuerdo, dotadas de precisiones sonámbulas en las que yo no siento que mi imaginación intervenga: las cortinas echadas en el apartamento de Munich, en octubre de 1989, la cinta girando con un siseo tenue en el pequeño rnagnetofón que hay delante de ella, y en la que va a quedar preservada su voz, que yo no he escuchado nunca, que me ha llegado a través de las palabras silenciosas de un libro descubierto por azar, leído sin descanso en una noche de insomnio.
He intuido, a lo largo de dos o tres años, la tentación y la posibilidad de una novela, he imaginado situaciones y lugares, como fotografías sueltas o como esos fotogramas de películas que ponían antes, armados en grandes carteleras, a las entradas de los cines. En cada uno de ellos había una sugestión muy fuerte de algo, pero desconocíamos el argumento y los fotogramas nunca eran consecutivos, y eso hacía que las imágenes fragmentarias fueran más poderosas, libres del peso y de las convenciones vulgares de una trama, reducidas a fogonazos, a revelaciones en presente, sin antes ni después. Cuando no tenía dinero para entrar al cine me pasaba las horas muertas mirando uno tras otro los fotogramas sueltos de la película, y no me hacía falta suponer o inventar una historia que los unificara a todos y los hiciera encajar como un rompecabezas. Cada uno cobraba una valiosa cualidad de misterio, se yuxtaponía sin orden a los otros, se iluminaban entre sí en conexiones plurales e instantáneas, que yo podía deshacer o modificar a mi antojo, y en las que ninguna imagen anulaba a las otras o alcanzaba una primacía segura sobre ellas, o perdía en beneficio del conjunto su singularidad irreductible.