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En 1989, con noventa años, su hermana, Babette, le habla de estas cosas a un periodista americano, Stephen Koch, que está escribiendo el libro sobre Willi Münzenberg que yo descubriré por azar siete años más tarde. Babette vive en Munich, sola y lúcida, todavía muy erecta, con el brillo intacto de la juventud en el fondo de sus ojos. Hay una fijeza fanática en el modo con que mira a veces al hombre mucho más joven, la diabólica determinación de vivir y prevalecer que aún sostiene a algunos viejos extremos. Poco después se muda a Berlín y el apartamento donde vive no está muy lejos del muro: algunas noches habrá escuchado el rumor de las multitudes que se manifestaban al otro lado, le llegaría a su dormitorio el estampido de los cohetes, los cantos de las celebraciones, en la noche del 9 de noviembre, cuando acabó de hundirse en Europa, el mundo en el que ella, su marido, su hermana y su cuñado habían creído sesenta años atrás, el que habían ayudado a construir.

La mujer habla en voz baja y clara, en un inglés anticuado y perfecto, el de las clases altas británicas en los años veinte, y su voz, como sus ojos, es mucho más joven que ella. Todo pasó hace tanto tiempo que es como si no hubiera existido nunca. Todo lo que sabe y recuerda dejará de existir dentro de unos meses, cuando Babette, ya muy enferma, se muera. Se perderá entonces, desaparecerá con ella, la cara de Willi Münzenberg, el olor de su cuerpo o el de los cigarros que fumaba, el testimonio de su entusiasmo, del modo en que fue siendo minado primero por el recelo y luego por el pánico, la sospecha de que estaba empezando a ser perseguido, de que no habría perdón para él. La lucidez también, el descubrimiento de que él mismo, formidable inventor de mentiras, también había sido engañado, o no había querido ver lo que estaba delante de sus ojos, lo que intentó contar en un libro apresurado y tumultuoso cuando ya era muy tarde, cuando los intelectuales a los que había hechizado, utilizado y desdeñado durante tanto tiempo le volvieron la espalda, cuando su nombre ya estaba siendo infamado, borrado cuidadosamente de los testimonios de su tiempo.

Llegaban mensajeros para transmitirle la orden de que debía viajar a Moscú. Inventaba dilaciones, pretextos para retrasar el viaje, porque era impensable que se negara abiertamente a obedecer. Otros que él conocía habían ido a Moscú y no habían regresado nunca, se borraban sus rastros hasta sus nombres o se les denunciaba públicamente en las publicaciones del Partido como responsables de traiciones monstruosas. Bien sabía él, Münzenberg, cómo se organizaba una campaña de espontánea indignación internacional, lo mala que podía volverse la realidad si se utilizaban con inteligencia las técnicas publicitarias de persuasión, la repetición masiva y machacona de algo.

No podía ir a Moscú precisamente ahora, decía en el primer verano de la guerra en España cuando le hacía falta de nuevo desplegar todos sus talentos de organizador y propagandista en defensa de la última de sus grandes causas, la más cercana a su corazón, después de la caída de Alemania. La solidaridad internacional con la República Española, con el gobierno del Frente Popular.

Pero los mensajes, las órdenes secretas, seguían llegando, cada vez más secos y urgentes, menos veladamente amenazadores, al mismo tiempo que llegaban noticias de detenciones e interrogatorios. En noviembre de 1936 Münzenberg y Babette Gross viajaron a Moscú. Él era todavía un alto dirigente del Komintern y del Partido Comunista Alemán, pero en la estación no había nadie esperándolos. Una pareja de extranjeros con ropas opulentas de invierno, en medio de la grisura y la penuria soviéticas de los andenes, el hombre con su sombrero de fieltro y el largo abrigo a medida, la mujer con tacones altos, con medias de seda, su cara empolvada y su melena rubia emergiendo del cuello del abrigo de pieles, y junto a ellos su equipaje apilado de viajeros en los trenes de lujo y en las mejores cabinas de los transatlánticos, maletas de piel con herrajes dorados y adhesivos de hoteles internacionales, baúles, neceseres, cajas de sombreros: la estampa de un anuncio o del fotograma de una película en el papel satinado de una revista ilustrada de los años treinta, una de esas revistas que ideaba y publicaba Willi Münzenberg.

Nadie les espera tampoco en el hotel que les ha sido asignado y no hay ningún mensaje para ellos en la habitación. Desde la ventana, en un piso muy alto del hotel enorme, recién construido y ya lóbrego, con mujeres uniformadas y armadas haciendo guardia al fondo de los corredores, con un silencio que no traspasan voces ni timbres de teléfonos, Willi Münzenberg y Babette ven a lo lejos, muy alta sobre los tejados oscuros, una estrella roja brillando en lo más alto de un rascacielos. Éste es el mundo al que han dedicado sus vidas, la única patria a la que era lícito que un internacionalista jurase lealtad. Tienen frío en la habitación y no se quitan los abrigos. Sobre una mesa de noche hay un teléfono negro, pero está desconectado o averiado, y aun así lo miran con la esperanza o el miedo de que empiece a sonar. Según es costumbre, tal entrar en la URSS les han retirado sus pasaportes, no tienen billetes ni fecha de regreso.

La única consigna que ha recibido Münzenberg es que debe esperar. Será recibido y escuchado en cuanto llegue el momento. Su capacidad de permanecer inactivo le hace la espera más intolerable que el miedo. El hombre y la mujer acostumbrados a la buena vida, a la brillante acción social de Berlín y Paris, permanecen solos y confinados en un hotel de Moscú, en el tedio sombrío de la espera y el miedo, aventurándose apenas a salir a las calles en las que arrecia el invierno, tan lóbregas de noche cuando recuerdan las luces capitales de Europa en las que han vivido siempre.

Si salen a pasear habrá alguien siguiéndoles. Si bajan al vestíbulo o al comedor del hotel alguien da cuenta de sus pasos, y si alzan un poco la voz al conversar el camarero que les sirve unas tazas de té repetirá cada palabra que hayan dicho. Serán escuchados si hablan por teléfono, y si envían una postal a Paris alguien la estudiará a la luz fuerte de una lámpara buscando en ella mensajes secretos, la guardará para usarla en el momento oportuno como prueba material de algo, espionaje o traición.

Al cabo de unos días idénticos llaman a la puerta. Las caras tensas y pálidas de Münzenberg y Babette se encuentran después de un instante de incertidumbre con las caras tan familiares y sin embargo ahora tan extrañas de Heinz y Margarete Neumann, los únicos que se han decidido o se han atrevido a visitarles. Quizás se atreven porque ya se saben condenados, porque ellos también viven aislados en una soledad de enfermos contagiosos. Al infectado sólo se acerca sin recelo quien lleva consigo la misma infección. Los cuatro juntos, las dos hermanas rubias y los dos hombres de origen obrero, las cuatro vidas atrapadas. Hablan en voz baja, muy cerca los unos de los otros, los cuatro con los abrigos puestos, en la habitación helada del hotel de Moscú, susurrando por miedo a los micrófonos, tantas cosas que contarse al cabo de tantos años de separación, tan poco tiempo para decirlo todo, para intercambiar advertencias, en cualquier momento hombres con gabardinas de cuero negro muy semejantes a las de la Gestapo pueden golpear en la puerta de la habitación o derribarla a patadas.

Se despiden y saben que no volverán a verse los cuatro juntos nunca más, y a los pocos meses Heinz Neumann es arrestado y desaparece en las oficinas y en los calabozos de la prisión Lubianka, delante de la cual hay una estatua gigantesca de Feliz Dzerzinsky, el aristócrata polaco que fundó la policía secreta de Lenin, y al que Münzenberg conoció muy bien en los primeros tiempos de la Revolución.

Pero el pasado ya no cuenta, incluso puede convertirse en un atributo de la culpabilidad. Dice Arthur Koestler que ministros y duques se indinaban ante la enérgica y ruda autoridad de Willi Münzenberg, pero en Moscú nadie lo recibe, nadie responde a sus llamadas. Lo fue todo y no es nadie: el pasado es tan remoto, tan irreal en la distancia, como las luces nocturnas de Paris y recordadas en la monotonía lóbrega de las noches de Moscú, en las que no hay más faros que los de los automóviles negros de la policía secreta.