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Él, Münzenberg, organizó la formidable campaña internacional que convirtió a Dimitrov en un héroe, no del comunismo, sino de la resistencia popular y democrática contra los nazis. Gracias a él los jueces alemanes tuvieron que dejar en libertad a Dimitrov, que ahora, en Moscú es el jefe máximo del Komintern. Pero Dimitrov no responde a los mensajes de Münzenberg, no está nunca en su despacho cuando él intenta visitarlo y no se sabe cuánto tardará en regresar a Moscú.

El club de los inocentes, de los crédulos, de los idiotas de buena voluntad, de los engañados y sacrificados sin recompensa: yo he sido uno de ellos, piensa Münzenberg en sus insomnios en la habitación del hotel, yo he ayudado a que Hitler y Stalin arrasen Europa con idéntica bestialidad, he contribuido a inventar la leyenda de su enfrentamiento a muerte, he sido un peón cuando imaginaba en mi ebriedad de soberbia que dirigía el juego en la sombra.

Tal vez no le importa mucho su vida, menos aún que todo el dinero, todo el poder y el lujo que ha manejado y perdido: le importa que pueda sufrir Babette, que sea arrastrada y sucumba a las consecuencias de los errores que él ha cometido, de todas las mentiras que él ha contribuido a difundir, manipulando y profanando los impulsos más generosos, las vanidades más grotescas, la candidez inextinguible de los inocentes.

Por salvar a Babette no se rinde, asedia a los dirigentes del Komintern que en otro tiempo fueron amigos o subordinados suyos y ahora fingen no conocerlo, esgrime viejas credenciales que ya no sirven de nada, su campaña mundial de socorro a los obreros soviéticos en los años del hambre, su bolchevismo de la primera hora, de los primeros tiempos mitológicos de la Revolución, la confianza con que lo distinguía Lenin. Usted morirá siendo de izquierdas. En el mausoleo siniestro y helado como un frigorífico de la Plaza Roja, con una iluminación tenue de capilla, ha mirado de cerca la momia de su antiguo protector, su cara irreconocible, con una consistencia mate de cera, los párpados cerrados de sus ojos asiáticos. Hemos venido al reino de los muertos y no quieren dejarnos volver.

Por fin consigue una cita con un burócrata poderoso, protegido de Stalin: en el despacho de Togliatti, Münzenberg grita, se vindica a sí mismo, da golpes en la mesa, organiza el espectáculo impresionante de su cólera de magnate, como si aún poseyera periódicos que tiran millones de ejemplares y automóviles de lujo, como si los hubiera poseído de verdad alguna vez. Tiene que volver cuanto antes a Paris, dice, va a organizar la mayor campaña de propaganda que haya existido nunca, el reclutamiento de voluntarios, la recogida de fondos, de medicinas, de alimentos, el suministro de armas, la solidaridad de los intelectuales de todo el mundo con la República Española.

Togliatti, que es romo y manso, torcido y cobarde, un héroe de la resistencia comunista democrática contra Mussolini casi completamente inventado por la maquinaria de publicidad de Münzenberg, accede o finge acceder a su petición de regreso: señala un día para el viaje y le asegura a Münzenberg que su pasaporte y el de Babette estarán esperándoles en el cuartel de policía de la estación. Tal vez Münzenberg le pregunta sabe algo de Heinz Neumann, si es posible algo por Heinz y Greta Neumann: Togliatti acaso servicial pero también reservado, mostrando con cautelosa vileza su superioridad de ahora sobre el antiguo dirigente poderoso de la Internacional, dice que nada puede hacerse, o que no pasará que todo se arreglará pronto, sugiere que a Münzenberg no le conviene preguntar, precisamente ahora, cuando está a punto de marcharse.

De nuevo el hombre y la mujer con costosos abrigos y sombreros en el andén de la estación, con zapatos brillantes, con una gran pila de equipaje junto a ellos, raros y sin duda insolentes, solapas anchas y embozos de pieles, mirados de soslayo, vigilados, llenos de miedo, impacientes, inseguros de que de verdad vayan a dejarlos marcharse.

Se acerca la hora de la salida del tren pero los pasaportes no están en el cuartel de la policía según prometió Togliatti. A su alrededor se extiende la malla de una trampa y no saben si a cada paso que dan están más cerca de caer en ella, o si cada minuto o día de dilación es un plazo previsto en la culminación de su condena. Pero no van a volver al hotel, ahora que el tren ya ha anunciado su salida, no van a claudicar y encerrarse, a seguir esperando. Münzenberg toma del brazo con fuerza a su mujer, tan alta y grácil a su lado, y la guía hacia el estribo, da instrucciones para que suban el equipaje a su departamento. Si van a detenerles que lo hagan ahora mismo. Pero nadie se acerca, nadie les corta el paso en el pasillo del tren, que se pone lentamente en marcha a la hora prevista.

En cada estación, en cada una de las paradas, miran hacia el andén buscando a los soldados o a los hombres de paisano que subirán a detenerles, que les pedirán los pasaportes y les harán bajar del tren a gritos y con malos modos, o en silencio, cercándolos, guiándolos con suavidad, para no sembrar una alarma innecesaria entre los pasajeros.

Fue el viaje en tren más largo de nuestras vidas, le cuenta Babette Gross al periodista americano cincuenta y tres años más tarde. A la luz sucia del segundo amanecer llegaron a la estación fronteriza. Creíamos que era allí donde nos estarían esperando, para prolongar al máximo su cacería. Con paso firme, mientras los viajeros hacían cola en el andén nevado para el control de pasaportes, Willi Münzenberg se dirigió al cuartel de policía, con el cinturón del abrigo bien ajustado y las solapas subidas contra el frío, el ala del sombrero terciada sobre su cara alemana rústica y carnosa.

Los dos pasaportes le estaban esperando en un sobre cerrado.

Estoy muy dotado para intuir esa clase de angustia, para perder el sueño imaginando que vamos tú y yo en ese tren. Me aterran los papeles, pasaportes y certificados que pueden perderse, puertas que no logro abrir, las fronteras, la expresión inescrutable o amenazadora de un policía de alguien que lleve uniforme o esgrima ante mí alguna autoridad. Me da miedo la fragilidad de cosas, del orden y la quietud de nuestras vidas siempre en suspenso, pendiendo de un hilo que puede romperse, la realidad diaria tan segura y con que de pronto puede quebrarse en un cataclismo de desastre.

En los años que le quedan de vida Münzenberg huye y no se rinde, cobra conciencia de la magnitud y la cercanía cada vez más segura del horror, sus ojos claros dilatados de lucidez y espanto, su inteligencia todavía alimentada por voluntad incesante. En 1938 le expulsan del Partido Comunista Alemán acusándole de espía y provocador al servicio de la Gestapo y nadie sale en su defensa. Aún le queda energía para fundar un periódico, para denunciar en sus páginas la doble amenaza del comunismo y el fascismo y urgir a la resistencia popular contra ellos, al despertar urgente del letargo idiotizado y cobarde de las democracias, que han abandonado a la República Española y tolerado el rearme agresivo y la brutal chulería de Hitler, que le han entregado Checoslovaquia creyendo que lograrían saciarlo, apaciguarlo temporalmente al menos. En su periódico Willi Münzenberg vaticina que Hitler y Stalin firmarán un pacto para repartirse el dominio de Europa, y también que al cabo de no mucho tiempo Hitler se revolverá contra su aliado e invadirá la Unión Soviética, pero nadie lee ese periódico, nadie da crédito a esos delirios de un hombre que parece enloquecido, dedicado a confirmar con la extravagancia de su comportamiento y de sus palabras las peores sospechas que se venían formulando contra él, a labrarse el descrédito y la ruina con la misma desatada energía con que en otros tiempos levantó un imperio económico y un laberinto de organizaciones internacionales.

Tan raro como que existiera alguna vez ese hombre es que casi no queden rastros de su presencia en el mundo. Quién sabe si quedará vivo alguien que lo conociera y lo recuerde. Babette Gross, que le sobrevivió tantos años, también es una sombra. En una cinta grabada por Stephen Koch suena todavía su voz que hablaba inglés con un acento rancio y exquisito, y en el recuerdo de ese hombre queda el brillo fiero de sus ojos al fondo de los cuévanos que ya traslucían la forma de la calavera.