Viéndome a mí mismo tan rebelde, lo cierto es que he tenido a lo largo de mi vida muy pocos arrebatos de verdadera rebeldía, de ruptura y coraje, y muchos de ellos han sido tan torpes, tan insensatos en su temeridad, que sólo me han dejado un recuerdo de vejación y fracaso. Lo abandoné todo una vez a los veintidós años, mi novia y mi vida respetable y la consideración de mis padres y de los padres de ella, que ya me habían aceptado como hijo ejemplar. Me enamoré de esa mujer y cuando ella se marchó a Madrid no pude resistir su ausencia ni regresar a la normalidad de mi noviazgo. Lo dejé todo, novia y exámenes, a final de curso, subí una noche al expreso y a primera hora de la mañana me presenté en el supermercado que pertenecía a la familia de mi amada, porque ni siquiera sabía su dirección en Madrid. Por el modo en que me miró me di cuenta, a pesar de mi trastorno, de que lo sucedido entre nosotros ya había terminado para ella, o simplemente no había tenido mucha importancia, no había llegado a existir plenamente. Volví en el expreso esa misma noche, con una desagradable sensación de escarmiento y ridículo. Me reconcilié con mi novia, y en el momento en que se abrazó a mí llorando y diciendo me que siempre había estado segura de que yo iba a volver con ella pensé con un atisbo de sórdida lucidez que estaba equivocándome, pero no hice nada, no volví a hacer nada en muchos años, dejarme llevar, cumplir con cada cosa que se esperaba o se exigía de mí.
Durante mucho tiempo, mientras trabajaba en aquella oficina, en la ciudad de provincias donde me había asentado, me acordaba de una frase de William Blake que había leído no recordaba dónde, y que sin duda ahora cito de manera inexacta: «Quien desea y no actúa engendra la peste», era una suma de deseos sin actos, de imaginaciones tan irreales como las que solían hacerme compañía en las soledades mansas de la infancia. Siempre queriendo irme, culo de mal asiento que no acaba nunca de encontrarse a gusto, y de pronto me encontraba instalado, paralizado, sedentario, a los veintisiete años, pagando letras de un piso, viviendo un tiempo sedimentado de trienios, de casa a la oficina, de la oficina a casa, imaginando viajes, soñando despierto sin ver apenas la realidad, escapándome a los libros, borrosamente rodeado por familiares y compañeros de trabajo, compartiendo con mi amigo Juan cada mañana, de nueve y media a diez, en la media hora del desayuno, la mansedumbre exterior y la rebeldía secreta, la fidelidad conyugal y los desvaríos sexuales y novelescos sobre las mujeres desconocidas que se nos cruzaban en la calle, las dependientas de las tiendas de ropa, las modelos de las revistas en color o las heroínas satinadas y ya del todo impalpables del cine en blanco y negro.
Eso soñábamos en vano mi amigo y yo, mujeres y viajes, lugares en los que no era probable que estuviéramos nunca y mujeres que no se acostarían con nosotros y que ni siquiera llegaban a mirarnos o a reparar en nosotros cuando se nos cruzaban por las calles próximas a mi oficina, los callejones de los comercios del centro, los cafés en los que entrábamos a desayunar, cada mañana a la misma hora, las nueve y media, las diez menos veinticinco, el periódico bajo el brazo comprado todas las mañanas en el mismo kiosco, el café con leche y la media tostada y el vaso de agua de seltz que el camarero nos servía sin que se lo pidiéramos, nosotros también convertidos en presencias y hábitos de la rutina matinal de otras personas, figuras repetidas circularmente como los muñecos mecánicos que desfilan al dar la hora en los relojes de las plazas alemanas.
Pasábamos todas las mañanas junto al escaparate de una agencia de viajes en el que había un gran cartel de Nueva York. Nos gustaba esa agencia por sus carteles de lugares lejanos y porque en ella trabajaba una mujer muy guapa, a la que nunca vimos por la calle ni en ningún otro lugar que no fuera su mesa de trabajo. Era rubia, delgada, con un perfil extraordinario, que nosotros veíamos cada mañana desde el escaparate: hablaba por teléfono o escribía a máquina, la espalda recta, casi siempre con un jersey de cuello vuelto que le llegaba a la altura de la barbilla, un perfil a la vez muy vertical y un poco inclinado hacia delante, como el de esa talla en madera de Nefertiti, que yo vi muchos años después, cuando ya si viajaba, en el museo egipcio de Berlín. Tenía la cara delgada, la boca grande, los ojos grandes y rasgados, la nariz con ese punto de exceso que tienen ciertas admirables narices italianas. Hablaba por teléfono haciendo gestos con la mano esbelta que sostenía un lápiz, inclinando la cara para sostener el auricular mientras pasaba las páginas de una agenda o de un catálogo, y nosotros la veíamos con nuestra avidez furtiva, quedándonos apenas un minuto cada mañana junto al escaparate, por miedo a que nuestra presencia le llamara la atención. La veíamos doblemente, porque frente a ella, en el despacho de la agencia, había un gran espejo de pared. Cada mañana nos gustaba observar alguna innovación en su belleza, si llevaba el pelo suelto o se lo había recogido en una cola de caballo que resaltaba la pureza de su perfil, o en un moño que revelaba la línea espléndida de su cuello y su nuca. Pertenecía, detrás del cristal del escaparate, frente al espejo en el que se multiplicaban las plantas que adornaban su mesa y los carteles de ciudades extranjeras y paisajes de playas o desiertos, a la vez a la vida cotidiana de la ciudad y al exotismo de los lugares a los que la vinculaba su trabajo, y una parte del hechizo que tenían para nosotros los nombres de otros países y ciudades y la gran foto en color de Nueva York que había en el escaparate relumbraba también en ella, que tal vez no era menos sedentaria que nosotros, pero que al hablar por teléfono y concertar horarios y reservas de hoteles anotando cosas en su agenda nos parecía dotada de un dinamismo exótico que era el reverso de nuestra lentitud de funcionarios, y que sin moverse de su mesa de la agencia había adquirido la tonalidad dorada de las playas del Índico y la desenvoltura de las mujeres más hermosas de la Vía Veneto, de Portobello Road, de la calle Corrientes, de la Quinta Avenida. Fantaseábamos sobre la posibilidad de entrar una mañana en la agencia y pedirle con toda naturalidad un folleto, alguna información sobre hoteles o reservas de vuelos. Pero no entramos nunca, desde luego, y nunca la vimos a ella entrar o salir de su oficina o nos la cruzamos por las calles que frecuentábamos todos los días. Estaba en el interior de la agencia de viajes, detrás del escaparate y en el cristal del espejo, igual que Ingrid Bergman o Marilyn Monroe o Rita Hayworth estaban en el blanco y negro de las películas, tan inalterable y ajena como ellas, y nosotros la mirábamos unos instantes cada mañana y luego continuábamos nuestro breve paseo de media hora, el kiosco de periódicos, el café con leche y la media tostada en el café Suizo o en el Regina, acaso una parada en Correos, donde Juan echaba una carta, y enseguida el regreso a la oficina, antes de que en el reloj digital donde teníamos que introducir nuestra tarjeta fuesen, como máximo, las diez y cinco.
Había también una dulzura en esa repetición diaria, en la familiaridad asidua con esquinas y plazas, la claridad solar de Bibrrambla y la umbría de los callejones que conducen a ella, y las caras repetidas, las presencias sincronizadas, la misma chica de gafas oscuras acudiendo cada mañana a la misma hora a levantar el cierre de una tienda con maniquíes y espejos, las funcionarias y las dependientas, la mujer de la agencia de viajes Olimpia, a la que llamábamos Olympia, con la y griega de la Olympia de Manet, los vendedores de lotería, hasta los mendigos y los vagabundos estaban repetidos, se ajustaban a una rutina laboral parecida a la mía, cada uno con su vida, con su novela secreta y trivial, figuras de fondo en la otra novela que yo vivía o que me inventaba para mí mismo, no la novela de mis actos, sino la de las cosas que no me sucedían, la de los viajes que no llegaba a hacer y las ambiciones que mi amigo Juan y yo postergábamos para un futuro en el que ninguno de los dos creía mucho, pero que era una disculpa aceptable para nuestra pusilanimidad del presente.