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La amistad era también repetición y hábito: encontrarse cada mañana en el mismo lugar, ir paseando hacia el café, las manos en los bolsillos y el periódico bajo el brazo, conversando sin ninguna obligación de novedad ni de confidencia excesiva. Estábamos quemados, los dos en una medida semejante, agobiados por las consecuencias de una idéntica docilidad y poltronería, los dos deseando cosas que estaban más allá de nuestro alcance, vidas que no iban a llegar o que habíamos dejado que se nos fueran de las manos, que se malograran por culpa de nuestra timidez o nuestra cobardía, de nuestra falta de empuje. Parte de nuestra amistad estaba hecha seguramente de esa materia abotargada y triste, y no nos costaba nada compartir el sentimiento de una confortable capitulación y el sarcasmo forzado con que cada uno de los dos miraba la mediocridad emocional de su vida y el deterioro lento de sus ambiciones. Cada uno veía en el otro espejo de su propia insuficiencia. Nos unía más que lo que éramos, lo que no éramos, lo que ninguno de los dos nos atrevíamos a ser.

Cumplíamos con idéntica corrección nuestras obligaciones exteriores, nuestros deberes como empleados, maridos y padres, y sólo de vez en cuando abandonábamos el tono de sarcasmo neutral de nuestras conversaciones para permitirnos el impudor de una queja, el reconocimiento de una infelicidad obstinada y rutinaria, despojada de melodramatismo, pero también de cualquier esperanza de alivio que no consistiera en un perfeccionamiento de la claudicación. Muchas mañanas, durante el paseo del desayuno, Juan iba a echar una carta en los buzones de la central de Correos que hay en los soportales de la calle Ganivet. Como todas las personas muy atentas a su propia melancolía yo era entonces muy poco observador. Suponía vagamente que una esas cartas eran de la oficina, hasta que me fijé una vez en que tenían sellos de correo internacional. Juan no hacía ademán de ocultármelas, pero había algo en su actitud que me disuadía de preguntarle por ellas. Una vez, mientras desayunábamos, fue a los servicios, dejando el periódico sobre la barra del Suizo. Fui a abrirlo, y de su interior se deslizaron dos cartas. Una de ellas venía de Nueva York y estaba dirigida a él, pero la dirección que había en el sobre era la de la oficina, no la de su casa. La otra la había escrito Juan, y su destinataria era la misma mujer que le escribía desde Nueva York. En unos segundos volví a dejar los dos sobres en el interior del periódico doblado, y cuando volvió Juan no le pregunté nada, y pensé, con cierta desolación, que en la vida de mi amigo, que yo había creído transparente para mí, había una parte escondida que él prefería no confiarme.

A la salida del callejón donde estaba entonces el Club Taurino nos encontrábamos algunas mañanas a nuestro compañero Gregorio Puga, que trabajaba de subdirector interino de la banda de música, después de haber perdido una plaza de mucho más brillo en la banda de otra ciudad, y que a esa hora tan temprana ya estaba un poco borracho, oliendo a alcohol agrio y a saliva nicotínica, a pesar de los granos de café tostados que chupaba en la creencia de que le limpiarían el aliento. Gregorio fue el primer amigo que yo tuve al entrar en la oficina, quizás porque todo el mundo le daba ya de lado y tenía que arrimarse a los empleados nuevos en busca de compañía para desayunar o tomar cervezas y vasos de vino en las tabernas recónditas de aquel barrio del centro. De Gregorio se contaba que habría sido una eminencia de la composición y la dirección musical si no fuera por su afición a la bebida. La suya era una versión diferente, que enunciaba con monotonía quejumbrosa de borracho: no había fracasado porque bebía, bebía porque entre unos y otros le habían empujado al fracaso, le habían hecho abandonar su carrera tan prometedora, empezada bajo los mejores auspicios en Viena, y todo a cambio de qué, de una triste nómina, de la seguridad mezquina de una plaza fija. Se acodaba en la barra, el vaso en una mano, el cigarrillo en la otra, sostenido entre las puntas amarillas de los dedos índice y corazón, los dedos lacios y blandos de funcionario envejecido, aunque no creo que entonces tuviera más de cuarenta y cinco años: te ceban con la nómina y te acostumbras a ese poco dinero seguro, y ya no tienes voluntad para seguir estudiando, y menos si tu mujer te ha cargado enseguida de hijos y está siempre repitiéndote que eres un inútil, que a ver si te dejas de tonterías y sueños y haces por ascender en la oficina, o te buscas un trabajo por las tardes. Al principio no quieres, claro, tus tardes son sagradas, tienes que seguir componiendo, ensayando con los otros músicos hasta sacarles lo que ni ellos mismos saben que guardan dentro, y no quieres dirigir una banda municipal, sino una orquesta, ése era el sueño de su vida, pero te entra la desgana, y además es verdad que te hace falta el dinero, así que aceptas dar unas clases particulares, o te colocas en una academia, y antes de que te paguen a fin de mes ya tienes el dinero gastado y comprometido, que si la ropa de los niños, que si los libros y los uniformes del colegio, porque teníamos que llevarlos a colegio de curas. Sales de la oficina a mediodía y con la desgana de volver a casa te quedas tomando unos vasillos de vino, picas cualquier cosa y te vas al trabajo de la tarde, y luego, al terminar, pues lo de siempre, Gregorio, vamos a tomarnos algo, y al principio dices que no, y luego que bueno, que una caña y nada más, que la parienta estará enfadada por no haberme visto el pelo a la hora de comer, te tomas dos cañas y luego pides una copa de vino para despedirte, o para afrontar la bronca que te espera en casa, y entre unas cosas y otras se te olvida mirar el reloj y cuando sales a la plaza del Carmen están dando las campanadas de las once, qué barbaridad, compro tabaco y me voy derecho a recogerme, pero no tienes monedas para echar en la máquina y te da fatiga pedir que te cambien un billete, así que pides un vasillo de vino, y a lo mejor entonces te encuentras a un amigo que estaba solo en la barra, y te invita a la próxima, o es el camarero el que te invita, pues lleva toda la vida viéndote entrar y salir, y te ha servido los cafés y los carajillos de primera hora de la mañana y las cañas del aperitivo, y los cafés y las copas de después de comer, aunque tú en realidad no hayas comido, con cualquier cosa que piques se te llena el estómago.

Me acuerdo con ternura y pena de Gregorio, el maestro Puga, a quien hace ya varios años que no he visto y me pregunto si seguirá rondando los bares de funcionarios del centro, si estará vivo todavía y seguirá alimentando el sueño de un estreno sinfónico, acodado en una barra con su traje decente y ya más bien ajado y sucio, el cigarrillo entre los dedos color de nicotina, el vaso de vino flojamente sostenido en la otra mano, acaso un grano de café moviéndose de un lado a otro en la boca donde ya le faltaban algunos dientes. Me acuerdo de las mañanas en que mi amigo Juan y yo nos lo encontrábamos al doblar una esquina y no teníamos tiempo de eludirlo, y debíamos aguantar la monotonía quejumbrosa de sus confesiones de borracho y la obstinación de sus invitaciones a tomar algo, a apurar una copa rápida de coñac o de anís en los pocos minutos que faltaban todavía para que se nos acabara la media hora del desayuno. Más incauto, el primer día que trabajé en la oficina acepté tomarme con él una caña a la salida y no me dejó solo hasta las once de la noche, y acabé tan borracho que a la mañana siguiente no me acordaba de nada de lo que habíamos hablado a lo largo de tantas horas, de tantos bares y cigarrillos y vasos de cerveza y de vino. Sólo una cosa recordaba, y no se me ha olvidado porque después de aquel día Gregorio me la repitió muchas veces, sujetándome por el brazo para acercarse más a mí, envolviéndome en su aliento de vino agrio y de tabaco negro mientras me miraba con sus ojos enrojecidos y me decía: