No te conformes, que no te pase como a mí, vete de aquí cuanto antes, no vayas a acabar como yo, no te conformes, no te dejes comprar.
No pienso estar aquí mucho tiempo. Me iré en cuanto me salga algo mejor.
Ésa es la trampa, esperar a que salga alguna cosa mejor, eso fue lo que me pasó a mí. No se puede esperar, hay que irse, aunque no se tenga nada más, hay que estar dispuesto a todo, a pasar necesidad si hace falta, porque si aceptas un poco lo aceptarás todo, tragaras con todo. No tienes hipotecas, mujer, no tienes hijos, no tienes deudas ni así que ahora o nunca.
Según pasaba el tiempo empecé a rehuir a Gregorio, como lo rehuía todo el mundo, porque era un pesado y un borracho y no había manera de desprenderse de él, y aunque uno le tuviera afecto no podía soportar el olor de su boca ni el tedio de sus historias cada vez más deshilvanadas, de sus quejas minuciosas sobre las intrigas y las zancadillas de las que era víctima en la oficina, en la banda municipal, donde otro con menos méritos pero más enchufe político acabó siendo nombrado director titular. Pero también lo rehuía porque me daba vergüenza que viera en mí el cumplimiento de sus vaticinios: pasaban años y yo seguía esperando a que me saliera algo mejor, y yendo cada mañana a las ocho en punto al trabajo, pero ahora ya tenía obligaciones, ahora estaba casado y tenía un hijo y pagaba cada mes la letra del coche y la del piso, y aunque mi mujer ganaba en su trabajo un sueldo mejor que el mío no siempre llegábamos con desahogo a fin de mes, y yo estaba considerando la posibilidad de buscarme alguna ocupación para las tardes, y sin reconocerlo ante mí mismo renunciaba a los propósitos que me parecían tan inaplazables y valiosos cuando ingresé en la oficina: sobre todo, el de prepararme para el trabajo que me habría gustado tanto hacer, el de profesor universitario o investigador en alguna rama de la Historia del Arte, o incluso profesor de Geografía e Historia en algún instituto. Pero me faltaba tiempo y voluntad, y las tardes libres se me iban sin que me diera cuenta, y de cualquier modo apenas salían unas pocas plazas de profesor de Historia cada año para decenas de miles de licenciados universitarios, muchos de los cuales, compañeros míos de carrera desesperados tras años de paro, miraban con envidia incluso un puesto tan poco atractivo como el que yo tenía. Me cruzaba por un pasillo con mi amigo Gregorio, cada uno con una carpeta de expedientes bajo el brazo, me lo encontraba a la vuelta de una esquina en los callejones donde estaban las tabernas a las que se escapaban a media mañana los funcionarios para un café rápido y furtivo, y mi desagrado por su mal aliento y su aire indecoroso de alcoholismo e infortunio era más poderoso que la gratitud que hubiera debido sentir hacia su amistad generosa, y si podía miraba hacia otra parte o me escabullía por una puerta lateral para no ver sus ojos enrojecidos ni oler su aliento agrio, pero sobre todo para no escuchar una vez más lo que sabía que iba a decirme:
Pero qué haces que no te has ido ya de aquí, cuántos años vas a seguir aguantando.
Me iba a veces, pero sólo unos días, me mandaban de viaje a Madrid a resolver trámites en ministerios o a encargar pedidos de materiales que yo debía inspeccionar, y aunque los viajes eran muy cortos y mis dietas escasas y mi baja cualificación me imponían hoteles de medio pelo y comidas en restaurantes modestos, la proximidad de la partida actuaba sobre mí como un estimulante poderoso, me empujaba como un imán en la dirección del tiempo futuro, devolviéndome intacta la felicidad infantil de las expectativas de viaje, el impulso de irme que se me había borrado casi por completo en los últimos años, o que había quedado reducido a una vaga disposición imaginaria sin ninguna influencia sobre la realidad.
Ya estaba yéndome varios días antes de que saliera el tren, el expreso nocturno con sus vagones azules de coche-cama que tenía algo de Orient Express cuando yo llegaba con mi maleta al andén un poco antes de las once de la noche, con el alivio infinito de estar solo, de haberme desprendido provisionalmente del sucesivo agobio de la oficina y de mi casa, de los horarios, de los lugares, de los sobresaltos y las malas noches que daba mi hijo, todavía tan pequeño. En los primeros episodios de ese viaje tan corto que iba a hacer parecía que estuvieran contenidas todas las sensaciones y la excitación de un viaje verdadero, de uno cualquiera de los viajes que yo leía en los libros y veía en las películas o inventaba para mí mirando mapas o guías en color. En medio de mi vida tan apaciguada, tan atenuada en todo, el viaje me daba una plenitud física casi intolerable, una sensación de libertad y pérdida de peso, como si al salir hacia la estación me desprendiera de las obligaciones y las costumbres que gravitaban sobre mí, y al cerrar de un portazo el taxi que iba a llevarme a ella clausurara de un golpe mi entera identidad real.
Me iba y no era yo, disfrutaba de la ebriedad no de fingirme otro sino de literalmente no ser nadie. Me disolvía en los momentos que estaba viviendo, en el gozo de dejarme llevar por la locomotora y de mirar por la ventanilla de mi departamento luces de carreteras y ciudades, ventanas iluminadas donde vivía la gente sedentaria, donde a esa hora veían la televisión o se acostaban en dormitorios insalubremente caldeados, en la sofocante guata conyugal, el aguachirle conyugal del que habla Cernuda, a quien yo leía mucho entonces, discípulo y aprendiz suyo en la amargura de la distancia inviolable entre la realidad y el deseo.
Eran tan raros los viajes que la monotonía administrativa de las obligaciones que cumplía en ellos no llegaba a borrar, sobre todo en la partida, una sensación intensa y pueril de aventura. Pero si viajaba tan poco no era sólo porque se me presentaban escasas ocasiones de hacerlo. Algunas veces eludía un viaje para no contrariar a mi mujer, a quien no le gustaba que yo faltara de casa, agobiada por su propio trabajo y por el cuidado del niño, y que no siempre quería entender que aquellas estancias en Madrid no eran caprichosas escapadas mías, sino tareas propias de mi condición administrativa, cuyo desempeño correcto sin duda podría ser un mérito de cara a una promoción tan necesitada por mí, aunque de perspectivas tan lejanas.
Cuando me decidía a aceptar un viaje, porque me apetecía mucho o porque sabía que negarme a él me perjudicaría en la oficina, no me atrevía a decírselo a mi mujer, e iba dejando siempre para el día siguiente el mal trago de darle la noticia, de modo que al final me veía obligado a decírselo con inevitable brusquedad cuando ya no quedaba más remedio, o peor aún, ella se enteraba de que iba a irme antes de que yo se lo dijera, por alguna llamada de la oficina o de la agencia de viajes que tramitaba mis billetes. Sin necesidad de ser infiel, mi estado natural era la culpa, y el secreto inocuo de un viaje de trabajo pesaba sobre mí como el desasosiego de un adulterio. La maraña de reproches y resentimiento en la que me veía enredado yo mismo la había urdido con mi propensión al silencio, y la cobardía tortuosa de mis dilaciones. Ya estaba yéndome mucho antes de irme, pero hasta el último minuto no era seguro que me fuera a marchar, porque el disgusto de mi mujer podía empujarme a suspender el viaje, o porque algún infortunio sobreviniera en las últimas horas, que al niño empezara a subirle mucho la fiebre, o que ella se encontrara de pronto muy mal, con un ataque de lumbago o una menstruación muy difícil, dolores de los que parecía que yo era tan culpable como si manejara un cuchillo, y que se volverían más graves a causa de mi ausencia, casi mi deserción.
Me iba por fin y aún no creía que de verdad me estaba yendo, y la velocidad del taxi que me llevaba a la estación era un impulso irresistible de felicidad, malograda por el pánico a llegar tarde al tren por culpa de un atasco, o porque había tardado demasiado en salir, en desenredarme de mi familia y de mi vida, del calor conyugal y sofocante de mi piso, del magnetismo de contrariedad y abandono que irradiaba mi mujer, sosteniendo en brazos al niño, que lloraba más al ver que me iba, ella misma con la cara muy pálida y con los ojos tristes, parada en el umbral mientras llegaba el ascensor.