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Una mañana de invierno, en uno de aquellos viajes a Madrid, terminé muy pronto unas gestiones en el Ministerio de Cultura y me encontré sin nada más que hacer en todo el día. Hasta las once de la noche no salía mi tren de regreso. En Madrid me llegaba enseguida la decepción, el desamparo de estar solo en una ciudad tan grande en la que no conocía a nadie, y en la que todo estaba lleno de incertidumbres y peligros, lo mismo al cruzar una de aquellas avenidas tan anchas en las que el semáforo siempre se ponía en rojo antes de llegar al otro lado que al salir de noche de un cine y encontrarse en un laberinto de calles oscuras donde no era improbable que lo asaltara a uno un navajero, uno de aquellos drogadictos lívidos que se apostaban entonces en la esquina de la Gran Vía y la calle Hortaleza. Me intoxicaba la soledad, el aturdimiento no ya de no conocer a nadie, sino de no ser nadie, un apocado funcionario de provincias que a los tres días de haber salido huyendo en busca de paisajes más amplios y aires menos viciados ya se estaba encogiendo como un caracol y caminaba perdido por la ciudad llevando consigo la insidiosa depresión como si fuera una fiebre que lo debilitaba, que le hacia desear inconfesablemente el abrigo de su casa y de las calles conocidas y estrechas en las que discurría su vida.

Surge ahora un recuerdo con el que no contaba, el fragmento de un viaje que no sé situar en el tiempo, aunque sin duda pertenece a esa época: paseándome sin saber hacia dónde he llegado al Retiro, en una mañana de niebla muy densa, en la que he cruzado calles que no parecen de Madrid ni de España, calles de edificios nobles y árboles opulentos, con el asfalto brillante de llovizna, con las aceras amarillas de hojas recién caídas, hojas anchas de plátanos y castaños de indias, aunque no creo que en ese tiempo me fijara de verdad en los árboles ni me interesara por sus nombres. El Museo del Prado, el Jardín Botánico, la Cuesta del Moyano. En la cima de una colina boscosa hay un edificio que parece un templo griego y es el Observatorio. Al escribir revivo mis pasos de entonces, se abren las cosas delante de mí como se me abrían esa mañana las formas de los árboles y de las casas cuando me aproximaba a ellas en la niebla, las figuras inmóviles de las estatuas, amenazadoras o serenas, la estatua de Pío Baroja o la de Cajal o Galdós, solos entre las arboledas del parque desierto, extraviadas melancólicamente en un pomposo olvido de bronces y mármoles.

Emerge en la memoria el asombro de un edificio de cristal al otro lado de un estanque, con columnas y filigranas de hierro pintadas de blanco, blanco desleído en el gris translúcido de la claridad matinal velada de niebla, en el verde inmóvil y oscuro del agua. Recordé que había leído el periódico que en el palacio de Cristal del Rey había una exposición dedicada al exilio de los republicanos españoles en México. Todo vuelve, después de tantos años sin acordarme, aquel día cualquiera de un viaje sin relieve a Madrid, aquel paseo al azar que me llevó al Retiro y a encontrar entre la niebla y los árboles el palacio de Cristal como una de esas casas encantadas que aparecen delante del viajero perdido en los bosques de los cuentos. Recuerdo objetos, fragmentos: vitrinas con recortes de periódicos y cartillas de racionamiento, monitores de video en los que se proyectaban viejas películas de soldados envueltos en harapos huyendo por los caminos hacia Francia, hacinados en las estaciones fronterizas de Port-Bou y Cerbére, después de la caída de Cataluña. Me acuerdo de una pizarra y de un pupitre que habían pertenecido a la primera escuela de niños españoles en México, y de un mandil escolar azul marino, con cuello de celuloide blanco, que me estremeció inesperadamente de congoja, como las hojas de caligrafía rellenadas a lápiz por niños de cuarenta años atrás y los estuches de colores idénticos a los que yo había tenido en mi escuela. También el mandil se parecía mucho al mío, y los mapas de España sobre hule policromado y cuarteado eran como los que yo vi al entrar por primera vez en las aulas, sólo que en éstos la bandera que se vela era tricolor, roja, amarilla y morada. Había una foto grande de una multitud intentando subir a un barco de vapor, en un puerto francés. Una mujer de unos cincuenta años la miraba Parada junto a mí, diciendo algo en voz baja con acento mexicano, aunque no había nadie con ella. Respiraba muy fuerte: la miré y estaba llorando.

– Yo iba en ese barco, señor -me dijo, la voz entrecortada de llanto, una señora mexicana con gafas grandes y pelo cardado y teñido, única persona que había aparte de mí esa mañana en la exposición, en el edificio de cristal rodeado de niebla, como enguatado de silencio-. Yo soy una de esas figuritas que ve usted en la foto. Ocho años tenía, y me moría de miedo pensando que me iba a soltar de la mano de mi papá.

Recobro ahora otros pasos, el recuerdo que iba a contar cuando apareció delante de mí la caminata por el Retiro en la mañana de niebla la forma sin peso del palacio de Cristal, el morado bello y melancólico de las banderas republicanas en los anaqueles de una exposición, insignias de un país que yo había perdido antes de nacer. He salido una mañana del Ministerio de Cultura, en la plaza del Rey, he echado a andar sin propósito desalentado de antemano por todas las horas en las que no tendré nada que hacer y no hablaré con nadie, en las que se me irá contagiando despacio la irrealidad de estar solo en una ciudad extraña, de convertirme en un fantasma que me mirará a veces como a un desconocido desde el espejo de un escaparate. Miro el reloj, calculo que a esa hora mi amigo Juan estará terminando el desayuno, leyendo el periódico en la barra del Suizo, o quizás habrá cruzado ya el paso de peatones hacia el edificio de Correos para echar una de esas cartas que procura que yo no vea. En vez de estar volviendo hacia la oficina junto a él, los dos al mismo paso desganado, yo camino por Madrid abandonándome al azar del trazado y de los nombres de las calles, y al cabo de media hora ya me he perdido, o quizás me he dejado llevar por una memoria antigua que no pertenece del todo a mi conciencia, uno a un impulso ciego y contumaz de mis pasos. En cierta calle hay cierta firme puerta, dice un poema de Borges. Voy por calles de aceras estrechas y portales hondos, con pescaderías y fruterías y papelerías anticuadas, con tiendas de ultramarinos y mercerías más rancias que las de la ciudad donde yo vivo, con una pululación agitada de coches y de gente, de voces rotundas y menestrales de Madrid. Estoy acordándome, dejándome llevar, estoy yendo hacia donde no debiera, hacia donde estuve una sola vez. Fernando VI, Argensola, Campoamor, Santa Teresa: en algún momento, sin que yo lo supiera, sin que me atreviera a confesármelo, el azar se ha convertido en propósito, y la secuencia de los nombres de las calles dibuja sobre la ciudad en la que soy un forastero el plano cifrado de un viaje, la forma de una herida que no duele desde hace mucho tiempo, pero que se puede palpar aún como una tenue cicatriz en la piel, como el recuerdo al despertar de un sueño en el que se ha vuelto a sufrir por alguien que ya no nos importa.

Calle Campoamor, esquina de Santa Teresa: fue aquí, hace cinco años, en ese tiempo en el que los años parecía que duraban mucho más, no discurrían desvaneciéndose tan rápidamente como ahora. Una distancia de cinco años era entonces remota y cabía en ella media vida. Cualquier cosa, apenas pasada, parecía haber sucedido muchos años atrás. Ahora las cosas más lejanas es como si hubieran pasado ayer mismo. Reconozco los postigos blancos en los balcones del segundo piso. Hasta este momento todo ocurría únicamente en mi imaginación enfebrecida por la soledad, podría haber estado inventando o soñando el tránsito por estas calles en las que nadie me conoce y nadie repara en mi existencia de fantasma. Pero ahora, si ella se asoma al balcón va a reconocerme, y si subo los dos pisos de peldaños de madera y llamo a su puerta el timbre estará sonando en la realidad, en las vidas de otras personas, y mi presencia puede ser una sorpresa indeseada, una irrupción impertinente o embarazosa. No he sabido casi nada de ella en todos estos años, y de cualquier modo apenas nos conocemos, sólo nos cruzamos durante un periodo muy breve hace mucho tiempo.