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Mis pensamientos y mis actos no se corresponden, del mismo modo que no hay correspondencia ni vínculo ninguno entre mi presencia y el lugar donde estoy. He rondado por la esquina, mirando hacia los balcones, creyendo ver en algún instante una figura que se aproximaba a los cristales. Me he acercado al portal, que estaba abierto, y que tiene ese olor tan peculiar a humedad y a madera de los portales viejos de Madrid. En uno de los buzones he visto su nombre, escrito a mano, junto al de su marido. Ese nombre que yo pronunciaba estremeciéndome y en el que estaban cifradas todas las posibilidades de la ternura, de la incertidumbre, del dolor y el deseo, es un nombre común escrito a mano en la tarjeta de un buzón entre otros nombres de vecinos que se cruzan con ella todos los días en el portal o en la escalera y para los cuales su cara, que a mi se me olvidaba en cuanto no estaba junto a ella, forma parte de la misma realidad trivial que estas calles y esta ciudad en la que yo siempre acabo deslizándome, cuando viajo a ella, entre los espejismos de la soledad y la pura inexistencia.

El valor de los cobardes, la resistencia de los débiles, la osadía de los pusilánimes: he llegado al rellano y sin vacilación pulso el timbre de la puerta, una puerta antigua, grande, pintada de verde oscuro, con una mirilla dorada. Cada detalle hibernado en el olvido recobra su sitio exacto, y la agitación nerviosa y la flojera en las piernas es la misma de entonces, aunque yo ya sea otro. Quizás no esté, pienso con un golpe de esperanza cobarde, teñida inmediatamente de decepción cuando pasan unos segundos y no escucho nada, pasos ni voces, sólo la resonancia del timbre en habitaciones silenciosas.

La puerta se abre y ella está mirándome y al principio no me reconoce, tiene la expresión desconfiada e interrogativa de quien se enfrenta a un vendedor a domicilio, la misma predisposición hostil. Caigo en la cuenta de que estoy más gordo y ya no tengo barba, y mi pelo es mucho más corto que hace cinco años, más escaso también. Ella lleva en brazos a un niño grande, moreno, con chupete, con el pelo rizado, con un babero sucio sobre la pechera del pijama. Una niña con gafas se asoma con cautela tras ella y me vigila exactamente con sus mismos ojos. El niño ha dejado de llorar al verme y me mira muy fijo sorbiéndose los mocos y haciendo un ruido goloso de succión con el chupete.

No es que me cueste reconocer su cara delgada y sus claros ojos grises, los dos mechones de pelo castaño casi rubio que le caen a los lados de los pómulos: es que no puedo asociar su presencia de ahora, una mujer vestida de cualquier manera para estar en casa, con un niño en brazos tan grande que debe de agotarla, con una niña que se parece extraordinariamente a ella, despojándola así de la singularidad de unos rasgos que para mí eran únicamente suyos.

Qué sorpresa, me dice, no te había conocido, y esboza una sonrisa que le ilumina los ojos con un brillo de otro tiempo. Yo me disculpo, pasaba por casualidad y se me ha ocurrido mirar a ver si estabas, me oigo la voz más ronca de lo que debiera, una voz de no haber hablado con nadie en muchas horas. Me pillas en casa de milagro, iba a llevar al niño al médico, pero como no tengo con quién dejar a la niña iba a llevármela a ella también. No le pasa nada, me explica, nada grave por lo menos, en cuanto se le inflaman un poco las anginas le sube mucho la fiebre, y yo no debería asustarme, pero me asusto siempre. Descorazona un poco la naturalidad con que me habla, como a un conocido neutral, sin ningún rastro de sorpresa. Toca la frente del niño, le he dado un Apiretal, parece que le está bajando la fiebre. A mi hijo también le damos Apiretal, y le pasa lo mismo, enseguida la fiebre le sube a cuarenta, voy a decirle, pero me callo, detenido por un raro pudor, como si prefiriese ocultarle que yo también estoy casado y soy padre, y que mi hijo tiene más o menos la misma edad que el suyo y estos días tampoco se encuentra muy bien, me lo dijo anoche mi mujer por teléfono.

Hago ademán de irme, tan azorado que no le he dado un beso al verla, pero pasa, no te quedes en la puerta, ya que has venido a verme no te voy a despedir sin darte por lo menos un café. Vivía en un piso de pasillos hondos, de techos altos con filigranas de escayola y suelo entarimado. Debía de haber sido muy lujoso en otros tiempos, pero ahora estaba medio vacío y como abandonado, tal vez pertenecía a sus padres o a los de su marido y ellos no tenían dinero para arreglarlo. Ella no daba la impresión de tener dinero, o al menos no se cuidaba como cuando yo la conocí, llevaba unos vaqueros viejos y unas zapatillas de lona sin cordones. Su piel se había vuelto más opaca, y su pelo estaba más bien desaliñado, como el de una mujer que no sale de casa en todo el día bregando con los niños y no tiene tiempo ni ganas de arreglarse.

Limpió de juguetes, de papeles pintarrajeados y lápices de colores un sillón grande y viejo y me pidió que me sentara mientras ella preparaba el café. Me encontré solo en un salón muy amplio en el que predominaban a la vez el vacío y el desorden. Sobre la mesa hay una licuadora igual a la que usamos mi mujer y yo para hacerle al niño la papilla de frutas, un biberón sucio, un frasco de jabón líquido infantil, un pañal desechable que huele muy fuerte a orines. Los ruidos de la calle llegaban a través de dos balcones con visillos que filtraban la luz escasa del día nublado. En una habitación contigua lloraba el niño y se oía muy alta la música de un programa matinal de dibujos animados. Qué estoy haciendo aquí, absurdo y correcto como una visita, sentado rígidamente en el sillón, sin atreverme ni a cruzar las piernas, esperando a verla aparecer en el umbral, como la esperaba entonces, ávido y asustado de su presencia, codicioso de cada uno de sus rasgos y sus gestos, de su manera de vestirse un poco fantástica para nuestra ciudad de provincias, de su claro acento de Madrid.

Vuelve con los cafés en una bandeja, y al ponerla en la mesa descubre el pañal sucio, y lo aparta de la vista con un gesto de contrariedad y de cansancio, ahora se me ha olvidado el azúcar, no sé dónde tengo la cabeza, se lleva el pañal, el biberón y la licuadora, la oigo decirle algo al niño, que se queda callado, aparece de nuevo sonriéndome con cara de disculpa y apartándose un mechón de los ojos y entonces, como en una iluminación, la veo igual que era hace cinco años, con la precisión con que se ve un paisaje al limpiar un cristal empañado, y pienso que se parece mucho a alguien, aunque tardo en descubrirlo unos segundos: a la mujer de la agencia de viajes, la Olympia que nos gusta tanto a mi amigo Juan y a mí. El mismo escorzo cuando se aparta el pelo de la cara, el mismo color entre rubio y castaño, la boca grande, la línea de la barbilla y la mandíbula, la luz en los ojos claros.

Como me ocurría cuando estaba muy enamorado de ella, no llego a concentrarme del todo en lo que me dice, ensimismado en la atención fanática del amor, de una pasión adolescente, contemplativa, paralizadora, que alcanzaba en la imposibilidad su tortuosa culminación, que alimentaba el deseo de impotencia, y el sufrimiento y la cobardía de literatura. Dejé Medicina cuando me quedé embarazada, te acuerdas, intenté volver cuando la niña estuvo algo mayor pero entonces me quedé embarazada de nuevo, y ahora estoy pensando matricularme en Enfermería, es más corto y me convalidan asignaturas, y yo creo que es más fácil encontrar trabajo. Imagínate, con la experiencia que ya tengo pueden nombrarme jefa de planta de Maternidad.