Se levanta porque el niño ha empezado a llorar otra vez muy fuerte, y cuando vuelve lo trae en brazos. Tiene la cara roja y los ojos brillantes de fiebre. Siento celos de pronto mirando a ese niño, reconociendo en él rasgos de su padre, a quien yo le pedí a ella en vano que abandonara para venirse conmigo. Desde la otra habitación la llama la niña, porque algo acaba de caerse al suelo con mucho estrépito. Se va de nuevo y yo me pongo en pie, me siento un poco desleal al observarla de espaldas. Su cara es la misma, pero su cuerpo se ha vuelto más ancho, ha perdido esa linealidad sinuosa como de los años veinte que tanto me gustaba. Cuando me ponía el café me he fijado furtivamente en que sus pechos ahora son más grandes y grávidos, los pechos de una mujer que ha parido y amamantado a dos hijos y no se ha cuidado mucho después de dar a luz. Me acuerdo de sus vaqueros ceñidos y sus camisas entreabiertas de tejidos muy dúctiles, con un tacto líquido de seda que se parecía al de su piel las pocas veces que me atreví a acariciarla. La invité a cenar una noche a principios de verano y bajó a la calle con un vestido cruzado muy ligero y unas sandalias, con el pelo recogido en una cola de caballo y dos mechones a los lados de los pómulos, tan liviana y deseable que era un tormento no atreverse a abrazarla.
Pero no te vayas todavía, cuéntame algo de ti, que no has dicho una palabra, en eso tampoco has cambiado. El niño ya no llora, en la habitación de al lado vuelve a oírse la televisión. Ella se sienta frente a mí, me pide que le hable de mi vida en estos años, y yo advierto, con un rescoldo avivado de halago, que se ha arreglado el pelo, que se ha dado un poco de color en los labios. Me contaron que también te casaste, con tu novia de siempre. Igual que tú, me atrevo a decir, y por un momento estamos los dos de verdad el uno frente al otro y sólo hay entre nosotros un breve espacio vacío, el que cruzamos una sola vez hace mucho tiempo y ahora parece de pronto que no llegó a cerrarse. Pero sonreímos los dos, moviendo la cabeza, educadamente, acogiéndonos a la vulgaridad objetiva de los hechos reales. Al menos tú hiciste algo, terminaste la carrera. Me acuerdo de cómo te gustaba la Historia del Arte, con qué entusiasmo hablabas de todo, los asirios, los egipcios, Picasso, El Bosco, Velázquez, Giotto. Todavía tengo por ahí una postal que me mandaste de Florencia.
Y de qué me sirvió. Me acuerdo de esa postal, del momento mismo en que te la escribí, en la escalinata de Santa Maria del Fiore, de cómo te quería. Le explico que encontré un trabajo interino como auxiliar administrativo, y que al año siguiente saqué las oposiciones, aunque no pienso quedarme para siempre en esa oficina, en cuanto pueda reanudaré en serio el trabajo en la tesis o me pondré a preparar oposiciones a profesor de instituto. Eso está haciendo Víctor, estudiando oposiciones a Correos, a ver si tuviera tanta suerte como tú. Víctor: me hiere cada vez que pronuncia con tanta normalidad el nombre del marido. Si se hubiera quedado conmigo pronunciaría el mío tan familiarmente como lo dice mi mujer, incluso es posible que me llamara con un diminutivo conyugal.
Suena el teléfono, al fondo de la habitación. Habla en voz baja, sin mirarme, le explica a alguien que va a llevar al niño al médico, aunque parece que la fiebre ha dejado de subirle. Chao, dice, ven pronto. Qué estoy haciendo yo aquí, un fantasma, una visita, ni siquiera un intruso. Chao, ven pronto. La gente dice las palabras sin pararse a pensar lo que significan, las vidas enteras que caben en la frase más simple, la injuria íntima que puede haber en una fórmula triviaclass="underline" qué pena que no hayas coincidido con Víctor, a él le habría gustado mucho verte.
Esta vez, cuando me pongo en pie, ya no me dice que me quede un poco más. Los olores domésticos en el pasillo, que ella no percibe, olor a niño pequeño, a humos de cocina, a sábanas y cuerpos, a piso no muy ventilado, una aleación de olores que está hecha de todas las cosas diarias de su vida, de su vida real, que para mí es tan extraña como esta casa grande, desordenada y sombría. También habrá un olor en mi casa, en mi piso pequeño y arreglado de protección oficial, y en parte será parecido, el olor a leche agria y a talco de los niños pequeños. Me despide en la puerta, con su hijo otra vez en brazos, colorado y lloroso, la barbilla mojada de babas. Me da dos besos, uno en cada mejilla, sin tocar la piel, rozando apenas el aire más cercano que la envuelve, el que encierra el olor de cada uno, el suyo, del que yo no me acordaba, y que no me conmueve al reconocerlo. ¿Te quedas mucho en Madrid? Podrías venir a vernos, si tuvieras un rato. Tal vez lo dice para descartar cualquier sospecha de antigua clandestinidad. Ya no es la mujer sola que tan fugazmente pareció enamorada de mí y dispuesta a quedarse conmigo: ahora me habla en un plural que siempre incluye a su marido, ofreciéndome esa clase de amistad matrimonial que es la peor ofensa para un ex amante. No creo que tenga tiempo, me vuelvo esta noche y todavía me quedan algunas cosas que hacer.
Anduve el resto del día por Madrid cansado y aburrido. Elegí para comer un restaurante después de muchas vueltas y vacilaciones y nada más entrar me di cuenta de que me había equivocado, pero un camarero con una sucia chaquetilla roja ya se acercaba a mí y no tuve valor para marcharme, y me comí parte de un dudoso filete de ternera que olía ligeramente a putrefacción. En una librería muy grande de la Gran Vía me mareé mirando títulos y acabé comprándome una novela que en realidad no me apetecía mucho, y que no llegué nunca a leer. Me metí en un cine y cuando terminó la película ya era de noche, pero aún faltaban varias horas para que saliera el tren. Llamé a casa, con un principio de remordimiento, aunque no llevaba ni tres días fuera. Nada más ponerse mi mujer al teléfono temí que en el tono de su voz hubiera indicios de alguna desgracia. El niño la había despertado esa noche con unos ahogos muy raros y lo había llevado a toda prisa a Urgencias, donde le diagnosticaron una laringitis.
Unos minutos antes de que saliera el expreso yo estaba asomado a la ventanilla y vi a una mujer joven que se acercaba corriendo desde el fondo del andén. Mientras esperaba se me había ocurrido que tal vez ella vendría a despedirme, que por eso me había preguntado a qué hora salía el tren. La otra vez, hacía cinco años, yo había permanecido esperándola hasta el último momento en esos mismos andenes, mirando el reloj y las caras de la gente que entraba apresurándose por las puertas de cristal. La esperé al llegar cuando amanecía y esa misma noche a la hora de marcharme en el mismo tren en el que había llegado, y ninguna de las dos veces apareció. Sin darme mucha cuenta ahora había repetido esa espera, no porque creyera verosímil que ella fuera a aparecer, y ni siquiera porque lo deseara, sino por una especie de inercia sentimental.
Ahora, estremecido, incrédulo, casi aterrado, la veía venir, con cinco años de retraso, y quien se emocionaba al verla acercarse era el que yo había sido entonces, revivido, no humillado por la sumisión, por la usura del trabajo y la vida familiar, tampoco mejorado por el tiempo, igual de atolondrado e insensato.
Un segundo después la mujer ya no era ella, aunque seguía mirando hacia mí mientras se me acercaba y me sonreía, haciendo un ademán de abrazarme. Era alta, muy delgada, con el pelo rizado. Pasó a mi lado y se abrazó a un hombre que estaba justo detrás de mí. Subí al tren y estuve mirándolos desde la ventanilla. El hombre llevaba una gran bolsa de viaje, pero ninguno de los dos levantó la cabeza cuando sonó la señal de partida. Los vi quedarse lejos mientras el tren empezaba a moverse, abrazados y solos en la penumbra del andén.
Berghof
El cuarto de trabajo en penumbra, abstracto como una celda, con las paredes blancas, el suelo de madera, una mesa de madera áspera y recia, que se parece a las mesas que había antes en las cocinas de las casas, en nuestra cocina cuando yo era niño. Los lugares se vuelven ecos, transparencias de otros, riman entre sí con austera asonancia. Al entrar en el cuarto a esta hora indecisa de la media tarde invernal me acuerdo de la habitación de García Lorca en la Huerta de San Vicente, y de la que tenía en Madrid, en la Residencia de Estudiantes, y de Madrid y García Lorca el juego de las transparencias sucesivas, de las asonancias de lugares, me lleva a Roma, a la habitación de la Academia de España donde dormí unas cuantas noches en marzo o abril de 1992, y donde imaginé largos días laboriosos de soledad y lectura, días monacales de trabajo y quietud de espíritu, el lugar de retiro que parece que uno lleva impreso en el alma, y que está soñando y buscando siempre, la habitación donde sólo hay unas pocas cosas elementales, la cama, la mesa de madera desnuda, la ventana, si acaso un pequeño estante para unos pocos libros, no demasiados, y también uno de esos equipos de música portátiles, que lo acompañan a uno y apenas ocupan espacio. Me pasaba el día entero caminando por Roma en un estado de embriaguez y de trance que la soledad acentuaba y de noche caía rendido en la cama tan estrecha de mi habitación en la Academia, y en el sueño agitado, poderoso y turbio como las aguas del Tiber, continuaba mis paseos por la ciudad y veía columnatas y ruinas y templos agigantados y confusos como en un delirio de fiebre. Me despertaba exhausto, y en la luz fría y olivácea del amanecer mis ojos recién abiertos encontraban la cúpula del templete de Bramante.