Al fondo, detrás de las dos respiraciones, la del paciente y la del médico, tan cerca el uno del otro y sin embargo separados por la raya invisible, se escucha una suite para violoncello de Bach tocada en 1938 por Pau Casals, en una noche en la que tal vez sonaron sobre Barcelona las sirenas de las alarmas antiaéreas y las explosiones de las bombas, iluminando con sus llamaradas la ciudad fría y a oscuras, derrotada de antemano por el hambre y el invierno, meses antes de que entre en ella el zafio ejército sanguinario y beato de los vencedores.
Aunque sonaba muy baja, el paciente ha reconocido la música y ha identificado la grabación. Durante unos minutos difíciles hablan sin verdadero alivio de Bach, del sonido del violoncello, de la maravilla técnicas de las grabaciones digitales, que permiten rescatar esa clase de tesoros sepultados, la maravilla de algo que sucedió una sola noche, y por primera vez en el mundo. Hablan y la hoja de los análisis está sobre la mesa, en el espacio que abarcan las manos demoradas y elocuentes del médico, junto a una concha hacia la que de vez en cuando se van instintivamente sus dedos, que uno imagina tocando algún instrumento musical. Hasta que Pau Casals no exhumó las partituras, las suites de Bach no habían sonado nunca. Las encontró por casualidad rebuscando en un puesto de papeles viejos, en algún callejón cercano al puerto de Barcelona, igual que dice Cervantes que encontró el manuscrito en árabe del Quijote en la tienda de un ropavejero de Toledo. La pura casualidad le entregó un tesoro que parecía haberle reservado el destino. Si Pau Casals no hubiera revuelto ese día preciso entre un montón de papeles amarillos, si el hombre a quien el médico espera no llegara, si no se hubiera encontrado con alguien que de manera imperceptible le iba a transmitir lo que ha permanecido oculto durante varios años. Esa tarde lejana, en un tren, la mujer tan alta que camina como cabalgando sobre los tacones, con un principio de incertidumbre y de vértigo, de ebriedad en los ojos verdes, brillando en la penumbra del pelo rizado, una sonrisa sin motivo en los labios finos, sobre la firme barbilla que parecía escandinava o sajona.
Pero no quiero que llegue todavía, aunque faltan minutos para la hora de la cita. Ya estará viniendo, inquieto pero aún no del todo aterrado, habitando todavía una vida normal de la que cuando salga de aquí se acordará como del país nativo al que ya no puede volver nunca, el país de los que están sanos, de los que no piensan que van a morir. Pero a él, a muchos de los que son como él, les está reservado algo más, sabe el médico, la vergüenza, porque no querrá que sepa nadie lo que revelan los análisis, no sólo una enfermedad, sino el nombre de una especie de infamia: ni siquiera se atreverá a mirarlo a los ojos a él, al médico, aunque hayan estado conversando unos minutos antes o en su visita anterior sobre las suites para violoncello de Bach, ya excluido, expulsado de pronto de la comunidad de los normales, como un judío que leyera en un café de Viena el periódico donde se publican las nuevas leyes raciales alemanas. El café es el mismo de todas las mañanas, y el periódico es el que ha leído cada día en los últimos años, pero todo ha cambiado de pronto, y el camarero que dice su nombre tan obsequiosamente y no necesita preguntarle lo que va a tomar, el mismo camarero de todas las mañanas, quizás se negaría a traerle un café si supiera lo que es, en qué se ha convertido por efecto de la ley, aunque no se le note nada en su apariencia física, aunque su condición de judío no se trasluzca en su pelo rubio o castaño y en sus ojos claros, en su cara normal.
Abarco la concha en la palma de la mano. Tan fácilmente abarcaba en ella la mano todavía infantil de mi hijo, que se coge de la mía con toda naturalidad en cuanto salimos a la calle, aunque tiene ya trece años. Me decía de pequeño: vamos a medirnos las manos. Extendíamos la una contra la otra, y la suya no llegaba ni a la mitad de mi mano tan huesuda y angulosa, tan oscura de vello, manaza de ogro y no de médico para su mano almohadillada de niño, engulléndola entera en ese juego que le hacía reír tanto, de alegría y de miedo, trágate mi mano con la tuya como se tragaba a los cabritillos el lobo peludo. Cuéntame otro cuento, no te vayas todavía de la habitación, no apagues la luz de la mesa de noche. Después le maravillaba siempre que mi mano se abriera y la suya apareciese intacta, no devorada y ni siquiera mordida, como los cabritillos blancos salvados por su madre del vientre negro del lobo, que tiene en el hocico y en el lomo pelos negros que pinchan como los de tu mano.
Salíamos del hotel por una vereda entre palmeras y setos y estábamos enseguida frente al Atlántico, aturdidos por la luz, por la amplitud y la hondura del horizonte, que no terminaba en el mar, sino más allá, en una línea de montañas azules que era el norte de África. De noche veíamos temblar entre la niebla marítima las luces de Tánger. Yo estuve en Tánger una vez, hace muchos años, como en otra vida. El médico aprieta la curvatura de la concha y está apretando hace dos veranos la mano de su hijo. Su mujer se abraza a su otro costado, se adhiere a él para defenderse del viento de poniente que viene del mar, de donde están las formas oscuras de África y las luces de Tánger, el viento que huele a humedad y a algas. Cada noche, en algún lugar de esa playa inmensa, desembarca al amparo de la oscuridad un grupo de emigrantes clandestinos, o se descargan sigilosamente cajas de tabaco de contrabando y balas prietas de hachis. Algunas veces las poderosas mareas del Atlántico traen cadáveres de marroquíes o de negros hinchados por el agua y mordidos por los peces y despojos de las barcas viejas de metal oxidado o madera podrida en las que naufragaron.
Sólo al llegar a la playa, la primera tarde, se dieron cuenta los dos del cansancio que traían, tan ligeros de pronto al librarse de él como cuando dejaron en la habitación el equipaje y la ropa ya sudada con la que habían salido esa mañana de Madrid. Tantos meses encerrado en ese cuarto en penumbra, esperando visitas, resultados de análisis, viendo caras de hombres y mujeres señalados invisiblemente por la enfermedad, elegidos por el sarcasmo cruento del azar. El niño corría por delante, con la impaciencia de llegar a la orilla, dando patadas en la arena a la gran pelota de gajos blancos y azules que el viento alejaba ingrávidamente de él. Aún hacía sol, pero no quedaba mucha gente en la playa, o era su amplitud lo que la hacía parecer tan despejada, casi desierta, ofrecida a ellos solos. Le dio algo de pudor quitarse luego la camisa, tan pálido y flaco en aquella luz dorada, tan refractario a ella, a diferencia de su mujer y de su hijo, que tenían los dos la misma tonalidad canela en la piel, uno de los rasgos primarios que había transmitido de la una al otro la herencia genética. Qué habrás heredado tú de mí, hijo de mi alma, saltando intrépidamente esa tarde hacia la primera ola alta y coronada de espuma del verano, derribado por ella, saliendo jubilosamente del mar, con todo el brillo del agua y del sol en tu piel no maltratada todavía por el tiempo, en tu cuerpo que aquel verano no había empezado todavía a perder las redondeces infantiles.
Al tumbarme boca abajo en la arena sentía como una plenitud física la consistencia insondable, la curvatura del mundo. Hay unos versos exactos de Jorge Guillén: Y el pie caminante pisa /la redondez del planeta. Miraba muy de cerca los granos minúsculos, los infinitesimales fragmentos de rocas y de conchas, de vidrio, de ánforas rotas, gastadas y pulverizadas durante un tiempo de duraciones geológicas por la fuerza monótona del mar, que actuaba ahora mismo, que resonaba como un tambor cerca de mi oído, en mi cuerpo entero deshecho por la fatiga, carcomido por meses de trabajo y angustia, de insomnios, de urgencias, de remordimientos, de presenciar en otros el dolor y la enfermedad, el pánico, el progreso de la muerte. Tomaba un puñado de arena en la mano y juego la abría para que la arena fuese cayendo poco a poco, en un hilo tenue, en la fugacidad de unos segundos. Primero era algo sólido en el interior de mi puño apretado, cerrado como las valvas de un molusco para los dedos pequeños de mi hijo, que intentaba abrirlo y no podía, si acaso lograba desprender un dedo respirando muy fuerte, pero el dedo volvía a su lugar y el puño continuaba cerrado. Se abre luego despacio, y la arena tan compacta se disuelve en nada, no quedan más que unos granos mínimos en la ancha palma abierta, puntas minerales heridas por la luz. A los once años el niño seguía disfrutando de ese juego, seguía desafiando en vano a su padre y se esforzaba y jadeaba queriendo abrirle el puño, en el que a veces había un caramelo o una moneda. Buscaba una fisura entre los dedos, escarbaba, siempre en vano, pero lo hacía con tal cuidado que nunca le hincaba las uñas. Derrotado, se echaba sobre él, abrazándose a él con todo su vigor, con una ternura brusca y entregada, y le pasaba la mano a contrapelo por la mejilla, para sentir los pinchazos de la barba. A él le bastaba presionarle con dos dedos en el costado, justo debajo de las costillas, para que el niño se tirara a la arena riendo a carcajadas, dando patadas en el aire.