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«Hay que ver qué pesados, con lo grandes que sois ya los dos»; tendida junto a ellos, los ojos ocultos tras las gafas de sol, su mujer limpiaba la arena que el niño había echado al patalear y revoleado sobre la revista que estaba leyendo. Tan poco tiempo al sol y su piel ya tenía una suave tonalidad morena. El descanso, el sueño profundo, las horas de indolencia en la playa y en la piscina del hotel, las siestas en la penumbra fresca de la habitación, le habían limpiado de la cara todo rastro de fatiga, y tenía la misma sonrisa ancha de felicidad que me había deslumbrado las primeras veces que nos vimos. Tan deseable y joven como si no hubieran pasado doce años, como si no fuera suyo el chico que ahora se había sentado junto a ella y le iba enterrando poco a poco los pies con las uñas pintadas de rojo, vertiendo sobre ellos desde el puño entreabierto un hilo de arena que se deslizaba por el empeine y entre los dedos como una caricia.

Pero no quería negar el tiempo, estaba bien que hubiera pasado, porque nos había traído tantos dones, tantas cosas que yo veía tangibles y sagradas ante mí esos días de julio. El cuerpo de mi mujer me gustaba más porque ya llevaba doce años acariciándolo y conociéndolo, deseándolo con la hondura que sólo da el conocimiento, y también porque había albergado y parido a mi hijo, había sido ensanchado, ungido por una hermosa maternidad, nutrido de ricos flujos hormonales, de hilos de leche que se le derramaban en gruesas gotas de los pezones cuando el niño se había saciado de mamar. La misma mano que palpa el abdomen del paciente tendido en la camilla buscando los signos de una enfermedad acariciaba hace doce años ese vientre tenso y redondo, surcado de poderosas corrientes, estremecido por el corazón del niño a punto de nacer, percibía en las yemas de los dedos su curva planetaria. Quién sabe si un médico puede olvidarse de que lo es, si puede dejar atrás su oficio como deja su bata en la consulta en penumbra y camina hacia la salida pisando sonoramente el parquet muy bruñido, con ese lustre de las cosas bien usadas a lo largo de mucho tiempo, y al llegar la calle lo deslumbra la claridad todavía veraniega del sol, forzándole a ponerse las gafas oscuras, acordarse tal vez de que su mujer se las compró hace dos años, hace dos veranos, en la misma tienda del hotel donde hicieron nada más llegar todas las compras urgentes para los días de playa, bañadores y chanclas, crema solar de protección máxima, una gorra para el niño con el emblema del Zorro, un gran balón hinchable, tan liviano que la brisa del mar se lo llevaba siempre, unas gafas de bucear y unas aletas de hombre rana, porque el niño había decidido fantasiosamente que iba a poner en práctica unos conocimientos exhaustivos, aunque imaginarios, de pesca submarina, adquiridos en un documental de la televisión.

Ahora en la media luz de la consulta emerge algo más que hasta ahora yo no había visto, no sobre la mesa, sino en la estantería donde está el equipo de música, la foto de un chico todavía en la infancia, aunque casi al final de ella, en el umbral de un tránsito, de pelo revuelto y rasgos delicados, unas gafas de bucear en la frente, riéndose con ojos guiñados, con rastros de arena en la nariz y en el flequillo negro.

Hacia el oeste la playa se prolongaba en una horizontal indefinida, que concluía en la vaga mancha blanca de las casas del pueblo, disuelta en una bruma luminosa que borraba contornos y confundía la cal y la arena en un mismo relumbre solar. Sólo con la primera luz del día o a la caída de la tarde tenían plena nitidez los colores y se deslindaban las formas de las cosas. Hacia levante un cerro agreste y cortado a pico sobre el mar delimitaba la bahía. Con el sol de poniente relumbraban las cristaleras de los chalets de lujo medio escondidos entre el verde oscuro de los setos y de las palmeras, con altas tapias blancas sobre las que se derramaba el violeta fuerte de las buganvillas. Nos dijeron que en esas casas veraneaban multimillonarios, alemanes sobre todo. Al pie del acantilado, sobre una gran roca que se quedaba aislada cuando subía la marea, había un bloque cúbico de hormigón, un bunker que tenía algo de organismo equivocado y monstruoso, de cáncer mineral del paisaje, tan resistente a las embestidas del mar como la roca en la que lo habían cimentado. Pero al cabo de unos miles de años el hormigón también se habrá pulverizado, habrá ínfimos granos grises mezclados con los granos de arena, o serán parte de ella, igual que las esquirlas diminutas de vidrio de botella, que los fragmentos de conchas o de rocas. Para el niño fue una aventura memorable trepar hacia el búnker sujetándose a la mano fuerte de su padre y llegar por un pasadizo con el suelo de arena hacia la cámara interior, iluminada por un rayo polvoriento y oblicuo de sol que bajaba desde las saeteras alargadas por las que debieron de asomarse los binoculares de los soldados de guardia y los cañones de las ametralladoras. A través de la ranura se veía con exactitud, en la mañana despejada, la línea de la costa de África. Disfrutaba explicándole cosas a su hijo con detallada claridad, observando el gesto concentrado y dócil del niño, complacido en su interés por todo, en la cortesía atenta con que sabía escuchar, y que no era incompatible con una imaginación muchas veces propensa al ensimismamiento. En 1943 los Aliados habían vencido definitivamente a los alemanes y a los italianos en el norte de África, y se disponían a la invasión del sur de Europa: fíjate lo cerca que estaban si hubieran querido desembarcar en esta playa, en vez de en Sicilia, imagínate a los pobres soldados españoles de entonces encerrados en este bunker, esperando a que aparecieran los barcos de guerra americanos.

Volvieron y ya empezaba a subir la marea. Alevines transparentes de peces huían entre sus pies que chapoteaban en el agua limpia, pisando ahora una extensión lisa de roca que afloraba de la arena, y que estaba a trechos resbaladiza de algas adheridas, y otras veces cubierta por un musgo oscuro y poroso, mullido para las plantas de los pies. Retrocedía una ola y quedaba en una concavidad de la roca una charca en la que se agitaban criaturas diminutas, y el padre y el hijo se arrodillaban para mirarlas de cerca, trasladándose del tiempo inmediato de los hechos humanos a las inconcebibles lentitudes de la historia natural. Organismos primarios arrastrándose del mar a la tierra, bullendo en charcas, en el limo denso y fértil de las marismas, acorazándose para sobrevivir, a lo largo de millones de años, desarrollando valvas y conchas, caparazones calizos, patas y pinzas que dejan un rastro delgado en la arena, no más fugaz que el de nuestras pisadas, que el de nuestras vidas, pensaba sin dramatismo, sin melancolía, un hombre de cuarenta y tantos años que pasea por una playa llevando de la mano a su hijo, en un estado de perfecta y tranquila felicidad, de gratitud, de misteriosa concordia con el mundo, en uno de esos largos atardeceres de principios de julio, cuando el calor aún no agobia y el verano es todavía para el niño un regalo intacto.