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Se soltó de su mano para tirarse de cabeza a las olas y él se apartó de la orilla y caminó por la arena más cálida hacia donde estaba su mujer, de la que también habrá una foto en la consulta en penumbra: la sonrisa ancha y los labios finos, siempre recién pintados de rojo, incluso esa tarde, en la playa, las gafas de sol como las que llevaban las actrices en las fotos en color de los años cuarenta. Me gustaba pensar que ella nos había estado viendo desde lejos, al niño y a mí, fáciles de distinguir en la playa casi despoblada a esa hora tardía pero aún cálida y luminosa, cuando ya hay breves pozas de sombra en las huellas de las pisadas y en los costados de las dunas: los dos en cuclillas, las cabezas juntas, observando algo en una lámina brillante de agua que ha dejado una ola al retirarse, viniendo luego de la mano por la orilla, el hombre flaco y blanco y el niño redondeado, moreno, con un rescoldo de sol tardío en la piel mojada, con un poco de barriga infantil sobre la goma del bañador tan distintos entre sí, separados por más de treinta años, y sin embargo asombrosamente iguales en algunos gestos, idénticos en la complicidad de los andares y de las cabezas bajas, aunque el niño, de cerca, a quien más se parece es a su madre, no sólo en el tono de la piel sino en la manera en que guiña los ojos al reírse, en la firmeza de la mejilla, en las manos, en el pelo rizado y revuelto en el aire húmedo del mar.

Hay un sabor salado en su boca y una consistencia más carnal en sus besos, una cualidad más densa en su piel cuando la acaricia bajo la tela ligeramente húmeda del bikini, en la penumbra la siesta, tras las cortinas echadas. Los pechos y vientre son dos manchas blancas en la piel ya morena. Posa una mano en el vello oscuro entre sus muslos y se acuerda de ese musgo empapado en el que hundía los dedos hasta tocar la superficie lisa de la roca en la orilla. Todo sucede muy despacio, el deseo ascendiendo con una lentitud de marea, los dos cuerpos usados y gastados por el amor, tan rozados el uno contra el otro, brillando en la penumbra.

De joven había creído como el fanático de una religión en el prestigio del sufrimiento y el fracaso, en la clarividencia del alcohol y en el romanticismo del adulterio. Ahora no era capaz de concebir para sí mismo una pasión más honda que la que sentía hacia su mujer y su hijo, la que notaba que los envolvía a los tres como una atmósfera más hospitalaria y cálida que el aire exterior, tan objetivamente perceptible como un campo magnético. Flujos compartidos, cromosomas mezclados en una gran célula primigenia, el óvulo recién fecundado, saliva del uno asimilada por el aparato digestivo del otro, saliva y secreciones vaginales, saliva y semen brillando algunas veces en los labios de ella, desleídos en la corriente nutritiva de su sangre, olores y sudores mezclados, impregnando la piel, el aire, las sábanas sobre las que luego se quedaban dormidos, apaciguados, mientras del otro lado de las cortinas echadas venían el chapoteo y los gritos de los niños en la piscina del hotel, y desde más lejos, si prestaban mucha atención, el ruido poderoso del mar, el viento que azotaba las copas de las palmeras.

Palmeras salvajes era el título de la novela que su mujer había venido leyendo en el tren y llevaba a la playa en un gran bolso de paja. Él solía pedirle que le contara las novelas que leía, y esos resúmenes, junto a algunas películas que también elegía ella, colmaban satisfactoriamente su apetencia de ficción. Lo real le parecía tan complejo, tan inagotable, tan laberíntico incluso en sus elementos más simples, que no veía la necesidad de distraer el tiempo y la inteligencia en cosas inventadas, a no ser que le viniesen filtradas por la narración de su mujer, o que tuviesen la elementalidad antigua de los cuentos. En el arte era sensible casi únicamente a las formas en las que se traslucía algo de la unidad armónica y la eficacia funcional de la naturaleza, y en las que había al mismo tiempo una sugestión de su desmesura ajena a la experiencia y a la observación humanas. Era sensible sobre todo a ciertas músicas y a ciertas formas y espacios interiores de la arquitectura. Las ruinas colosales de los templos griegos en el sur de Italia o de las termas de Roma le despertaban una emoción idéntica a la de los grandes bosques que había visitado en Nueva Inglaterra y en Canadá. En la forma de una columna clásica, de un gran capitel derribado, hallaba una correspondencia a la vez oculta y precisa con la majestad sagrada de un árbol, con las nervaduras y volutas, con la simetría exacta de una concha marina. Le enseñaba a su hijo la espiral de una concha diminuta de caracol y luego, en un libro de astronomía, la otra espiral idéntica de una galaxia, y lo llevaba al cuarto de baño y le pedía que se fijara en la espiral que forma el agua al caer del grifo en el agujero redondo del lavabo. Espiaba el brillo atento de la inteligencia en los ojos oscuros del niño, que tenían el mismo color y el mismo dibujo rasgado que los de su madre, y que eran idénticos a los de ella en una disposición inmediata a expresar, sin disimulos ni estados intermedios, la maravilla o la decepción, la felicidad o la melancolía.

No recuerda haberle preguntado al paciente en su primera visita si tenía hijos. Probablemente porque es de esas personas que llevan consigo un aire conyugal y paternal, cierto desgaste físico, una pesadumbre de responsabilidad en los hombros, de inquietud por la enfermedad o de un desvelo de esperarlo las noches de los viernes. Fue el aire de desgaste, de vago cansancio general, lo que le indujo a una sospecha que en rigor no habría debido albergar. Pero no hay apariencia que de un modo u otro no incluya una parte de engaño, y tampoco hay nadie de quien pueda decirse con toda seguridad que está a salvo. Por supuesto no le dijo que en los análisis de sangre que iba a prescribirle estaría incluida esa prueba. No quería alarmarlo, pero sobre todo, y si era posible, no quería ofenderlo. Por quién me toma, le diría tal vez, qué clase de vida se imagina que llevo.

Vendrá dentro de unos minutos y será preciso decirle las palabras, el nombre de la enfermedad, repetir con cuidado, con desapego clínico, el eufemismo de unas iniciales. Por supuesto que hay que repetir la prueba, pero no le oculto que incluso ahora el margen de error es limitado.

Las mismas palabras dichas tantas veces, y siempre neutras y sin embargo atroces, el pánico y la vergüenza y tantas agonías vaticinadas y seguidas con la amargura nunca mitigada de la propia impotencia: ésa es casi otra forma de contagio, una fatiga casi como la que sufren ellos, como la que les ha traído a la consulta, un vago malestar persistente e inexplicable, el despertar en los ganglios, en ciertas células muy especializadas, del huésped inadvertido, oculto durante años, obediente también a ciertas contraseñas genéticas, que por ahora nadie sabe descifrar, igual que no se descifra la consistencia última de la materia, el torbellino de partículas y de infinitesimales fuerzas magnéticas del que está hecho todo, la luz de la pantalla de mi ordenador y la de la lámpara encendida sobre el teclado, alumbrando mis manos, la dura forma mineral de la concha que acaricio ahora mismo, acordándome de un verano, de dos veranos para ser exactos, dos veranos iguales y sin embargo tan distintos como dos conchas de la misma especie que a primera vista parecen idénticas y luego, con un poco de observación, se va descubriendo que apenas tienen nada en común, salvo una semejanza abstracta que tal vez sólo está en nuestra imaginación clasificadora, en nuestro instinto de simplificar.

No te bañarás dos veces en el mismo río, ni vivirás dos veces el mismo verano, ni habrá una habitación que sea idéntica a otra, ni entrarás a la misma habitación de la que saliste hace cinco minutos, a la misma consulta en penumbra donde habías estado una sola vez, sentado frente a un médico que hablaba despacio y hacía preguntas chocantes, y asentía al escuchar con mucha atención las respuestas, acariciando una concha blanca que tiene sobre la mesa, a la izquierda del teclado del ordenador, simétrica al ratón, que roza como sigilosamente con sus largos dedos blancos y velludos mientras busca un fichero, los datos que el paciente le dio por teléfono a la enfermera cuando llamó por primera vez pidiendo una cita.