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Desde la playa mirábamos, hacia el este, las casas blancas plantadas al filo de los acantilados o medio escondidas entre espesuras de jardines, detrás de altos muros de cal, con ventanales y terrazas orientados al sur, a la línea azulada de la costa de África. Nos dijeron que muy arriba, en las laderas de roca desnuda a las que no llegaba la vegetación, había una cueva con pinturas neolíticas y restos de sarcófagos fenicios. Me desperté una mañana muy temprano, cuando estaba empezando a amanecer, me puse sigilosamente la ropa y las zapatillas de deporte, procurando no despertar a mi mujer, y salí del hotel cruzando el jardín desierto, que se reflejaba en el agua malva e inmóvil de la piscina. En el restaurante, bajo una ingrata luz eléctrica, los camareros más madrugadores preparaban las bandejas del buffet, repartían por las mesas tazas y cubiertos, en un silencio de sonámbulos. Notaba con gusto el vigor de las piernas, la sólida comodidad de las zapatillas, con las que había ya caminado y corrido cientos de kilómetros. El fresco de la primera hora de la mañana me atería la piel bajo el algodón liviano de la camiseta. Empecé a correr despacio, respirando suave, pero en lugar de ir hacia la playa, como hacía todas las mañanas, corrí por el camino que ascendía por la ladera de la colina. Pronto me cansé porque la cuesta se hacía muy empinada y continué caminando. Vistas de cerca, las casas que mirábamos desde la playa eran aún más imponentes, protegidas por muros erizados de cristales rotos, por avisos de compañías de seguridad, por perros que me ladraban al pasar desde el interior de los jardines, y que algunas veces golpeaban las cabezas contra las cancelas metálicas, escarbaban los setos asomando los hocicos, oliéndome, rugiendo. Salvo los ladridos de los perros y el roce de mis pasos sobre la grava, lo único que se escuchaba era el chasquido metódico de los aspersores, regando extensiones invisibles de césped, desde las que llegaba hasta mí el olor intenso de la savia y de tierra bien estercolada y empapada.

Distinguía a veces, tras los barrotes de una reja algún coche enorme y alemán, de carrocería plateada. Doblaba un recodo y aparecía delante de mí, cada vez más abajo, la extensión vertiginosa de la playa y del mar: el hotel como un modelo a escala o una de esas maquetas recortables que le gustaban a mi hijo cuando era más pequeño, el azul de postal de la piscina, la línea de ventanas. Detrás de una de ellas mi mujer seguía apaciblemente sumergida en el sueño y en la noche que preservaban las cortinas echadas.

Pero no lograba encontrar la vereda que me llevaría hacia la cima, hacia la cueva donde estaban las pinturas neolíticas. Abandoné el camino asfaltado, abriéndome paso entre matas pegajosas de jara, en las que había creído que se insinuaba un sendero. Cuando me creía perdido llegué de nuevo a la carretera, que se estrechaba entre rocas y malezas y terminaba abruptamente delante de un muro y de una puerta metálica muy alta, pintada de un color verde severo y militar. Varios perros ladraban y rugían tras ella y la embestían con tal fuerza que temblaban las planchas de metal. Reconocí las terrazas altas de la casa, los ventanales en arco que se veían desde la playa, en el punto más alto de la colina. Junto a la puerta, en una plaqueta cerámica, había un letrero en caracteres góticos: Berghof. Había leído ese nombre en alguna parte, en un libro, pero no recordaba en cuál.

Di media vuelta y ya no continué buscando el sendero hacia la cueva de las pinturas. Estaba cansado y se me hacía muy tarde. Cuando volví al hotel no eran más de las nueve de la mañana, pero ya empezaba a hacer calor y los primeros turistas alemanes, rojos de sol y ahítos por el festín del desayuno, empezaban a ocupar con plena deliberación las mejores tumbonas, las que tenían el cabecero reclinable y estaban situadas en el lado de la sombra. En mi habitación aún duraba la noche que había dejado al salir un par de horas antes. Abrí la puerta con sigilo, escuché en la penumbra la respiración de mi mujer y olí en el aire más denso que el exterior los olores comunes de nuestra vida, que habíamos traído con nosotros a la habitación del hotel. Me senté en la cama, junto a ella, que tenía puestas sólo las bragas y dormía de costado, ligeramente encogida, abrazando la almohada. Verte desnuda es recordar la tierra. Le aparté el pelo de la cara y entonces vi que tenía los ojos abiertos y estaba sonriéndome. Recordé esa palabra: Berghof.

Quisiera preservar cada pormenor de esos días de julio con la misma certeza que al acariciar la concha blanca sobre la mesa de trabajo: su peso débil en la palma de la mano, el interior tan suave, en el que sin embargo los dedos perciben el trazo atenuado de las acanaladuras, la irregularidad del borde exterior, mellado quizás por el choque violento contra una roca, hace cuánto tiempo.

Cada cosa guardada, salvada, los detalles menores, los esenciales, porque si falta uno de ellos el equilibrio general de las cosas puede hundirse. En mi enciclopedia escolar venía la historia de cómo por culpa de una herradura, del clavo de una herradura, se perdió un imperio entero: el emperador manda a un mensajero a caballo a buscar refuerzos, pero el caballo no puede galopar bien porque lleva un clavo suelto en una herradura, tropieza y cae y el mensajero se mata, o simplemente no llega a tiempo de cumplir su misión. Cuántos azares mínimos hicieron falta para que Pau Casals encontrara en un puesto de papeles viejos de Barcelona las suites para violoncello de Bach. Esa concha arrastrada por una ola hace un año o hace doscientos años, chocando tan fuerte contra una roca que se le rompe una parte de su borde exterior, quedándose luego enterrada en la arena blanca de una playa que se pierde en el horizonte del oeste para que una tarde de julio Arturo la encontrase, para que ahora yo la tenga aquí, al alcance de mi mano, reconocida por ella, parte del reino familiar del sentido del tacto, junto al plástico hueco del teclado del ordenador, la madera ruda y fuerte de la mesa, la porcelana de la taza de café, el papel que relumbra a la luz de la lámpara y en el que hay escritas cosas que serán indescifrables casi para cualquiera, incluido yo mismo a veces: letra de médico, decían los mayores, amedrentados por los médicos, la letra de escribir recetas y diagnósticos, de firmar hojas de análisis.

No hay un verano, sino dos, pero no puede haber dos veranos iguales, no hay diferencias tan definitivas como las que apenas se perciben. La de un solo cromosoma entre veinticuatro determina si se ha de ser hembra o varón. La diferencia entre la vida y la muerte de ese hombre que va a entrar en la consulta de un momento a otro es un virus que ha habitado imperceptiblemente dentro de él durante no se sabe cuántos años y de pronto ha empezado a replicarse, a multiplicarse, a envenenarlo sin que él se diera cuenta, sin que notara otra cosa que un cansancio vago e invencible, algo que el médico intuyó pero no podía haber advertido en su cara de hombre todavía saludable, al palpar en el abdomen sus órganos todavía intocados.

Imagina que habla con alguien, un amigo, que le cuenta esa historia, él que ya no tiene costumbre de confiar en nadie más que en su mujer, la historia de los dos veranos, del segundo verano, el de la repetición y el regreso, dos años después. Si hay algo que de verdad añoro no es la infancia, sino la amistad, la devoción mutua que me unía a mis amigos a los quince o a los veinte años, la capacidad de conversar durante horas, caminando por mi ciudad desierta en las noches de verano, de contar con exactitud aquello que uno era, lo que deseaba y lo que sufría, y de no hacer otra cosa más que hablar y escuchar y estar juntos, porque muchas veces eso era lo único que teníamos, a falta de dinero para ir a un bar o a un cine o a los billares, la pura evidencia de la amistad, las manos en los bolsillos vacíos y las cabezas hundidas entre los hombros y aproximadas en una actitud de confidencia, de conspiración. Echo de menos la pudorosa ternura masculina, la emoción de sentirse aceptado y comprendido y no atreverse a expresar gratitud por tanto afecto: no la torva camaradería hombruna, la confidencia jactanciosa o el cruce de guiño baboso ante la presencia de una mujer deseable.