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Imagina que cuenta, que conserva algún amigo de hace treinta años y han seguido juntos y mantenido la misma lealtad de entonces, fortalecida y mejorada por el tiempo, por los aprendizajes y los desengaños de sus dos vidas enteras. Imagina un amigo, lo inventa como se inventaba amigos cuando tenía doce o trece años y se encontraba solo en todas partes, en su familia y en el colegio nuevo adonde lo habían enviado, a esa edad rara que ya no es la infancia y todavía no es la adolescencia, o la mocedad, como se decía hace tiempo, lástima que se haya perdido una palabra tan bella, tan precisa.

Ahora es mi hijo quien está entrando en ella, en la mocedad o en la adolescencia, quien ya ha dejado de ser un niño y empieza a alejarse de mí sin darse cuenta, le diría a su amigo, si tuviera uno, si no hubiera perdido los que tuvo por obra de la lejanía o de la negligencia, de un fondo ligeramente amargo de escepticismo que los años han acentuado en él, y del que sólo está a salvo el núcleo más cercano de su vida, su mujer y su hijo, y acaso también, en parte, a veces, su trabajo, lo que sucede en la habitación en penumbra, consulta o cuarto de estudio, bajo la lámpara, en el espacio que limita y alumbra su claridad no hiriente, calculada para acoger y sugerir, para que surjan en ella, como invocadas, inventadas, presencias semejantes que se transfiguran, casi inadvertidamente, de unas en otras: médico y paciente, amigo que se presenta quizás sin aviso y al que es tan gustoso acoger y tan fácil y apaciguador contarle algo, sabiendo que casi no son precisas las palabras y también que vale la pena escogerlas con cuidado para transmitir con plenitud una cierta experiencia, para volverla así inteligible, limpia de la niebla nociva, de la vaguedad confusa de la melancolía, de ese principio infeccioso de autocompasión que se insinúa en el recuerdo no compartido, rumiado en la soledad de la espera, en la consulta, presente como una deslealtad silenciosa cuando he vuelto a casa y mi mujer me nota ausente y me pregunta te pasa algo, y yo digo nada, el cansancio del trabajo, la persistencia opresiva de la enfermedad en esas caras nuevas que van apareciendo cada día, caras de recién llegados a la otra parte de la frontera, de recién expulsados.

Volvimos este verano, cuenta, contaría si tuviera a quién: me había pasado dos años recordando esas vacaciones, un poco a la manera de mi hijo, que todo lo encontraba memorable, con esa capacidad estupenda de entusiasmo indiscriminado de algunos niños. Pasamos en aquel lugar sólo diez días, y apenas hicimos otra cosa que bañarnos y tomar el sol, leer tumbados en la playa o junto a la piscina del hotel, salir de vez en cuando en un coche alquilado a cenar o a dar una vuelta por el pueblo. Yo me levantaba temprano, corría sin agobio unos kilómetros por la arena dura de la orilla, recién bajada la marea, la arena lisa y brillante con la primera claridad del sol. Me gustaba volver al hotel y despertar a mi mujer y a mi hijo, y desayunar con ellos junto a un ventanal del restaurante que daba a las palmeras del jardín. En cada cosa que hacíamos había una perfección insuperable, y yo era consciente de ella en el momento mismo en el que la vivía, no me hizo falta el tamiz del recuerdo para embellecerla. Había una concordia entre nosotros tres que se correspondía con la hermosura exterior del mundo, con la luna llena y el viento de poniente la primera noche que bajamos a la playa y nos abrazábamos los tres para defendernos de la humedad tan fría, con la pureza de la forma de una concha o el sabor y el aroma de un pescado asado sobre brasas que tomábamos en una terraza junto al mar. Cada uno de nosotros era intensamente él mismo y justamente esa singularidad era la que lo vinculaba a los otros dos, a cada uno de una manera única y distinta, siendo el mismo amor el que nos envolvía a los tres. Mi mujer y yo, mi hijo y yo, mi mujer y mi hijo, mi hijo mirándonos cuando nos hacíamos una caricia y mi mujer mirándonos, al niño y a mí cuando caminábamos con las cabezas bajas por la playa, buscando conchas y cangrejos, yo mirando al niño cuando echaba arena sobre los pies de su madre, entre los dedos con las uñas pintadas de rojo, sobre el empeine y los talones.

Tonos apastelados, con la instantaneidad frágil de las polaroids, en las que todo parece suceder un poco al azar, sin premeditación y casi sin encuadre, con el desahogo de la vida diaria.

Vuelven, dos veranos más tarde, al mismo hotel, en los mismos días de julio, con atardeceres que se prolongan en una dorada lentitud hasta la hora de la cena: todo es igual, y sin embargo él se descubre espiándose a sí mismo en busca de algún fallo en la repetición gozosa de sus emociones de entonces, intranquilo, aunque de una forma insidiosa, desalentado sin motivo, irritado por contratiempos a los que sabe que no debería dar ninguna importancia, la habitación que este año no da al mar, sino a un patio con palmeras y a las ventanas de otras habitaciones, el viento de levante que apenas los deja ir a la playa los primeros días, provocando el disgusto de su hijo, que se encierra hoscamente en su cuarto y pasa horas mirando la televisión. Ya tiene trece años y una sombra de bigote le oscurece el labio superior. Sin que nos diéramos cuenta ha perdido la voz de niño, sin que lo advirtiéramos casi le estaba cambiando, y esa voz única ya ha desaparecido del mundo, ya no vamos a escucharla nunca más. Sólo han pasado dos veranos, pero hemos tardado tanto en volver que ya no era posible el regreso: dos años en nuestras vidas de adultos no son nada, pero en la suya son el salto de una existencia a otra, el tiempo de una transformación no menos radical que la de una larva en una mariposa. Sus ojos grandes, guiñados en la risa, con el mismo gesto de su madre, ya no miran como antes, o al menos no siempre. Lo miras a los ojos y parece que no está, o que no puedes encontrarte con él, quieres buscarlo y se ha ido, y aunque esa distancia sólo ocurra de tarde en tarde, bien como en fogonazos de extrañeza o alarma y su padre debe contenerse para no sentir una decepción de adolescente despechado, una forma de amargura que no creía que se le hubiera conservado tan intacta desde que tenía la edad en la que está entrando su hijo.

Quizás no ha perdido nada aún, pero ahora descubre lo que hace dos veranos desconocía, el miedo a perder, el pánico a la posibilidad de que su hijo se le vuelva un desconocido, como los hijos de tantos padres que conoce, hombres de su misma edad y de su clase y su profesión entre los cuales, sin embargo no hay ninguno al que pueda llamar verdaderamente su amigo, con la plenitud sagrada de esa palabra. Pero es que el chico ya tiene a sus amigos en Madrid y los echa de menos, le dice su madre, sonriendo con una benevolencia que él envidia, con una serenidad de la que él depende para rendirse del todo al abatimiento. No te das cuenta de que ya no es del todo un niño, que va a cumplir catorce años. Habría que ver cómo eras cuando tenías su edad.

Se vigila, se espía, con el mismo cuidado con que examina la cara de un paciente o palpa su abdomen o estudia su respiración en el estetoscopio, buscando síntomas de esa enfermedad a la que se sabe vulnerable, la insidiosa decepción, la opacidad de las sensaciones que otras veces se dilatan en resonancias irisadas, como el tedio ante una música de la que antes se disfrutaba mucho, y que ahora se sigue prestando atención, hacia la que se finge entusiasmo, casi logrando engañarse a uno mismo, aunque se sabe, en un fondo inconfesable, que lo que más se desea en este mundo es que esa música termine, como volver a una ciudad y no sentirse ya arrebatado por ella, y no sobornarse a uno mismo para hacerse creer que el tibio agrado de ahora es idéntico a la exaltación de entonces.