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Grandes coches plateados de matrícula alemana, ladridos de perros tras las tapias de las casas aisladas entre roquedales y palmeras. En el hotel nos dijeron que los alemanes llegaron cuando no había nada en toda la costa, nada más que los búnkeres erigidos contra una posible invasión que sucedió mucho más lejos, primero en Sicilia, en el sur de Italia, luego en Normandía. Los alemanes empezaron a llegar al final de la guerra, la suya, eligieron para construir sus casas y plantar sus jardines esas laderas batidas por todos los vientos a las que no subía entonces nadie, en las que no había nada, sólo esa gruta con pinturas de siluetas negras de animales y arqueros, con ánforas enterradas en las que después se descubrió que había esqueletos de viajeros fenicios.

Esta vez va decidido a no rendirse sin alcanzar la cima, sin llegar a la gruta. Le han dicho que pasado cierto recodo en el que hay un gran pino retorcido sobre el abismo debe dejar la carretera y seguir una vereda que sube entre espesuras de jara y de una variedad de acacia con espinas muy agudas y racimos de flores amarillas cuya simiente, le han contado, vino traída por el viento o los pájaros desde el otro lado del mar, porque es una planta que crece en el desierto. Si tuviera un amigo le contaría que apenas se adentró en lo que parecía la vereda se dio cuenta de que estaba equivocándose, porque su traza se borraba enseguida entre la espesura. Se abría paso braceando entre las ramas ásperas que le arañaban la piel, entre las hojas pegajosas de la jara, procurando no perder la orientación, aunque de pronto no veía nada a tan sólo unos pasos. Escuchaba el mar batiendo contra el acantilado, pero ya no sabía calcular hacia dónde. Tropezaba en ramas tronchadas que le herían las piernas y tenía miedo de perder pie, de encontrarse sin saberlo muy cerca del precipicio. Pero no tenía más remedio que seguir avanzando, que resistir al desánimo de haberse perdido: llegaría pronto a un claro, encontraría una de las rocas que afloraban sobre la vegetación y subido a ella vislumbraría el camino.

Iba tan agitado, tan entregado al esfuerzo de abrirse paso entre los matorrales de jara y de esa planta cuyos pinchos se clavaban como picos de rapaces, que tardó en comprender que estaba escuchando ladridos copiosos y feroces de perros. A unos pocos metros delante de él, invisible hasta entonces, había un muro encalado y muy alto, coronado por una hilera de fragmentos puntiagudos de cristal. Lo fue siguiendo sin encontrar ni una puerta ni una ventana, dobló una esquina y en un instante se quedó paralizado de terror y de vértigo, el cuerpo entero aplastado contra la pared de caclass="underline" justo a un paso por delante de él estaba el filo vertical del acantilado, Y muy abajo el fulgor y el bramido de la espuma contra la roca en la que se levantaba el bunker. Si me hubiera despeñado hace un momento mi mujer y mi hijo habrían seguido durmiendo, cada uno en su habitación, protegidos de la luz del día por espesas cortinas de hotel, tan lejos de ella como si aún fuera plena noche.

Se quedó unos largos segundos inmóvil contra el muro en el que ya daba el sol, con los ojos cerrados, sin atreverse a abrirlos, a mirar el vacío. Luego volvió sobre sus pasos, y según se alejaba del precipicio escuchó de nuevo los ladridos de los perros, que parecían haberse callado en el instante en que él había estado a punto de matarse. Daba ahora la vuelta a la casa en sentido contrario, siempre rozando el muro áspero de cal, avanzando en el espacio angosto entre la pared y la jara.

Llegó a una explanada delante de la puerta principal de la casa y una mujer rubia y corpulenta vino hacia él corriendo, llorando a gritos y diciéndole algo en una lengua que no entendía, y que en cualquier caso no llegaba a distinguir por culpa de los ladridos de los perros. Antes de ver el letrero en la placa metálica recordó que ya había estado otra vez en ese mismo lugar. Berghof.

Pensó al principio, todavía aturdido, que la mujer le reñía por haber invadido su propiedad. Pero no tenía aspecto de dueña de la casa, sino de criada, y las dos manos con que le sacudió con violencia mientras le gritaba algo eran manos grandes y rojas de trabajo doméstico, como de fregona o cocinera de otra época. Chillaba, tiraba de él hacia el portalón metálico entreabierto, detrás del cual ladraban los perros. Con una naturalidad parecida a la de los sueños aceptaba que la mujer había sabido que era médico y le pedía ayuda para asistir a un enfermo.

Pero no soy un médico. Pero no puede saber que soy un médico, no puede haber estado esperando mi llegada. Desde el momento en que entra en la casa, arrastrado por la mano poderosa de la mujer, imagina que cuenta lo que está sucediéndole, que se lo cuenta a su mujer, esta mañana, cuando vuelva al hotel, sentado en la cama junto a ella, llevándole una historia como le ofrecerla el desayuno, súbita y rara, recién ocurrida, si vieras lo que me ha pasado, lo que he visto.

Cruza guiado por la mujer un patio de muros blancos y pavimento de mármol y arcos en los que se agitan cortinas de gasa y tras los cuales se ve el mar y la costa de África, esos arcos que hemos visto tantas veces desde la playa, preguntándonos quien tendría el privilegio de vivir allí. Hay una fuente de mármol en el centro del patio, pero el rumor del agua y el de nuestros pasos queda borrado por los ladridos que no se detienen, que se vuelven más fieros según yo voy adentrándome en la casa y la mujer llora a gritos y se frota las manos contra la pechera abultada, y se va volviendo más vieja según la veo más de cerca y me acostumbro a ella: los ojos azules, el pelo tan claro, de un rubio muy débil, la nariz chata y la cara redonda y colorada la hacían parecer joven, pero ahora me voy dando cuenta de que tendrá más de sesenta años, también de que está vagamente vestida de asistenta o de ama de llaves. Se vuelve hacia mí con los ojos llenos de lágrimas y me pide por señas que vaya más aprisa. El lugar tiene un aire de pastiche andaluz concienzudo y germánico, con rejas coloniales en todas las ventanas y puertas de cuarterones oscuros. Pero lo veo todo muy rápido, borroso por el aturdimiento, y cuando entramos en un salón donde hay algo en el suelo que la mujer me señala con aspavientos de pavor y de súplica, llorando con la boca abierta y las lágrimas cayéndole por las mejillas ajadas y redondas, mis pupilas acostumbradas a la luz solar tardan en adaptarse a la penumbra y al principio no distingo nada, no veo nadie.

Es el gemido lo primero que escucho, aunque no con claridad, por culpa de los gritos de la mujer y los ladridos de los perros, que deben de estar encerrados muy cerca, porque oigo sus arañazos y los golpes de sus hocicos contra una superficie metálica. Un gemido y la respiración sibilante de unos pulmones de enfermo, eso escucho antes de ver el bulto que hay tirado en el suelo, un hombre viejísimo envuelto en una bata de seda, muy pálido, de una palidez opaca y amarilla en la cara, en contraste con el rojo tan fuerte del interior de su boca abierta y de su lengua que se agita en busca de aire, estirándose como un deforme animal marino que pugna por escapar de una grieta en la que ha sido apresado. Se aprieta la garganta con las dos manos, y cuando me inclino hacia él aferra con una de ellas la pechera de mi camiseta, los ojos clarísimos tan abiertos como la boca, tan claros que apenas tienen un matiz de gris o de azul. Me atrae hacia él con una fuerza fanática, como agarrándome para no ahogarse, como queriendo decirme algo. Estoy tan cerca de su cara que veo sus lagrimales rojos y las venas diminutas de sus globos oculares y sus dientes largos y amarillos, y me llega un aliento con olor a sumidero. Bitte, dice, pero más que una palabra es un estertor, y la mujer que llora y jadea a mi lado repite lo mismo, me sacude con sus manazas rojas, urgiéndome a que haga algo, pero el hombre me tiene apresado contra él y no puedo desprenderme para auscultarle el pecho o para intentar un ejercicio de reanimación. Junto a él hay en el suelo de madera oscura y bruñida un charco que me ha parecido de orines, pero es té: también hay una taza rota y una cucharilla.