mo en una película panorámica y a todo color. Todo nuevo, mi cocina que no tenía que compartir con nadie, mi lavadero que no apestaba a cañería ni a mugre de otros, mi cuarto de baño, con los azulejos blancos, con los sanitarios tan blancos que resplandecía la luz fluorescente en ellos, una luz tan buena, tan clara, no la de aquellas bombillas tísicas con las que nos alumbrábamos cuando yo era niña. Mi madre se quejaba, porque toda su vida la había pasado en Ventas y no lograba acostumbrarse a no estar cerca de sus vecinas y de sus tiendas de siempre, y en el barrio nuevo se perdía nada más salir, y decía que estaba como una inválida, a expensas de quien quisiera traerla y llevarla, porque entonces ni el metro ni el autobús llegaban todavía al barrio, si ni siquiera estaba en los planos de Madrid. A mi madre no quise enseñarle la carta. Como era tan desconfiada, salió enseguida de su cuarto para preguntar quién había llamado, y cuando le dije, tonta de mí, que había sido el cartero, quiso saber quién nos había escrito, pero yo le dije que había sido una equivocación y me encerré en mi dormitorio para abrir a solas la carta. Me palpitaba el corazón, de miedo, porque entonces el hambre ya se nos había quitado, pero el miedo nos duraba todavía, el miedo a todo, a que nos cayera otra vez la desgracia, a que se llevaran de nuevo a mi madre, como cuando se la llevaban después de la guerra y tardaba días en volver y mi abuela iba por las comisarías y las cárceles de mujeres preguntando por ella. Mi padre se lo había dicho, si no te vienes conmigo lo vas a pasar tan mal que mejor te ahorcas o te tiras por el balcón, pero ella no quiso moverse, no quiso irse de España, aunque sabía perfectamente lo que le esperaba, no por haber hecho algo, porque a ella no le importaba nada la política y ni siquiera sabía leer ni escribir, sino tan sólo por estar casada con él. Yo tenía tres años cuando acabó la guerra, cuando mi padre se presentó una madrugada en la corrala de Ventas para llevarnos con él, y no me acuerdo de nada, pero me imagino la escena perfectamente, conociendo a mi madre, con lo cabezona que era, que se quedaba muy seria sentada en un rincón y bajaba la cabeza y no había quien la moviera, me imagino a mi padre hablando y hablando y diciéndole que teníamos que irnos todos a Rusia, queriendo convencerla, prometiéndole cosas, argumentándole igual que en sus reuniones políticas, en las que parece que se salía siempre con la suya, por eso había llegado tan alto. Era un pico de oro, me contaba mi abuela, pero a la única a la que no convencía era a su mujer, a la que no pudo llevar nunca a ninguna manifestación, que no se interesó nunca por sus mítines y sus políticas, y que no se creía nada de lo que él le prometía, ni lo admiraba por los puestos cada vez más altos que iba teniendo durante la guerra ni por las estrellas que traía en la gorra y en la bocamanga. Él se marchaba, se iba por la mañana y podía volver esa noche o al cabo de una semana o de un mes, volvía de la cárcel o del frente, disfrazado para que la policía no lo encontrara o vestido con uniforme militar, y ella no le preguntaba dónde había estado y escuchaba callando sus explicaciones, que se creía o no, y que seguramente no entendía. Eso sí, le tenía siempre la casa limpia y el puchero en el fuego, y algunas veces hasta le curó las heridas que trajo o le preparó a deshoras tazones de caldo o de café caliente para aliviarle el hambre que traía, y cuando se le acababa el poco dinero que él le había dado se echaba a la calle a buscarse la vida, a fregar suelos o a vender agua en la plaza de toros con un botijo de barro y un vasito de estaño, y si hacía falta iba a la parroquia a pedir ropa para nosotros, aunque eso sí que se lo ocultaba a mi padre, que no podía permitir que los curas le ayudaran. La última vez que yo lo vi debió de ser esa noche en que vino a buscarnos, medio escondiéndose ya, porque si la guerra no había terminado estaba a punto de terminar, y le dijo a mi madre que había un coche en marcha esperando en la puerta, que nos iba a llevar esa misma noche no sé si a Valencia, donde tomaríamos un barco, o a un aeródromo, y que enseguida llegaríamos a Rusia, y que allí no tendríamos ya hambre nunca más y disfrutaríamos de todas las comodidades. Yo no sé cuántas cosas le diría, cuánto tiempo estaría hablándole, y mientras tanto el coche con el chofer en la puerta, y las tropas de Franco a punto de entrar en Madrid, y mi madre como si oyera llover, que me la imagino perfectamente, negando con la cabeza, mirando al suelo, que no y que no, que él podía hacer lo que le diera la gana, como había hecho siempre, pero que a ella y a sus hijos no se los llevaba, y menos a Rusia, tan lejos, que irse a lo mejor era fácil, pero desde tan lejos a ver quién volvía. Y él dando vueltas por la habitación, no tengo ningún recuerdo de él pero me parece que lo veo, alto, muy guapo, con el uniforme, como en una de esas fotos que me dieron en la embajada, y que luego mi madre rompió en pedazos muy chicos y quemó en un montón con todos los papeles, las cartas y los dibujos, los documentos, con lo que a mi me gustaría tener ahora alguna foto, algún recuerdo de mi padre. Pues yo me lavo las manos de lo que te pase, y de lo que les pase a los niños, le diría, y ella saltaría como una fiera, como si no te las hubieras lavado siempre, con tus políticas y tus aventuras y tus revoluciones, que si hubiera sido por ti ahora tus hijos estarían pidiendo por la calle. O estarían en Rusia, bien alimentados y bien cuidados, sin haber pasado las penalidades que han tenido que pasar aquí por culpa de tu encabezonamiento, porque ya otra vez, cuando yo tenía dos años, mi padre había querido que mis hermanos mayores se fueran en una de aquellas expediciones de niños españoles que iban a Rusia, y mi madre también se había negado. Me contó mi madre que yo estaba durmiendo en la habitación de al lado y que me desperté con las voces y salí llorando, y que al ver a mi padre al principio no lo conocí, y me refugié en las faldas de ella cuando él quiso abrazarme. Pero había otra mujer en la habitación, te lo cuento y es como si me acordara, de tan claro como lo veo, una mujer alta, morena, recia, guapa, vestida de negro, como si llevara luto, que había sido vecina nuestra y que tenía una hija que algunas veces me había cuidado y había jugado conmigo, una hija todavía más guapa que ella y también un hijo mocetón que ya llevaban dos o tres años en Rusia. La mujer me cogió en brazos, me sentó en sus rodillas, me contaba mi madre, y le decía a ella, por favor, aunque no sea por ti, al menos hazlo por esta criatura, que no tiene culpa de nada. También me contó mi madre que esa mujer me acunaba para que me durmiera y me cantaba una nana en voz baja mientras mi padre seguía dando vueltas por la habitación y discutiendo con mi madre, y mientras se oían lejos los cañones, pero ya muy espaciados, porque la guerra estaba en las últimas horas, y todo estaba ya perdido. Y sabes quién era esa mujer, me decía mi madre, bajando la voz, cuando me contaba las cosas de aquella noche, era la Pasionaria, que andaba en las mismas políticas que tu padre, y me contaba que sus hijos ya hablaban ruso y se encontraban estupendamente en la Unión Soviética, como nos encontraríamos nosotros si nos marchábamos esa noche. Mi madre no decía nada, bajaba la cabeza y se quedaba mirando el suelo, y mi padre perdía los nervios, hablarte a ti es como querer hablarle a una pared. Tú serás responsable de lo que pase, le gritaba, y volvía a decirle que él se lavaba las manos, mejor te tiras a un pozo, porque ésos van a entrar ya mismo y no van a tener compasión. Y fue verdad, porque a mi madre le raparon la cabeza y le dieron palizas terribles, nada más que por ser la mujer de un rojo destacado, y a mis tíos, sus hermanos, los metieron a todos en la cárcel, y fusilaron a dos de ellos. Por las noches se oían desde nuestra casa las descargas de los fusiles en el cementerio del Este, y en cuanto paraban los tiros mi madre y mi abuela se echaban los mantones a la cabeza y se iban con otras mujeres a buscar entre los cadáveres a ver si encontraban el de alguien de nuestra familia. De eso ya sí me acuerdo, porque era un poco mayor, de las dos mujeres con los mantones negros sobre la cabeza, yéndose por la calle, y de no dormirme hasta que volvían, cuando ya había salido el sol, y lo que no vi parece que también lo recuerdo, que las veo a las dos a la luz del amanecer moviéndose muy despacio entre los muertos, volviendo a alguno que había caído boca abajo para verle la cara. Mi madre nos llevó al pueblo, creyendo que allí comeríamos mejor y se fijarían menos en ella, pero nada más llegar la detuvieron y le raparon la cabeza, y la castigaron a fregar y barrer todas las madrugadas el suelo de la iglesia durante dos años, y pasó tanto frío fregando arrodillada sobre aquellas losas que el resto de su vida estuvo enferma de los huesos.