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Se aseguró de que su madre no los veía entrar con la caja y la escondió en lo más hondo de su armario. Se desvelaba por las noches queriendo imaginar qué habría sido de su padre después del día de su segunda fuga del campo alemán, en noviembre de 1944, le había dicho, traduciendo un papel, el empleado tan amable de la embajada. Quizás una explosión le desfiguró la cara y su cuerpo se corrompió sin que nadie pudiera identificarlo, quizás encontró la muerte ahogado en un río, intentando cruzarlo, aplastado bajo las ruedas de un tren, bajo la oruga de un carro de combate. Se desvelaba por las noches imaginando agonías minuciosas y sucesivas para su padre, huidas por espectrales paisajes de guerra, disparos de metralla, ladridos de perros. Una mañana volvió a casa de la compra y le extrañó no encontrar a su madre. Antes de entrar en el dormitorio y ver abiertas de par en par las puertas del armario ya había tenido una corazonada de alarma. Recorrió el piso entero buscando a su madre, llamándola, se asomó a la terraza y vio su silueta negra en el descampado que había frente a la casa, en el que ya habían empezado las excavadoras a abrir grandes zanjas para los cimientos de un nuevo bloque. Al verla de lejos, encorvada, de luto, se acordó de cuando la veía salir al amanecer camino del cementerio del Este. Su madre estaba junto a una hoguera a la que iba arrojando cosas. Se volvió al escuchar la llamada de su hija, pero sólo un momento, y siguió mirando la hoguera, en la que había más humo que llamas: era una mañana nublada y húmeda, y cuando cruzó el descampado para ir en busca de su madre los tacones se le hundían en el barro. Al verla de muy cerca se dio cuenta de lo vieja que estaba. Con los cartones de la caja había encendido una hoguera, a la que iba arrojando los papeles, las fotos, los dibujos, con una ensimismada deliberación que no se interrumpió por la llegada de su hija.

No me mires así, como si estuviera robándote lo que te queda de tu padre. La voz era clara y seca, sin entonación, quizás la misma que un cuarto de siglo antes había negado sordamente mientras el hombre de bigote y uniforme y la mujer alta y enlutada intentaban persuadir, enunciaban inminentes desgracias. Tu padre está vivo, y no quiere saber nada de ti ni de ninguno de nosotros. Cuando terminó la guerra el gobierno francés le dio una condecoración y una buena paga, pero nunca se molestó en mandarnos ni un céntimo. La última vez que me escribió fue para decirme con toda tranquilidad que había empezado una nueva vida, y que por lo tanto rompía todo trato con nosotros. Esa carta no quise que la vieras. Entonces eras todavía una niña y estabas siempre fantaseando sobre él. Vive en Francia, tiene otra familia, hasta se cambió el nombre. Ahora es un hombre de negocios francés. Por eso los alemanes no lo encontraban. Si me he pasado la vida esperando cartas cómo no iba a ver la que llegó el otro día. No había querido volver nunca a España, me dijo mi madre, pero procuraba vivir siempre lo más cerca que pudiera. Si quieres ver al que era tu padre toma un tren y bájate en un pueblo de la frontera francesa que se llama Cerbére.

Doquiera que el hombre va

La casa nueva, recién ocupada, con unos pocos muebles, todavía resonando de ecos en los espacios vacíos, con la pintura todavía fresca en las paredes y la tarima del suelo oliendo poderosamente a madera y barniz, sin rastros de quienes vivieron en ella hasta unos meses antes, presencias de largos años abolidas de un día para otro como esos rectángulos más claros donde hubo cuadros colgados y que borraron los pintores. Un solo rasgo define la utilidad austera de cada habitación, ahora que todavía no hay nada accesorio: en el dormitorio no hay nada más que la gran cama de hierro, y una mesa desnuda y una silla en el cuarto de trabajo. Las cosas, los espacios, tienen una presencia tan nítida como los pasos y las voces.

La casa nueva, la vida nueva, recién comenzada a vivir, en otra ciudad, lejos de la provincia melancólica, en un barrio hasta ahora desconocido de Madrid, o más bien en una ciudad pequeña situada en el corazón de Madrid, que en estas calles se volvía menestral y recóndita, desastrada, popular, confusa de gentes raras y diversas, de tres o cuatro sexos, tonos de piel y rasgos faciales llegados de muy lejos, idiomas escuchados al pasar que traen un sonido de suburbios asiáticos, de alcazabas musulmanas y mercados tropicales de África, de aldeas andinas.

Salir cada mañana a la calle era un viaje de descubrimiento, y las tareas literales y necesarias acababan siempre difuminándose en caminatas sin propósito, en la simple inercia de caminar y mirar, de escuchar muchas voces, lenguas indescifrables habladas en las cabinas de teléfonos de Augusto Figueroa, palabras en el vocabulario circular y siniestro de la heroína, voces inmemoriales y rotundas de vecinas gritonas, de señoras que salían a la compra forradas en sus batas de casa y miraban con asombro resignado a su alrededor o elegían no ver el modo en que su barrio de siempre había cambiado en los últimos años, voces impostadas de hombres parcialmente transformados en mujeres, aunque no por completo y no con mucho éxito, porque a veces una barba hombruna negreaba bajo unos pómulos hinchados de silicona, o un principio de calvicie del todo masculina se insinuaba en una melena rubia, cardada tempestuosamente, o unos pies demasiado anchos y nervudos deformaban sin remedio unos tacones altos de charol.

Se veía de espaldas, encuadrada en la concavidad de una cabina de teléfono, una figura alta de mujer, pero la voz que se oía era una oscura voz de hombre: por un momento parecía que en la cabina hubiera simultáneamente dos personas, hombre y mujer, y que una de ellas fuese invisible.

En las esquinas esperaban inmóviles los muertos en vida, y ellos si que llegaban a ser casi del todo invisibles, tan pálidos que se les transparentaban las venas tortuosas de los antebrazos, tan habituales y quietos en su espera que enseguida se aprendía a no mirarlos, a pasar junto a ellos como si no existieran, como si ya estuvieran en el otro mundo, al que pertenecían más que a éste, el mundo diario y real de los vivos. Miraban al vacío o tenían los ojos fijos de vigilancia y espera en las esquinas más próximas, en las que aparecería más tarde o más temprano un camello o un coche de la policía. Empezaban a moverse entonces, siempre despacio, con una arrastrada lentitud de saurios, procuraban sin éxito y sin verdadera convicción disimular ante los guardias que les pedían los documentos, como si no conocieran de sobra la identidad de cada uno de ellos, sus caras de muertos y sus nombres, que comunicaban por el transmisor del coche patrulla, dejándolos marchar luego o llevándose a alguno esposado, siempre con la desgana de una mala función teatral repetida muchas veces.