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Uno de ellos, hombre o mujer, caminaba detrás de un individuo con gafas oscuras y barba rala, muy erguido, con las manos en los bolsillos de atrás de los vaqueros, apresurando el paso adrede para que el otro, el casi muerto, quedara rezagado y tuviera que esforzarse en seguirle, encorvado y abyecto como un mendigo antiguo, extendiendo hacia él la mano en la que había un puñado sucio e insuficiente de dinero, que el camello tiró al suelo de un manotazo, sin volverse siquiera hacia el otro, que ahora se arrodillaba para recoger monedas y billetes caídos entre los coches, en la mugre de la acera, y que enseguida lograba ponerse en pie, las fuerzas recobradas por la urgencia de lograr una dosis que el otro no quería darle, o cuya entrega retrasaba por el gusto de verlo humillarse y sufrir.

Al principio eran desconocidos inquietantes, figuras amenazadoras que aparecían a la vuelta de la esquina o al final de la acera, encogidos entre dos coches, defecando o pinchándose, cobijados en el escalón de una casa o en el interior de un portal. Pero muy pronto se volvían presencias familiares, también ellos, figuras tan usuales del barrio como los hombres mujeres y las señoras con bata de felpa y los oblicuos y afilados camellos que también aguardaban, aunque de otra manera, con una instantaneidad de animales de presa en sus movimientos o en la manera en que se quedaban quietos. Se alejaban con una cierta oscilación de los hombros, mirando de lado, las manos en los bolsillos traseros del pantalón, desaparecían en un portal o se inclinaban detrás de un seto en la plaza de Chueca, en el pobre jardín que había junto a la boca del metro. Volvían con algo que no llegaba a verse, decían palabras que apenas se escuchaban, sucedía algo en el contacto de las manos, algo tan rápido y sinuoso como el chispazo entre dos neuronas, una bolsa pequeña en la palma de una mano y un puñado de billetes sucios en la otra, y se iban rápido, se inclinaban sobre la ventanilla abierta de un coche parado con el motor en marcha, los codos apoyados con cierta desgana y la mirada rápida y ajena.

Tantas voces y vidas, tantos mundos yuxtapuestos los unos a los otros en el espacio angosto de las calles, y todo enseguida habitual, hasta lo más raro y lo más siniestro, todo apelmazado y enredado, y a la vez sin mezclarse, cada presencia girando en la gravitación de su propio mundo parcialmente invisible para los habitantes de los otros, cada uno llevando consigo su novela: el hombre joven que deambulaba buscando heroína cruzándose en la acera muy estrecha y asediada de coches con la vecina que ha bajado en zapatillas y bata a comprar el pan y que ha aprendido a no mirarlo como él no la mira a ella; los hombres parcialmente convertidos en mujeres que parlotean con mucho juego de gritos agudos y gesticulación de manos y los ciegos que se abren paso entre ellos tanteando el suelo y las paredes con sus bastones blancos; los chinos que se cobijan hacinados en pisos oscuros y sótanos sin ventilación; las indias diminutas que a las tres o las cuatro de la madrugada se congregan junto a las cabinas de teléfonos y mantienen luego conferencias en aimará o guaraní o quechua quién sabe con qué parientes que se quedaron en el Altiplano o en la selva; el hombre en pijama que cada tarde se sentaba en un balcón, en una silla de anea, junto a una bombona de butano, y miraba inmóvil y sufría golpes cavernosos de tos que le obligaban a doblarse, a apoyar la frente húmeda en el hierro del balcón.

Desapareció durante un tiempo, y cuando volvió a asomarse, con el mismo pijama, sentado en la misma silla de anea, junto a la bombona de butano, tenía una especie de mordaza blanca en la boca, y un tubo fino de plástico le salía de uno de los agujeros de la nariz. Ahora no tosía, pero seguía mirando hacia abajo, hacia la calle, no movía la cabeza pero seguía con la vista a la gente que pasaba, las vecinas, los travestidos sin afeitar y con los pómulos hinchados y flojos, los chinos innumerables que entraban y salían de uno en uno y a intervalos regulares de uno de los portales de la vecindad, las indias andinas con sus bebés fajados a la espalda, los ciegos que tanteaban con los bastones como si tuvieran extremidades articuladas y sensitivas de insectos, la pareja nueva con un niño y un perro que acababa de instalarse en el piso que había justo enfrente del suyo, al otro lado de la calle. Algunas veces el hombre enfermo se asomaba después de medianoche para ver a la vieja arreglada y pintada que sólo salía a la calle cuando el barrio estaba más desierto. Llevaba siempre una silla que parecía recogida en un vertedero, y una bolsa de plástico atada con un nudo. Escogía un cubo de basura de los que se alineaban en la acera, y plantaba la silla ante él y a continuación, seria y pulcra, lunática, deshacía el nudo de su bolsa de plástico y extraía de ella primero un mantel a cuadros, y después restos de comida, mendrugos, un vaso de plástico, un cuchillo y un tenedor, por fin una servilleta grande y sucia que se ataba bajo la barbilla. Entonces se sentaba a la mesa, hacía gestos como de hablar con algún comensal en alguna cena distinguida, bebía agua como si paladeara un vino sabroso, se limpiaba con educada pulcritud las comisuras de la boca, extendiéndose por la barbilla churretes de carmín y de grasa, y cuando había terminado de cenar lo recogía todo, lo guardaba en la bolsa de plástico, latas vacías de sardinas y envoltorios de pastelillos y vasos y platos y cubiertos, se quitaba la servilleta, doblaba el mantel con el que había tapado el cubo de basura para convertirlo en mesa de comedor, y se iba por donde había venido, con su bolsa y su silla, y ya no volvía a vérsela por las calles hasta la siguiente medianoche.

Quién eres en la conciencia de quien te ve como un desconocido, y para quien te vas volviendo poco a poco familiar, aunque no hayáis cruzado nunca una palabra, tan sólo una mirada de balcón a balcón, o en el instante en que casi os rozáis en las aceras tan estrechas del barrio: el hombre, la mujer, el niño, el perro, los operarios que vaciaron del todo la casa de enfrente, borrando cualquier rastro de quienes habían vivido en ella durante muchos años, el contenedor de escombros en la acera, y luego las paredes recién pintadas, entrevistas por el balcón abierto, pintadas de colores luminosos y suaves, como para eliminar con más eficacia las huellas de los vecinos anteriores, como se pinta de blanco por razones higiénicas el pabellón de un hospital.

Eres no tu conciencia ni tu memoria sino lo que ve un desconocido. Qué recordaba, qué veía, quién era el borracho del barrio, cuyo nombre no sabía nadie, aunque estábamos viéndolo siempre y ya no nos daba miedo como las primeras veces, cuando aparecía de noche a la vuelta de una esquina con sus greñas sucias en desorden y su pesada envergadura de oso envuelta en harapos hediondos, porque se meaba y vomitaba encima y apenas se molestaba luego en limpiarse la boca con la mano. A veces miraba con atención, con unos ojos pequeños, húmedos y azules, pero nunca hablaba con nadie, ni pedía limosna, y caminaba por el barrio como ese Robinson peludo y envuelto en pieles y harapos de los grabados antiguos, solo en las calles como en una isla donde no viviera nadie más, alimentándose del vino que muchas veces vomitaba nada más ingerirlo, vomitando igual que meaba, sin cambiar el gesto, sin molestarse en evitar la riada de orines o de vómito, tan liquido como la meada y con el mismo olor.