Se hacía con cartones, periódicos y bolsas de plástico sus cabañas de náufrago en la oquedad de algún portal, o dormía tirado en mitad de la acera, como un indigente de Calcuta, su territorio marcado por la intensidad del hedor que despedía. Cómo son los episodios de la vida de uno vistos a través de los ojos de un testigo indiferente y asiduo: el hombre del pijama sentado en el balcón veía cada tarde llegar al niño nuevo con la mochila de la escuela, y salir unos minutos más tarde comiéndose un bocadillo y llevando al perro, tirando de él o queriendo frenarlo, pero sin controlarlo nunca, el cachorro estrambótico que debería de ser tan nuevo para sus dueños como la casa recién pintada y habitada y el color de las paredes, como el nuevo barrio y la nueva vida y la escuela a la que el niño iría por primera vez.
Las cosas se repiten a diario y parece que llevan sucediendo desde siempre. El niño con la mochila, los ladridos agudos del perro en la casa que siempre tiene abiertos los balcones, el niño tirando de la correa del perro y comiéndose el bocadillo, llevándolo sin duda a la plaza de Vázquez de Mella, que es el único espacio abierto del barrio, una extensión fea y grande de hormigón, nada más que una gran plataforma alzada sobre un aparcamiento, en la que los vecinos pasean a sus perros mientras los niños del vecindario juegan a la pelota y las niñas saltan a la comba y a la rayuela y los yonquis se pinchan o fuman heroína y ni los unos ni los otros parecen verse, aunque no es posible no ver las jeringuillas tiradas, con restos de sangre, los trozos de limón muy exprimidos, las láminas quemadas de papel de plata. De noche, sobre los tejados de los edificios que rodean la plaza, ocupados por vecinos muy viejos que no han podido irse y por hostales dudosos, sobresale el alto pináculo de la Telefónica, su vasto volumen como de rascacielos soviético, coronado por la esfera amarilla y las agujas escarlata del reloj, que la niebla húmeda de las noches de invierno difumina en una fosforescencia dorada y rojiza.
Una tarde el niño vuelve corriendo y no lleva al perro, y aun desde su balcón del segundo piso el hombre enfermo del pijama ha podido ver que tiene la cara llena de lágrimas cuando pulsa el portero automático. Se abre el portal pero el niño no entra, bajan el hombre y la mujer, el niño se abraza llorando a ella como si fuera mucho más pequeño y apenas le llegara a la cintura, señala hacia la esquina, se limpia los mocos con el pañuelo que le ha dado su madre.
La vida entera es mirar y esperar, vigilar la propia respiración, con miedo a la asfixia, a la negrura de un colapso, permanecer inmóvil en un balcón, en zapatillas de paño y pijama, uniforme reglamentario de enfermo final, tal vez ya excluido del reino de los vivos, como las sombras pálidas que cruzan por la calle, siempre dobladas, con un perpetuo dolor de riñones, habitando un mundo que no es visible a los otros, siempre ansiosas por algo, apresurándose detrás de un traficante que no vuelve la cabeza, que camina erguido y rápido, seguro, despreciando.
El hombre, la mujer y el niño han desaparecido de la vista, al final de la esquina de la calle San Marcos, que es el límite del campo de visión. Al cabo de unos minutos aparece de nuevo el hombre, ahora solo, gritando un nombre que debe de ser el del perro, intentando silbar de manera inexperta. Siendo tan pequeño lo más probable es que el cachorro se haya perdido para siempre o que lo haya aplastado un coche. Pero no se rinden, van y vienen a lo largo de la tarde, pasan bajo el balcón, y sólo entran en la casa cuando ya está anocheciendo, cuando en el otro extremo del campo de visión, en la esquina de Augusto Figueroa, se ha encendido el letrero rosa del bar Santander, que es un rosa tan suave como el azul del cielo sobre los tejados, como el rosa del crepúsculo reflejado en los cristales de los pisos más altos, cuando ya es casi plena noche en la hondura de la calle.
Hace frío para quedarse en el balcón pero el hombre de la mascarilla sigue observando detrás de los cristales, de espaldas a una habitación de la que sólo se ve desde el otro lado una lámpara de claridad turbia y a veces un parpadeo azulado de televisión, de pie junto a unos visillos que tienen el mismo aire fatigado y ligeramente sucio que la tela de su pijama o el cuello de su camiseta. Cómo será entrar en esa casa, qué olores viejos habrá, aparte del olor a enfermedad crónica y a medicinas. Medio emboscado tras los visillos, de espaldas a la habitación y a las otras presencias de su casa, indiferente a las voces del televisor, el hombre respira tras su mascarilla y espía los balcones diáfanamente iluminados de la casa de enfrente, todavía sin cortinas, y la acera ya casi a oscuras en la que se cruzan con indiferencia los habitantes del reino de los vivos y los del reino prematuro de los muertos, cada uno viendo lo que los otros no ven, espiando signos de su propio idioma secreto. Hay alguien abajo, parado en medio de la calle, pero el hombre no llega a ver bien quién es, aunque escucha unos ladridos secos y agudos de cachorro, de modo que aparta del todo los visillos y pega la cara al cristal para dominar desde arriba un espacio más ancho de la calzada.
Es el borracho el que está abajo, grande e inmóvil, la cara vuelta hacia el balcón de los nuevos vecinos, oscilando un poco, aunque no tanto como cuando ha bebido de verdad y parece que el alcohol se le derrama en el brillo de los ojos y en el morado enfermo y tumefacto de la piel, y tiene en brazos al cachorro blanco y negro, que sigue ladrando hasta enronquecer y pugna por escaparse del sofocante cobijo de sus harapos y sus manos. Pero no se acerca al portal ni al timbre del portero automático, permanece quieto, aguardando a que suceda algo, con una paciencia opaca de animal, como si no tuviera voz ni conociera la existencia o la utilidad de ese panel con botones y números que hay a un lado de la puerta frente a la que se ha detenido con el perro en brazos, bien abrigado entre el lío de harapos del que emerge su hocico y su ladrido ya ronco.
Paciencia de esperar sabiendo lo que va a suceder, como dictando el orden de los hechos, observando cada día en la calle, hora tras hora, la repetición infinitesimal de todo: oculto a medias tras los visillos sucios el hombre enfermo sabe que va a abrirse uno de esos balcones que aún no tienen cortinas y que revelan un interior recién pintado de amarillo muy claro, va a asomarse el niño, que será el primero que tenga la ansiedad y la agudeza necesaria para escuchar y reconocer los ladridos, va a encenderse la luz del portal.
Bajaron el padre y el niño, y la mujer joven se asomó al balcón, tan atenta a la calle que no miró ni un instante hacia la casa de enfrente. Pero el niño contuvo en el último instante su impulso ansioso de ir hacia el perro y no se separó de la mano de su padre, y el borracho no se acercó a ellos, no dio un solo paso. Se inclinó hacia el suelo, lento y voluminoso, y dejó en él al cachorro, lo depositó con mucha delicadeza, sin decir nada, sin aproximarse al niño que ya abrazaba al animal ni al hombre que le decía algo y le ofrecía algo con la mano extendida. Tenía los ojos muy claros, de una transparencia tan incolora como la de ciertos ojos eslavos, y la cara roja y morada, con hematomas, con hinchazones de abscesos, y aunque estaba a menos de un metro de distancia miraba desde mucho más lejos. Pero no miraba de verdad, o no llegaba a enfocar del todo los ojos en nadie, quizás porque había perdido el hábito de sostener una mirada en la cercanía normal del trato humano y la conversación, como esos náufragos que se pasaban años en una costa deshabitada y olvidaban el uso del lenguaje y acababan perdiendo la razón. Pensaba que en cuanto su hijo tuviera unos años más le ayudaría a leer las novelas de naufragios y de islas desiertas que a él le habían alimentado en los mejores tiempos de su infancia.