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Nadie podría restablecer ahora sus rastros: los muertos en vida han desaparecido de las esquinas de Augusto Figueroa. Casi todos ellos habrán ingresado del todo en el reino de los muertos, y algunos aún sobrevivirán en hospitales o en cárceles, o se arrastrarán como zombis por las veredas entre los desmontes que llevan a los poblados de latones y chatarras de las últimas afueras de Madrid, adonde la policía los fue empujando cuando vino la consigna de limpiar de drogadictos las calles del centro. Hay una tienda de flores en el zaguán donde estuvo el kiosco de Sandra, que vendía los periódicos en chanclas y en chándal, o con una bata de felpa y una toquilla de punto en los días de invierno, y que algunas mañanas no se había afeitado, aunque sí perfilado cuidadosamente los rabos de los ojos, a la manera de Sara Montiel, su ídolo.

Otras figuras vuelven del olvido, no mucho más fantasmales que cuando se cruzaban con nosotros por las aceras del barrio. Me he acordado del borracho náufrago que nos devolvió al cachorro al que ya suponíamos muerto o perdido y entonces me ha venido a la imaginación aquella mujer muy alta y muy delgada que anduvo algún tiempo con él y desapareció enseguida, al cabo de unos meses, el tiempo máximo que sus vidas duraban cerca de las nuestras.

Viéndola de lejos se vislumbraba en ella lo que habría sido hasta no mucho tiempo atrás. Era tan alta como una modelo, y tenía igual que ellas los pómulos asiáticos, la boca grande y carnal, las piernas largas y elásticas cuando caminaba. De espaldas, o de lejos, se veía su alta figura y su melena rizada. Sólo al tenerla cerca se advertía su palidez de muerta en vida y el brillo turbio de sus grandes ojos claros, los moretones en las hermosas piernas que ya iban quedándose muy flacas, el hueco negro de los dientes que había perdido. Iba de un lado a otro por el barrio como un gran pájaro trastornado que se golpea contra las paredes y no sabe dónde está ni acierta a encontrar una salida, cabalgando sobre sus tacones y sus enérgicas piernas de modelo, recta todavía, como con un residuo de la disciplina de las pasarelas, más alta que cualquiera en el barrio, su cabeza rizada y su largo cuello manierista sobresaliendo sobre las figuras encorvadas en los conciliábulos del trapicheo o en torno a la llama de un mechero que en la penumbra de un portal calienta una lámina de papel de plata sobre la que se vuelve líquida y humea una dosis de heroína. Caminaba desarbolada y demente como si llevara mucha prisa, o se quedaba inmóvil, su figura perfilada contra una esquina, los ojos acuosos brillando tras los rizos del pelo desordenado y sucio, una sonrisa ebria o idiota en la boca en ruinas, de la que brotaba el humo de un cigarrillo que ella sostenía entre los dedos muy largos con la calculada distinción de una pose fotográfica.

Empezó a dormir en los zaguanes de tiendas o bares clausurados, donde solían instalar los indigentes sus madrigueras de harapos y cajas de cartón. Había empezado el invierno y ahora llevaba sobre la camiseta y la minifalda livianas de siempre un desastrado chaquetón de piel sintética. En las mañanas de frío la piel blanca de su cara tenía una tonalidad violácea. El pelo se le estaba volviendo más ralo y sus ojos grandes y claros habían perdido casi todo rastro de color. Le pedía un cigarrillo a cualquiera y se quedaba con él en la mano, llevándoselo muy despacio a la boca, esperando a que le dieran también fuego.

Una vez le pidió tabaco o fuego al borracho del barrio, a quien nadie interpelaba nunca, sabiendo que no respondía o que no parecía entender y ni siquiera escuchar lo que se estaba diciendo. Él se encogió de hombros, gruñó algo y siguió su camino, pero esa noche, cuando la mujer tiritaba bajo su abrigo en el hueco de un portal de la calle San Marcos, vio confusamente una sombra parada delante de ella y era el borracho que le ofrecía un cigarrillo, sujetándolo entre los dedos anchos y sucios con delicadeza, como si fuera el tallo de una flor. La mujer se apartó el pelo de la cara y se puso el cigarrillo entre los labios morados de frío, y el borracho, al que nadie había visto fumar, le dio fuego alumbrando su cara de muerta en vida con la llama breve de un mechero.

Todo se sabía enseguida en el barrio: había comprado el tabaco y el mechero en la misma tienda diminuta donde se abastecía de cartones de vino blanco, y donde al día siguiente, contra toda costumbre, compró natillas y donuts rellenos de chocolate. De esa clase de porquería muy azucarada se alimentaban los yonquis: junto a las láminas quemadas de papel de plata y las jeringuillas siempre aparecían envoltorios de bollos de chocolate y envases muy apurados de natillas.

Empezó a llevarle cosas cada noche al hueco del portal tapiado donde ella se refugiaba, a veces sin despertarla, sin que ella notara su presencia entre la tiritera y el delirio. La envolvía en su chaquetón, mucho más recio que el que ella traía, y una noche se le vio arrastrando por la calle Pelayo un edredón desgarrado y mugriento que debía de haber encontrado en algún contenedor de desechos. Se movía con más diligencia, ensimismado y primitivo, como el náufrago Robinson preparando en su isla una choza o una cueva en la que pasar el invierno. De día no andaba nunca demasiado lejos de ella, aunque no se acercaba ni se hacía muy visible, permanecía atento junto a una esquina tras la que fácilmente podría ocultarse, indiferente a quienes pasaban junto a él y se apartaban por miedo o por escapar a su hedor, atento sólo a la alta figura que a esa distancia era la de una mujer muy joven y muy esbelta, que caminaba a largas zancadas entre los coches y la gente, con su extravío de gran pájaro desbaratado, que desaparecía como si se hubiera ido para siempre y volvía luego al cabo de unas horas, hasta de unos días, más ¡da y pálida que la última vez, más encogida en los zaguanes o las oquedades en las que se refugiaba cuando ya era muy de noche y no quedaba nadie en las calles oscuras, nadie salvo los muertos en vida más contumaces, los que a las tres o a las cuatro de la madrugada continuaban esperando algo, dormitando torcidos contra las esquinas.