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Ya no es como cuando salíamos con mi padre y mi madre y mi hermano y yo los mirábamos de soslayo para levantar el puño igual que ellos, antes de la guerra, por la calle de Alcalá, que era un mar de gente y de banderas rojas, y luego en la Unión Soviética, en la plaza Roja, el Primero de Mayo del año en que acabó la guerra, no cabía más gente, más gritos, más banderas, más canciones, más entusiasmo, millones de personas aclamando a Stalin, y yo apretujada entre la multitud, aclamándole también, emocionándome al pensar que esa figura diminuta que se veía al fondo, en la tribuna sobre el mausoleo de Lenin, era él, llorando de alegría, y de agradecimiento, porque él nos había guiado en la victoria contra Alemania, que tantos millones de muertos soviéticos costó, mi pobre hermano entre ellos, aunque ahora parece que aquella guerra la ganaron los americanos, que sólo ellos lucharon, y la gente sabe lo que fue el desembarco en Normandía y no sabe que fue en Stalingrado donde por primera vez se derrotó al ejército alemán, en la batalla más sangrienta y más heroica de la guerra, y ni siquiera saben que había una ciudad que se llamaba Stalingrado, buena prisa se dieron en cambiarle el nombre, igual que a Leningrado, qué vergüenza, que se llame ahora como en tiempos de los zares, San Petersburgo, y que quieran canonizar a Nicolás II, que mandó que las ametralladoras disparasen contra el pueblo delante del Palacio de Invierno. Pero veo que usted pone mala cara, aunque quiera disimular, no crea que no sé lo que está pensando, todas esas historias sobre los campos de concentración y los crímenes de Stalin, como si Stalin no hubiera hecho otra cosa que asesinar, o como si todos los que cumplieron condena en los campos hubieran sido inocentes. Claro que hubo errores, el mismo Partido lo reconoció en el XX Congreso, y se denunció el culto a la personalidad, y se hizo lo posible por remediar injusticias y por rehabilitar a quienes no tenían culpa, pero cómo no iba a haber culto a la personalidad si Stalin había hecho tanto por nosotros, por el pueblo soviético y por los trabajadores de todo el mundo, si había dirigido el salto inmenso del atraso a la industrialización, los planes quinquenales, que eran la envidia y la admiración del mundo, si en veinte años la Unión Soviética había dejado de ser un país atrasado y campesino y se había convertido en una potencia mundial. Y todo eso en las peores circunstancias, después de una guerra provocada por los imperialistas, en medio del cerco y del bloqueo internacional, en un país en el que faltaba todo, en el que la inmensa mayoría de la población era analfabeta, esclava del zar y de los popes. Mire usted lo que fueron, o lo que fuimos, porque yo he sido ciudadana soviética, y mire cómo está ahora el país, cómo han destruido en unos pocos años lo que costó varias generaciones construir, el país más grande del mundo roto en pedazos y Rusia entregada a la Mafia y gobernada por un borracho, dígame si ahora están mejor que en los tiempos de Stalin, o en los de Breznev, cuando dicen que el pueblo padecía tanta opresión. Y no dicen que había saboteadores y espías por todas partes, que el imperialismo empleaba los métodos más sucios para destruir la Revolución, y que muchos judíos se habían apoderado de puestos clave en el gobierno y conspiraban a favor de los Estados Unidos y de Israel.

Judíos, sí señor, no me mire con cara rara, como si no hubiera oído hablar de eso nunca, ¿no sabe que hubo un complot de médicos judíos para asesinar a Stalin? Y luego había quien se aprovechaba, quien abusaba de la confianza de Stalin y del Partido para enriquecerse o para acumular poder, pero al final esa gente pagó sus culpas, porque Stalin era tan recto que no permitía que nadie a su alrededor se aprovechara de su confianza. Pagó Yezhov, que había cometido tantos abusos, que había encarcelado a tantos inocentes, ydespués pagó Yagoda, aunque el peor de todos decían que fue Beria, que logró engañar a Stalin hasta el final, pero que también recibió su castigo, y dicen que cuando iban a matarlo cayó de rodillas y se puso a suplicar y a chillar, dígame si funcionaba o no funcionaba la Justicia en la Unión Soviética. Pero ahora quieren ocultarlo todo, borrarlo todo, hasta los nombres, quieren hacer creer que el pueblo soviético estaba oprimido, o muerto de miedo, y que la muerte de Stalin fue una liberación, pero yo estaba allí y sé lo que pasaba, lo que sentía la gente, yo estaba en Moscú la mañana en que dijeron en la radio que Stalin había muerto, estaba en la cocina, preparándome un café, me había levantado con náuseas porque estaba embarazada de mi primer hijo, y entonces empezó a sonar esa música en la radio, dejó de sonar y hubo un silencio, y luego habló un locutor, empezó a decir algo pero se le quebró la voz con el llanto, y casi no le entendí cuando dijo que el camarada Stalin había muerto. Yo no podía creerlo, era como cuando me dijeron que había muerto mi hermano en Leningrado, o cuando murió mi padre, pero mi hermano estaba en la guerra y yo había aceptado que podía morirse, y mi padre ya era muy viejo y no podía durar mucho, pero que Stalin pudiera morir jamás se me había ocurrido, ni yo creo que a nadie, para nosotros era más que un padre o un líder, era lo que debe de ser Dios para los creyentes. Me eché a la calle, sin saber adonde iba, sin mucho abrigo, aunque estaba nevando, y en la calle me encontré a mucha gente igual que yo, que iba como sonámbula, que se paraba en una esquina y se echaba a llorar, mujeres viejas que lloraban con la boca abierta, soldados llorando con sus caras de niños, obreros, todo el mundo, una multitud que ya me llevaba, como si me llevara un río de cuerpos bajo la nieve, camino de la plaza Roja, como por instinto, pero las calles ya estaban inundadas de gente y no se podía avanzar, y alguien dijo que la plaza Roja estaba acordonada, que había que ir hacia el Palacio de los Sindicatos. Me siento ahora aquí y me parece mentira haber estado en Moscú esa mañana, haber vivido aquello, aquella inundación de llanto y de desamparo, de gritos de mujeres que caían de rodillas sobre la nieve y llamaban a Stalin, de música fúnebre en los altavoces de las calles, por los que sonaban himnos tan alegres el Primero de Mayo, me veo perdida entre tanta gente, llorando yo también y abrazándome a alguien, a alguna desconocida, sintiendo en el vientre los movimientos de mi hijo, que iba a nacer dos meses después, y que me parecía que iba a nacer huérfano, aunque tuviera un padre, porque nadie de nosotros podía imaginarse la vida sin Stalin, y llorábamos de pena pero también de miedo, de pánico, de encontrarnos indefensos después de tantos años en los que él había estado siempre velando por nosotros.