En casa, cuando era muy niña, mis padres me hablaban de Rusia y de Stalin, y cuando llegó al puerto de Leningrado el barco que nos traía de España lo primero que vimos fue un gran retrato suyo, que parecía que nos daba la bienvenida y nos sonreía, como cuando lo veíamos en los noticiarios sonriéndole a un niño al que cogía en brazos. Pero cada vez nevaba más fuerte y había más gente en la calle, y ya no nos movíamos, ya no avanzaba la multitud en ninguna dirección, y por encima de la música de los altavoces se escuchaban las sirenas de las fábricas, todas las sirenas de Moscú sonando al mismo tiempo, como cuando había alarmas aéreas durante la guerra, y entonces yo empecé a sentirme atrapada, igual que cuando corría escaleras abajo hacia un refugio y temía tropezarme y que me arrollaran, sentía que me empujaban, que me agobiaban, que no podía respirar, la gente apretándome por detrás, por delante, por los lados, hombres y mujeres con sus abrigos y sus gorros y el vaho de sus alientos dándome en la cara, en la nuca, el mal olor de los cuerpos poco lavados y de la ropa húmeda, y yo abriendo mucho la boca para respirar, entre golpes de sudor y tiritones de frío, queriéndome proteger el vientre con las dos manos, porque mi hijo se movía, daba vueltas dentro de mí con más fuerza que nunca, como si él también se sintiera encerrado y agobiado, y entonces ya no pude resistir más y empecé a abrirme paso, o a intentarlo, tenía que irme antes de que me fallaran las piernas y me cayera al suelo y me pisaran el vientre, antes de que viniera por algún lado un apretón de la multitud y me viera empujada y aplastada contra una pared, yo y mi hijo indefenso, mi hijo al que cualquier cosa podría aplastar. Empujé, supliqué llorando, mostré sin ninguna vergüenza mi vientre tan hinchado, tiritaba de frío, lloraba a gritos porque se me contagiaba el llanto de los demás por la muerte de Stalin y también porque quería marcharme cuanto antes de allí y llegar a una calle despejada, a una calle en la que no hubiera nadie y por la que pudiera apresurarme hacia mi casa respirando a pleno pulmón, sujetándome el vientre en el que mi hijo no paraba de moverse, que casi parecía que iba a ponerme de parto allí mismo, entre la gente que no se apartaba, que no se movía ni un centímetro, forrados en abrigos y gorros y echando vaho entre los copos de nieve, y yo desabrigada, como una idiota, no sé siquiera si llevaba un pañuelo a la cabeza, si me había calzado antes de salir las botas de nieve, perdida luego en unas calles en las que no había estado nunca, cuando por fin pude abrirme paso, yo sola de pronto, con la cabeza descubierta y el pelo empapado y toda mi barriga delante, perdida en una calle de Moscú que no conocía y en la que no había nadie a quien preguntarle el camino. Se lo cuento a mi hijo y me dice, mamá, qué pesada eres, si me lo has contado ya mil veces, me lo dice en ruso, claro, porque él apenas habla nada de español, pero tiene una pinta española que es mi orgullo, aunque su padre, que en paz descanse, era de Ucrania, lo veía vestido de soldado cuando hizo el servicio militar y me parecía estar viendo a su tío, a mi hermano, igual de alto y de moreno, igual de alegre, con la visera de la gorra echada a un lado de la cara, con el cigarro en la boca y esos ojos guiñados, como los actores de cine que me gustaban tanto de niña. Hace dos años que no lo veo, ni conozco a mi nieto menor, porque con mi paga yo no tengo dinero para un billete a Moscú, y él es ingeniero químico y el sueldo casi no le alcanza para sostener a su familia, que le hablen a mi hijo de la libertad y de la economía de mercado, si a veces tengo yo que mandarle unos dólares para que llegue a fin de mes o para que pueda comprarle un cochecito a mi nieto, yo que cobro en España la pensión mínima, una limosna, aunque no sabe los años y los sinsabores que me costó conseguirla, y que tengo una pensión rusa que se queda en nada, unos rublos que no valen nada, después de haber trabajado mi vida entera, de no haber dejado ni un día de padecer desde que era una niña.
Lo decía Lenin, libertad para qué. Para qué queríamos los mineros la libertad de la República si nos mandaron a la Legión y a la Guardia Civil y cazaban a tiros a los huelguistas como si fueran animales, y a mi madre la encerraron, aunque no había hecho nada, sólo por ser la esposa de un sindicalista, y a mi padre lo torturaron y lo mandaron a un penal de África, a Fernando Poo, y cuando la amnistía del Frente Popular volvió enfermo de malaria, tan envejecido y amarillo que no lo reconocí y me eché a llorar cuando me abrazó. Yo no quería que él se fuera nunca, desde muy pequeña no podía dormirme hasta que mi padre no volvía de la mina, y hacía todo lo posible por esperarlo levantada, o me despertaba si había tenido el turno de noche y llegaba a casa antes del amanecer. Qué alegría oír la puerta cuando él la empujaba, oír su voz y su tos y oler el humo de su cigarro, lo puedo oler ahora exactamente, aunque han pasado más de sesenta años, me siento aquí y vienen los recuerdos y también vienen los olores de las cosas y los sonidos que había entonces, y que ya tampoco existen, y me acuerdo de los ojos de mi padre brillando en la cara oscurecida de polvo de carbón y de la manera que tenía de llamar a la puerta, y yo pensaba, ya ha venido, no le ha pasado nada, no ha habido una explosión en la mina ni se lo han llevado los guardias civiles. Qué raro haber vivido yo tantas cosas, haber estado en tantos sitios, en Siberia, en un barco que se quedó atrapado en el hielo del Báltico, en aquellas guarniciones de los Urales a las que destinaban a mi marido, cuando no podíamos salir de noche por miedo a los lobos que aullaban en los bosques, con lo cobardona y lo poco amiga de novedades y aventuras que era yo de niña, que lo habría dado todo por tener una familia como las demás, incluso las que eran más pobres que la nuestra en los poblados de la mina, porque esas niñas podían ir a la escuela descalzas y con piojos, pero por lo menos a sus padres no se los llevaban presos de vez en cuando ni tenían que pasarse meses escondidos, ni dejaban solos a sus hijos las noches enteras para irse a sus reuniones de comités y sindicatos. Yo lo único que quería es lo que he querido siempre y nunca he conseguido, vivir tranquila, tener mi casa, arreglarme con poco y no llevarme sobresaltos, pero no ha habido modo, los recuerdos más antiguos que tengo son ya de mudanzas a toda prisa y de noches en los bancos de las estaciones, o de tener miedo a que ocurriera una gran desgracia, a que a mi padre lo hubieran matado los civiles o lo hubiera sepultado una explosión o un derrumbamiento de la mina. Todavía lo pienso y me palpita el corazón, lo miro en esa foto de encima del piano y me parece que está vivo y que puede pasarle algo, o que me despierto y está a mi lado, con un regalo en la mano, que me ha traído de un viaje, aquella cajita de nácar que me trajo cuando vino de Rusia y había pasado tanto tiempo que no lo conocí y me eché a llorar al verlo. Yo, en el fondo, yaunque no se lo dijese nunca a nadie, los sueños que tenía de niña eran de pequeña-burguesa, qué diría mi madre si pudiera oírme. Quería tener siempre cerca a mis padres y a mi hermano, ir a la escuela, y de vez en cuando a misa, y hacer la comunión como aquellas niñas a las que veía salir vestidas de blanco de la iglesia, con sus rosarios y sus libros de nácar en las manos, con sus zapatos de charol, no como yo, que hasta en invierno llevaba unas alpargatas viejas y se me quedaban helados los pies y el barro se les pegaba a las suelas de cáñamo. A mis padres les estaba siempre oyendo hablar de la Revolución, pero yo lo que quería era que las cosas no cambiaran, que fuera un poco a mejor, eso sí, que a mi padre no le faltara el jornal y que pudiéramos comer caliente todos los días, y tener buenas mantas y abrigos y botas en invierno, pero me daba pánico que se trastornara todo, como ellos deseaban, y me asustaba cuando mi padre hablaba de emigrar a América, o cuando nos decía que tendríamos que irnos a Rusia porque aquélla era la patria de los trabajadores del mundo. La casa donde vivíamos cerca de la mina era poco más que una choza, aunque mi madre la tenía siempre barrida y ordenada, pero yo me eché a llorar cuando tuvimos que dejarla para mudarnos a Madrid, me parecía que me arrancaban el corazón al marcharme de allí. Subimos al tren y mi hermano, siendo tan chico, estaba loco de contento, pero yo me moría de pena por tener que dejar nuestra casa tan pobre y tan limpia y también la escuela que me gustaba tanto y las amigas que tenía. Pero a los pocos meses de vivir en Madrid ya me había acostumbrado y también quería quedarme a vivir allí para siempre, y que me conocieran todas las vecinas y las señoras de las tiendas, y se hicieran amigas mías las niñas de la escuela a la que me llevaron y la maestra que les riñó el primer día cuando se burlaron de mi acento, que debía de ser un asturiano muy cerrado. Teníamos una vivienda diminuta, en una corrala del barrio de Tetuán, dos cuartos en un corredor lleno de vecinos, pero mi madre los arregló enseguida, con las pocas cosas que teníamos, y parecía que nos habíamos mudado por fin a una casa de verdad, y por primera vez el retrete, el servicio, como dicen ahora, lo teníamos en casa, al final del pasillo, no en un corralón, o en medio del campo, como los animales. Mi padre ya no tenía que ir a la mina, sino a un trabajo que yo no sabía lo que era, en un periódico o en el sindicato, y al principio pensé que llevaríamos una vida normal, que ya no tendría que estar asustada cada vez que se retrasara mi padre o que empezara una huelga y hubiera de noche reuniones en mi casa, que me daban rabia porque los hombres fumaban tanto que no se podía respirar, y cuando se iban quedaba un olor a tabaco que tardaba días en desaparecer y mi madre y yo teníamos que barrer el suelo de colillas y ceniza.