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Los trenes de ahora, que no nos obligan a sentarnos frente a desconocidos, no favorecen los relatos de viajes. Fantasmas callados, con los auriculares tapándoles los oídos, con los ojos fijos en el vídeo de una película americana. Se escuchaban más historias en los antiguos departamentos de segunda, que tenían algo como de salas de espera obligatorias o comedores de familia pobre. Durante mi primer viaje a Madrid, mientras me adormilaba contra el duro respaldo de plástico azul, yo oía a mi abuelo Manuel y a otro pasajero contarse en la oscuridad viajes en tren durante los inviernos de la guerra. Nos trajeron a todos los del batallón de la Guardia de Asalto en el que yo servía y nos hicieron subir a un tren en esta misma estación, y aunque no nos dijeron adonde iban a llevarnos se corrió el rumor de que nuestro destino era el frente del Ebro. A mí me temblaban las piernas de pensarlo, a oscuras, dentro del vagón cerrado, toda la noche. Por la mañana nos hicieron bajarnos y sin dar explicaciones nos devolvieron a los puestos de siempre. Habían mandado a otro batallón en nuestro lugar, y de ochocientos hombres que iban no volvieron ni treinta. Si aquel tren llega a salir, seguro que ahora no estaba yo contándolo, dijo mi abuelo, y yo pensé de pronto, medio en sueños, que si aquel viaje al frente del Ebro no hubiera sido cancelado, probablemente mi abuelo habría muerto y yo no habría llegado a existir.

Todo era tan raro esa noche, la del primer viaje, raro y mágico, como si al subir al tren -incluso antes, al llegar a la estación- yo hubiera abandonado el espacio cotidiano de la realidad y hubiera ingresado en otro reino muy semejante al de las películas o al de los libros, el reino insomne de los viajeros: yo, que sin moverme casi nunca de mi ciudad me había alimentado de tantas historias de viajes a lugares muy lejanos, incluyendo la Luna, el centro de la Tierra, el fondo del mar, las islas del Caribe y las del Pacífico, el Polo Norte, la Rusia inmensa que recorría en el transiberiano un reportero de Julio Verne que se llamaba Claude Bombarnac.

Acabo de acordarme que era una noche de junio. Estaba sentado en un banco del andén, entre mi abuelo y mi abuela, y un tren que todavía no era el nuestro llegó a la estación y se detuvo con un lento chirrido de frenos. Tenía en la oscuridad una envergadura de gran animal mitológico, y el faro redondo de la locomotora me había recordado al acercarse el submarino del capitán Nemo. A la barandilla del último vagón estaba acodada una mujer que me sobrecogió instantáneamente de deseo, el deseo ignorante, asustado y fervoroso de los catorce años. La deseaba tanto que el agobio en el pecho me dificultaba la respiración y me temblaban las piernas. Aún me parece que la estoy viendo, aunque ya no sé si lo que recuerdo es un recuerdo: rubia, alta, despeinada, extranjera, con una camisa negra muy abierta, con una falda negra, descalza, con las uñas de los pies pintadas de rojo, con la cara tan bronceada que resaltaba el brillo de su pelo rubio y sus ojos muy claros. Adelantaba la rodilla y un muslo surgía de la abertura de la falda. El tren se puso en marcha y yo la vi alejarse acodada en la barandilla y mirando las caras fugaces que la miraban a ella desde el andén de esa estación remota, en la medianoche de un país extranjero.

En jirones intranquilos de sueños veía de nuevo a esa mujer al quedarme dormido mientras mi abuelo y el otro hombre hablaban en el vagón a oscuras. Entreabría los ojos y veía la lumbre de los cigarrillos, y cuando mi abuelo o su interlocutor daban una chupada se veían por un instante sus caras campesinas con un brillo rojizo. El humo tan agrio de aquellos tabacos negros que fumaban los hombres entonces. Era, viendo esas caras y escuchando esas palabras desleídas en el sueño, como si yo no viajara en el tren donde ahora íbamos, sino en cualquiera de los trenes de los que ellos hablaban, trenes de soldados vencidos o de deportados que viajaban eternamente sin llegar a su destino y se quedaban parados durante noches enteras en andenes sin luces. Decía Primo Levi, poco antes de morir, que seguían dándole terror los vagones de carga sellados que veía a veces en las vías muertas de las estaciones. Yo serví en Rusia, dijo el hombre, en la División Azul. Subimos a un tren en la estación del Norte y tardamos diez días en llegar a un sitio que se llamaba Riga. Y yo pensé o dije medio en sueños, Riga es la capital de Letonia, porque lo había estudiado en los atlas geográficos que me gustaban tanto, y porque en Riga sucedía una novela de Julio Verne, y las novelas de Julio Verne me colmaban la imaginación y la vida.

Ahora comprendo que en nuestra tierra seca e interior los trenes nocturnos eran el gran río que nos llevaba al mundo y nos traía luego de regreso, el gran caudal deslizándose en sombras en dirección al mar o a las hermosas ciudades donde estaría aguardándonos una nueva existencia, más luminosa y verdadera, más parecida a la que prometían los libros. Tan claramente como me acuerdo del primer viaje en tren me acuerdo de la primera vez que llegué a los andenes de una estación fronteriza: en el recuerdo el brillo de la noche es idéntico, y también las anticipaciones de la imaginación, el miedo a lo desconocido que aceleraba el pulso y debilitaba las rodillas. Guardias civiles con mala catadura y luego gendarmes hostiles y groseros examinaban los pasaportes en la estación de Cerbère. Cerbère, Cerbero: algunas veces las estaciones nocturnas parecen el ingreso en el reino del Hades y sus nombres ya contienen como un principio de maleficio: Cerbère, donde los gendarmes franceses humillaban en el invierno de 1939 a los soldados de la República Española, los injuriaban y les daban empujones y culatazos; Port Bou, donde Walter Benjamín se quitó la vida en 1940; Gmünd, la estación fronteriza entre Checoslovaquia y Austria, donde alguna vez se encontraron Franz Kafka y Milena Jesenska, citas clandestinas en el paréntesis de tiempo de los horarios de los trenes, en la exasperada brevedad de las horas que ya estaban agotándose en cuanto se veían, en cuanto subían hacia el cuarto inhóspito del hotel de la estación, donde el paso cercano de los trenes hacía vibrar los cristales de la ventana.

Cómo sería llegar a una estación alemana o polaca en un tren de ganado, escuchar en los altavoces órdenes gritadas en alemán y no comprender nada, ver a lo lejos luces, alambradas, chimeneas muy altas expulsando humo negro. Durante cinco días, en febrero de 1944, Primo Levi viajó en un tren hacia Auschwitz. Por las hendiduras en los tablones, a las que acercaba la boca para poder respirar, iba viendo los nombres de las últimas estaciones de Italia, y cada nombre era una despedida, una etapa en el viaje hacia el norte y el frío del invierno, nombres ahora indescifrables de estaciones en alemán y luego en polaco, de poblaciones apartadas que casi nadie por entonces había oído nombrar, Mauthausen, Berger-Belsen, Auschwitz. Tres semanas tardó Margarete Buber-Neumann en llegar desde Moscú hasta el campo de Siberia en el que debía cumplir una condena de diez años, y cuando habían pasado sólo tres y le ordenaron que subiera de nuevo a un tren hacia Moscú pensó que iban a liberarla, pero en Moscú el tren no se detuvo, continuó viajando hacia el oeste. Cuando por fin se detuvo en la estación fronteriza de Brest-Litovsk los guardias rusos le dijeron a Buber-Neumann que se diera prisa en preparar su bolsa, que habían llegado a territorio alemán. Entre los tablones que cegaban la ventanilla vio en el andén uniformes negros de las SS, y comprendió con espanto, con fatiga infinita, que porque era alemana los guardias de Stalin iban a entregarla a los guardias de Hitler, en virtud de una cláusula infame del pacto germano-soviético.