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Me pierdo en Madrid más de lo que me perdía en Moscú, y no me gusta preguntarle a la gente porque se me quedan mirando raro, a lo mejor por mi acento, o porque me ven pinta de extranjera, yo lo comprendo, de rusa, aunque no vaya a creer que en Rusia me ven menos rara que aquí. Así que para evitarme disgustos no salgo, me paso el día aquí, arreglando mis cosas, tan a gusto, mi piso entero para mí y mi calefacción central que no se avería nunca, será pequeño pero es mío, tan pequeño que no sé ya dónde poner tantas cosas, pero no me decido a tirar ninguna, con lo que me gustan todas, con los recuerdos que me traen, bastantes cosas ha ido perdiendo una en la vida como para no guardar y cuidar las que le quedan. Mire esos pañitos de crochet que tejía mi madre cuando encontrábamos un poco de hilo blanco en Moscú, que no era siempre, aunque ella se arreglaba con cualquier cosa, tenía tan buena mano para la aguja que de cualquier pingajo hacía un primor. En eso tampoco salí yo a ella, y me decía, qué manos tan bonitas tienes, y qué inútiles, que parecen manos de burguesa, y era verdad, se me desollaban enseguida, con cualquier trabajo, me martirizaban los sabañones, y ahora que puedo cuidármelas un poco y me pinto las uñas me da un poco de remordimiento, porque sí que parecen manos de burguesa, sobre todo por lo torpes que son. Se me estropea cualquier cosa y no sé arreglarla, se me caen al suelo y se me rompen, se le salió uno de los botones al televisor cuando iba a encenderlo y no sabe lo que me costó buscarlo por el suelo, con el poco espacio que hay, y lo mal que me muevo yo, sobre todo después de que me tiraran al suelo al atracarme. Me pasé días buscando el botón, porque no conseguía encender la tele, y cuando volví a ponerlo se caía otra vez, así que ya ve el apaño que hice, lo pegué con un poco de esparadrapo, y si lo aprieto con cuidado aguanta y no vuelve a salirse. Cómo voy a tirar nada, si cada cosa tiene una historia tan larga, y yo me las cuento a mí misma cuando estoy sola, como si fuera la guía de un museo. Ese Lenin que hay encima del televisor es de bronce, cójalo y verá cómo pesa, y fíjese lo bien que está sacado el parecido, alguna amiga me dice, mujer, ponlo en un sitio algo menos visible, que alguien se puede molestar, y yo le digo que aquí no viene nadie a verme, y además que si viene alguien y se molesta pues lo siento, que les den, como dicen en Madrid, ¿no tienen ellos sus crucifijos y sus vírgenes y sus retratos del Papa? Pues yo tengo a mi Vladimir Ilych, encima de ese pañito que me tejió mi madre una vez para mi cumpleaños, mire que ya está poniéndose amarillo, y la de kilómetros que ha hecho, que ya lo llevaba conmigo cuando a mi marido lo destinaron a Arcanstgel, y se quedaba el pañito tan tieso del frío como si fuera de hojalata. Esas muñecas con trajecitos siberianos las trajimos de allí, y también la percha, retiro los abrigos y se la enseño bien, las pezuñas son auténticas, disecadas, de esos renos tan grandes que había. Y los cuadros pequeños, ya me había dado cuenta de que no paraba usted de mirarlos, son dibujos que hacía Alberto Sánchez, con lo que tenía a mano, hojas de papel y lápices de colores de la escuela, me acuerdo de verlo dibujando sobre la mesa de la cocina, en el apartamento donde vivíamos en Moscú, el último invierno de la guerra, si se acerca verá lo perfectos que son los detalles, y la cuadrícula del papel. Hablaba de la época de la siega en su pueblo de Toledo y según iba hablando dibujaba lo que nos contaba, y nos parecía que estábamos en España y no en Moscú, y que notábamos el calor del verano y el picor del polvo del trigo en la garganta. Mire las camisas blancas, cómo las llevan remangadas los segadores, los sombreros de paja, las hoces, las cuerdas con las que se atan los pantalones de pana, los montones de gavillas. Y el pueblo, de lejos, como decía Alberto, que se veía al doblar una curva, con el campanario de la iglesia y el nido de las cigüeñas, y esos montes azules al fondo, qué habríamos dado nosotros por verlos entonces, cuando creíamos que nunca íbamos a volver a España, y para muchos fue verdad, que nunca volvieron, como el pobre Alberto, que ya no vio nunca más su pueblo, y está enterrado en Moscú. Una amiga que entiende me dice que venda los dibujos, que pueden darme un buen dinero por ellos, y se agobia cuando ve tantas cosas como tengo, que no podrás rebullirte, me dice, deshazte de todo, borrón y cuenta nueva, tira lo que no vale nada, que es la mayor parte, y lo valioso véndelo, pero yo no quiero separarme de nada, cada cosa tiene una parte de mi vida, hasta ese cuadro que a mi amiga le da tanta rabia, a quién se le ocurre enmarcar la tapadera de una caja de galletas, pero a mí me gusta mucho, me trae muchos recuerdos, la plaza Roja con sus cúpulas de colores y ese azul que tiene el cielo algunas mañanas de verano, y me gusta que las cosas estén en relieve, tóquelas, los torreones de la muralla del Kremlin, la catedral de San Basilio, el mausoleo de Lenin. Yo tenía esa caja de galletas hace mil años, pero me gustaba tanto que no me desprendía de ella, tan exacto que se ve todo, con los colores tan vivos que tiene de verdad, y antes de venirme de Moscú le recorté la tapa y le puse el marco.

En Moscú me acordaba de Madrid y en Madrid me acuerdo de Moscú, qué voy a hacerle, y si a España la llevo en mi corazón la Unión Soviética también es mi patria, cómo no va a serlo si viví en ella más de cincuenta años, y me duele cuando la insultan, y cuando pongo la televisión y veo las cosas tan tristes que pasan allí, las que me cuenta mi hijo en sus cartas, que le salen más baratas que llamarme por teléfono. Todos los días me levanto muy temprano, aunque no tengo nada que hacer, y al principio no sé si me he despertado en Madrid o en Moscú, y me paso horas limpiando y ordenando mi casa, con lo pequeña que es y si me descuido me come el desorden y se me llena todo de polvo, y entonces me da remordimiento pensar que yo estoy aquí tan a gusto, con mi calefacción y mi agua caliente, mi nevera y mi televisor, mi buena alfombrilla en el dormitorio para que no me dé frío en los pies cuando me levanto en invierno, y me acuerdo que ni mi hermano ni mis padres pudieron disfrutar nunca de tantas comodidades, y yo, que soy la más tonta, para qué voy a negarlo, la que menos valía, resulta que ahora lo tengo todo para mí. Me siento aquí, por las tardes, y algunas veces no pongo la tele, y no enciendo la luz cuando empieza a anochecer, y como no me llama casi nadie me quedo horas y horas callada, sin hacer nada, sin ocupar las manos en nada, no como mi madre, que siempre estaba con alguna labor, me quedo sentada mano sobre mano oyendo pasar los coches por esa carretera y empiezo a acordarme de cosas, pero no es que yo me empeñe, es que los recuerdos vienen a mí y se encadenan los unos con los otros, como las cuentas del rosario entre los dedos cuando yo iba de niña a la catequesis sin que se enteraran mis padres. Veo las caras de la gente, escucho sus voces, me quedo quieta y se va haciendo oscuro y me parece que entran por esa puerta y se sientan a mi lado, y también oigo las músicas, la Internacional que tocaba una banda de aficionados en nuestro pueblo minero, la marcha fúnebre de Chopin, el día del entierro de Stalin, y otra marcha que me gustaba mucho, que la ponían en Moscú siempre los Primeros de Mayo, me parece que voy por la calle y la estoy escuchando, la marcha triunfal de Aída, me acuerdo y se me llenan los ojos de lágrimas, será que me he vuelto tan sentimental como los rusos. Pero la música que más me gusta de todas está en Sherezade, era la que sonaba cuando se abría la cajita de nácar que me trajo mi padre aquella vez que volvió de su primer viaje a Rusia, cuando yo no me atrevía a mirarlo a la cara porque había estado sin verlo cinco o seis meses y ya me parecía un desconocido, hasta llevaba un bigote negro que no tenía cuando se marchó. Yo guardaba la caja debajo de la almohada, la abría poco a poco y empezaba a oír la música y la cerraba enseguida, porque tenía miedo de que se me gastara si la dejaba sonar mucho tiempo, como si la música fuera igual que esos perfumes que se gastan si se deja el frasco abierto. Tantas cosas que tengo en la cabeza y que preferiría olvidar, y sin embargo no recuerdo dónde se quedó mi caja de música, vaya usted a saber en qué mudanza la perdí. Pero las cosas duran más que las personas, y a lo mejor aquella caja la tiene alguien todavía, como esas cosas antiguas que pasa mucho tiempo y se venden en el Rastro, y cuando la abre escucha Sherezade, y se pregunta a quién le perteneció.